Cuentos Clásicos del Norte, Primera Serie. Edgar Allan Poe

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Cuentos Clásicos del Norte, Primera Serie - Edgar Allan Poe

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el amor de Dios, Montresor!

      – Sí, – repetí; – ¡por el amor de Dios! —

      Mas aguardé en vano respuesta a estas últimas palabras. Me impacienté. Llamé en alta voz:

      – ¡Fortunato! —

      No obtuve contestación. Llamé de nuevo:

      Tampoco hubo respuesta. Introduje una antorcha por la abertura que quedaba y la dejé caer dentro. Sólo respondió un repiqueteo de los cascabeles. Mi corazón se oprimió; sin duda la humedad de las catacumbas era la causa. Me apresuré a terminar mi labor. Forcé la última piedra hasta colocarla en posición, luego la aseguré con argamasa. Contra la nueva obra de albañilería elevé la trinchera de huesos. Por más de medio siglo ningún mortal los ha removido jamás. ¡In pace requiescat!

      EL ESCARABAJO DE ORO

      ¡Hola! ¡hola! ¡Este hombre está atacado de locura!

      Debe haberle picado la tarántula.

– All in the Wrong.

      MUCHOS años ha contraje íntima amistad con Mr. Wílliam Legrand. Pertenecía a una antigua familia hugonote y había gozado de fortuna; pero una serie de contratiempos le redujo más tarde a la miseria. Para evitar la mortificación consiguiente a sus desastres abandonó Nueva Órleans, la cuna de sus antepasados, y fijó su residencia en la isla de Súllivan, cerca de Chárleston, en Carolina del Sur.

      Esta isla es muy singular. Está formada casi toda de arena, y tiene alrededor de tres millas de longitud. Su anchura no excede de un cuarto de milla en toda su extensión. Queda separada del continente por una corriente apenas perceptible que se desliza entre un yermo de cañas y légamo, guarida favorita de las aves silvestres. La vegetación, como puede suponerse, es escasa y raquítica. No hay árboles de ninguna clase. Cerca de la extremidad occidental, hacia el fuerte de Moultrie, donde existen algunos edificios de estructura miserable ocupados durante el verano por los fugitivos del polvo y las fiebres de Chárleston, puede encontrarse en verdad la palmera de abanico; pero toda la isla, con excepción de la parte occidental y de una faja blanca y endurecida a la ribera del mar, está cubierta de una densa maleza del mirto blanco tan apreciado por los horticultores de Inglaterra. Estos arbustos alcanzan a menudo una altura de quince o veinte pies y forman un tallar casi impenetrable, embalsamando el aire con su fragancia.

      En la más intrincada espesura de aquel soto, no muy alejada de la extremidad oriental y más remota de la isla, había construído Legrand una pequeña cabaña que habitaba en la época en que le conocí incidentalmente por primera vez. Pronto este conocimiento se convirtió en amistad, porque el recluso tenía muchas cualidades propias para despertar interés y estimación. Lo encontré bien educado, de mentalidad extraordinaria, pero atacado de misantropía y sujeto a perniciosos accesos alternados de entusiasmo y melancolía. Tenía muchos libros, pero rara vez hacía uso de ellos. Su principal distracción consistía en la caza y la pesca o en vagar por la ribera y a través de los mirtos en busca de conchas o ejemplares entomológicos, cuya colección de los últimos podía haber causado la envidia de un Swámmerdamm. En estas excursiones le acompañaba generalmente un negro viejo, llamado Júpiter, a quien había franqueado antes de sus desgracias de familia, pero al cual ni amenazas ni promesas pudieron inducir a abandonar lo que consideraba su derecho de seguir los pasos de su joven "amo Will." No sería extraño que los parientes de Legrand, juzgándole de mente algo perturbada, hubieran contribuído a infundir a Júpiter esta obstinación con el objeto de mantener cierta vigilancia y tutela sobre el vagabundo.

