La isla del tesoro. Роберт Стивенсон

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La isla del tesoro - Роберт Стивенсон

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style="font-size:15px;">      Tomó acto continuo su lanceta y con gran habilidad picó una vena.

      Una gran cantidad de sangre salió antes de que el Capitán abriera los ojos y echase en torno suyo una mirada vaga y anublada. Reconoció luego al Doctor á quien miró con un ceño imposible de equivocar; en seguida me miró á mí y mi presencia pareció aliviarlo un tanto. Pero de repente su color cambió de nuevo; trató de enderezarse por sí solo y exclamó:

      – ¿Dónde está Black Dog?

      – Aquí no hay ningún Black Dog, díjole el Doctor, como no sea el que tiene Vd. dibujado sobre su espalda. Ha seguido Vd. bebiendo rom, y como yo se lo había anticipado ha venido un ataque. Muy contra mi voluntad me he visto obligado, por deber, á socorrerle, pudiendo decir que casi lo he sacado á Vd. de la sepultura. Y ahora Maese Bones…

      – Ese no es mi nombre, interrumpió él.

      – No importa, replicó el Doctor, es el nombre de cierto filibustero á quien yo conozco y le llamo á Vd. por él en gracia de la brevedad. Lo único que tengo, pues, que añadir es esto: un vaso de rom no le haría á Vd. ningún daño; pero si Vd. toma uno, tomará otro, y otro después, y apostaría mi peluca á que, si no se contiene pronto y á tiempo, se morirá muy en breve… ¿entiende Vd. esto…? se morirá y se irá al mismísimo infierno, que es su propio lugar, como lo reza la Biblia. Ahora, vamos, haga un esfuerzo. Yo le ayudaré, por esta vez, á llevarlo á su cama.

      Entre los dos, y no sin mucho trabajo, nos dimos trazas de llevarlo arriba, á su cuarto y acostarlo sobre su lecho, en el cual dejó caer pesadamente la cabeza sobre la almohada como si se sintiera desmayar.

      – Ahora, recuérdelo bien, dijo el Doctor, para descargo de mi conciencia debo repetirle que, para Vd. rom y muerte son dos palabras que significan lo mismo.

      Dicho esto se alejó de allí para ir á ver á mi padre, tomándome del brazo para que me fuese con él.

      – Eso no es nada, dijo en cuanto hubo cerrado tras de sí la puerta. Le he sacado sangre suficiente para poderlo mantener bien por bastante tiempo. Debe quedarse por una semana en cama: eso es lo menos malo para él y para Vds.; pero un nuevo ataque le traerá la muerte inevitablemente.

      CAPÍTULO III

      EL DISCO NEGRO

      Á ESO de medio día lleguéme al cuarto del Capitán llevándole algunos refrigerantes y medicinas. Lo encontré acostado casi en la misma posición en que lo habíamos dejado, nada más que un poco más hacia arriba y me pareció al mismo tiempo débil y excitado.

      – Jim, me dijo, tú eres aquí el único que vale algo y ya sabes muy bien que yo siempre he sido bueno para contigo. Jamás he dejado de darte cada mes cuidadosamente tu moneda de cuatro peniques. Ahora, pues, chiquillo… mira… yo me siento muy abatido, y abandonado de todo el mundo… por lo mismo, Jim… vamos… ¿vas á traerme ahora mismo un vasillo de rom, no es verdad?

      – El Doctor… comencé yo.

      Pero él me interrumpió en una voz débil aunque animada:

      – Los médicos son todos unos lampazos,2 dijo, y en cuanto á este de acá, vaya… ¿qué sabe él de hombres de mar? Yo he estado en lugares tan calientes como un caldero de bréa, con mi tripulación diezmada por la fiebre amarilla, y la condenada tierra bailando como si fuese un mar con sus terremotos – ¿qué sabe el Doctor de tierras como esa? – pues en ellas he vivido sólo con el rom, – puedes creerlo bien. Él ha sido para mí, bebida y alimento, cuerpo y sombra, sí señor, y si ahora no me han de dar mi rom, ya no seré más que un pobre casco viejo abandonado en una playa de sotavento… mi sangre caerá sobre tí, Jim, y sobre aquel lampazo del Doctor.