      En la latitud de la isla de Súllivan los inviernos no son muy severos por lo general, y en el otoño es muy raro que se sienta la necesidad de encender la chimenea. Sin embargo, a mediados de octubre de 18 – ocurrió un día de frío extraordinario. A la hora precisa del ocaso me abría yo paso entre las siemprevivas hacia la cabaña de mi amigo a quien no había visto durante varias semanas, pues que en aquel entonces residía yo en Chárleston, a nueve millas de distancia de la isla, y las facilidades para el viaje de ida y vuelta estaban muy lejos de aproximarse a las del tiempo actual. Al llegar a la choza golpeé la puerta como de costumbre y, no obteniendo respuesta, busqué la llave en el sitio donde yo sabía que la ocultaban de ordinario, abrí la puerta y entré. Un buen fuego ardía en el hogar. Era una novedad que nada tenía por cierto de desagradable. Me despojé del abrigo, acerqué una silla de brazos a los crujientes leños, y me dispuse a esperar pacientemente la llegada de Legrand.

      Llegó poco después de obscurecido y me brindó la bienvenida más cordial. Júpiter, sonriendo de oreja a oreja, se precipitó a preparar un ave de pantano para la cena. Hallábase Legrand en uno de sus accesos – ¿de qué otro modo podría llamarlos? – de entusiasmo. Había encontrado un bivalvo desconocido que representaba un género nuevo; y había perseguido y cazado además, con ayuda de Júpiter, un escarabajo que juzgaba absolutamente nuevo, pero acerca del cual quería tener mi opinión a la mañana siguiente.

      – ¿Y por qué no ahora mismo? – pregunté, restregándome las manos sobre la llama y enviando al diablo in mente toda la tribu de escarabajos.

      – ¡Ah! ¡Si hubiera podido adivinar que estabais aquí! – exclamó Legrand; – pero hace tanto tiempo desde que nos vimos la última vez que, ¿cómo iba a prever que me visitarais precisamente esta noche? De regreso a casa encontré al teniente G – , el del fuerte, y neciamente le dejé prestado el insecto; de manera que es imposible que lo veáis hasta mañana. Quedaos aquí esta noche y enviaré a Júpiter a buscarlo al amanecer. ¡Es la cosa más linda de la creación!

      – ¿Qué? ¿el amanecer?

      – ¡No! ¡Qué ocurrencia! ¡el escarabajo! Es más o menos del tamaño de una nuez grande de nogal, color de oro brillante, y con dos manchas negras como azabache, una a cada lado del extremo superior del dorso, y otra, algo más extensa, al otro extremo. Las antenas son…

      – No tié ná d'etaño,1 amo Will, se lo digo a uté," interrumpió Júpiter. "Er bicho é toíto de oro macizo por adentro y ajuera, menos las alas… Nunca en mi vía tantié un animal má pesao."

      – Bien; supongamos que sea así, Jup, – replicó Legrand con más gravedad de lo que requería el caso, a mi entender; – pero esto no es razón para que dejes quemarse la cena. El color, – prosiguió volviéndose a mí, – es bastante para justificar la opinión de Júpiter. Jamás habréis visto reflejos metálicos más brillantes que los que sus escamas emiten; pero no podéis juzgar de ello hasta mañana. Entretanto puedo daros alguna idea de su forma. —

      Hablando así, sentóse a una pequeña mesa donde había tintero y plumas, pero no se veía nada de papel. Buscó en los cajones sin poder encontrar ninguna hoja.

      – No importa, – dijo al fin; – esto servirá lo mismo. —

      Y sacando del bolsillo de su chaleco algo que me pareció una hoja sucia de papel de oficio, púsose a dibujar un boceto a pluma. Mientras él procedía, permanecí yo en mi sitio junto al fuego, pues aun sentía frío. Cuando terminó su trabajo me lo alargó sin levantarse. En el momento en que lo recibía, dejóse percibir un fuerte gruñido seguido de arañazos a la puerta. Júpiter abrió, y un enorme terranova, que pertenecía a Legrand y a quien había yo demostrado gran simpatía en mis visitas anteriores, se precipitó dentro saltando sobre mis hombros y llenándome de caricias. Cuando terminaron sus cabriolas miré el papel y, a decir verdad, me sentí no poco asombrado al ver el dibujo de mi amigo.

      – Bien, – dije, después de contemplarlo por algunos minutos; —esto es un escarabajo muy extraño, he de confesarlo; completamente nuevo para mí; jamás he visto nada semejante,

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El sonido semejante de antenas y estaño en inglés provoca la equivocación del negro que no entiende mucho de requilorios de pronunciación. —La Redacción.