      Y luego continuó con lo mismo, por algún tiempo acompañándolo con maldiciones; hasta que después, cambiando de táctica, prosiguió en tono plañidero:

      – Mira, Jim, cómo se agitan mis dedos; no puedo ya ni sosegarlos, ni sosegarme… es que en todo este bendito día no he probado ni una gota aún, ¡ni una sola gota! Ese Doctor está loco, puedes creérmelo. Si no se me da ahora mismo un poco de rom, siento que me dará la rabia… ya creo sentir en este momento algunos de sus horrores, algunas de sus visiones… allí estoy viendo al viejo Flint, en ese rincón… allí… detrás de tí, tan claro como su imagen viva… ¡oh! si me cojen estas visiones, soy hombre que ha vivido una vida bastante ruda y resucitaré á Caín! Tu mismo Doctor dijo que un vaso no me haría ningún daño. Te daré una guinea de oro por uno sólo, Jim.

      Yo ví que el Capitán se ponía más y más excitado y esto me alarmó por mi padre que estaba más grave aquel día y necesitaba mucha quietud; además, tranquilizado por las palabras mismas del Doctor que se me recordaban, aunque un poco ofendido por aquel ofrecimiento de soborno le dije:

      – Yo no necesito su dinero sino el que le debe Vd. á mi padre. Voy á traerle un vaso, pero no pida más porque sería inútil.

      Cuando se lo hube traído lo asió con verdadera ansiedad y lo bebió de un sorbo.

      – ¡Ay, ay, ay! dijo como sintiendo un grande alivio, esto ya es algo mejor, sin duda alguna. Y ahora bien, chico, ¿ha dicho ese Doctor cuanto tiempo tengo que estar acostado en este viejo camarote?

      – Una semana, por lo menos, le respondí.

      – ¡Mil carronadas! gritó él, ¡una semana! Esto es imposible. En ese tiempo podrían ellos enviarme su disco negro. En este mismo momento ya los vagabundos esos enderezan su proa y tratan de habérselas conmigo; vagabundos que no sabrían conservar lo que cogieron y que quieren arañar lo que pertenece á otro. ¡Vayan noramala! ¿es esa una conducta digna de marinos? quiero saberlo. Pero soy un bendito. Yo jamás he derrochado un buen dinero mío, ni lo he perdido tampoco. Yo sabré pegárselas una vez más. No les tengo miedo; les soltaré otro rizo y ya los haré virar de bordo, chico, ¡ya lo verás!

      En tanto que hablaba así se había ido levantado de la cama, aunque con gran dificultad, agarrándose – es la palabra – agarrándose á mi hombro con una presión tan fuerte que casi me hizo llorar y moviendo sus piernas como si fuesen un peso muerto. Sus palabras que, como se ve, estaban rebosando un pensamiento activo y lleno de vida contrastaban tristemente con la debilidad de la voz en que eran pronunciadas. Cuando se hubo sentado en el borde de la cama se detuvo un poco y luego murmuró:

      – Ese Doctor me ha hundido… los oídos me zumban… acuéstame otra vez.

      Antes de que hubiera hecho gran cosa para complacerlo, él había caído ya de espaldas, en su posición anterior, en la cual permaneció silencioso por algún rato.

      – Jim, me dijo al cabo, ¿viste hoy á ese marinero?

      – ¿Á Black Dog? le pregunté.

      – ¡Ah! ¡Black Dog! exclamó él. Black Dog es un perverso, pero hay alguien peor que lo obliga á serlo. Ahora bien, si no me es posible marcharme de aquí, de ninguna manera, y si me envían el disco negro, acuérdate que lo que ellos buscan es mi viejo cofre de á bordo… Montas en un caballo.. ¿lo harás, no es cierto?.. montas en un caballo y vas á ver… pues, sí… no tiene remedio… á ese eterno Doctor del diablo, y le dirás que se dé prisa á reunir á todas sus gentes… magistrados y cosas por el estilo… y que haga rumbo con ellos y los traiga aquí á bordo del “Almirante Benbow”… lo mismo que á todo lo que haya quedado de la vieja tripulación de Flint, hombres y grumetes. Yo fuí

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<p>2</p>

Lampazos: estropajos de á bordo para el aseo de los buques. – N. d. T.