La isla del tesoro. Роберт Стивенсон

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La isla del tesoro - Роберт Стивенсон

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curiosidad, empero, pudo más que mis temores: comprendí que el permanecer allí donde estaba no me traía más utilidad que la de pasarme agazapado, Dios sabe cuanto tiempo, por lo cual trepé como pude, una vez más al paredón del barranco y ocultando mi cabeza entre un sotillo de retamas pude colocarme en posición de dominar desde allí toda la parte del camino que pasa frente á nuestra puerta. Apenas había logrado acomodarme cuando los enemigos comenzaron á llegar en número de siete ú ocho, á toda carrera, golpeando con sus pies el sendero descompasadamente y trayendo al frente de ellos al hombre de la linterna, á pocos pasos á vanguardia. Tres hombres corrían juntos, cogidos de las manos, y yo comprendí luego, aun á través de la niebla, que el que formaba el centro del trío, no era otro que mi formidable mendigo ciego. Un momento después su voz me probó que no me había equivocado.

      – ¡Abajo la puerta! gritó.

      – Bien, bien, señor! contestaron dos ó tres de los asaltantes los cuales se precipitaron en tropel sobre la puerta de la posada, seguidos por el hombre de la linterna; pero muy luego los ví detenerse y cambiar algunas palabras en voz baja, como sorprendidos de haber encontrado abierta la misma entrada que se proponían forzar. Pero su sorpresa fué muy pasajera: el ciego volvió á lanzar sus órdenes oyéndose su voz más fuerte y más levantada, como si se sintiera encendido por un grande anhelo y una violenta rabia al mismo tiempo.

      – ¡Adentro, adentro, adentro! les gritaba, no sin proferir maldiciones y juramentos por lo que á él le parecía tardanza.

      Cuatro ó cinco de ellos se apresuraron á obedecer, permaneciendo dos en el sendero, al lado de aquel mendigo formidable. Hubo otra pausa no muy larga y tras ella resonó una exclamación de sorpresa, seguida por una voz que clamó desde adentro:

      – ¡Bill ha muerto!

      Pero el ciego lanzóles un tremendo y nuevo juramento por su poca diligencia, añadiendo:

      – Regístrelo alguno de Vds., tramposos, vagabundos, y ¡los demás arriba y á bajarse la maleta!

      Hasta mi escondite llegaba el ruido de las pisadas de aquellos hombres en los peldaños de madera de nuestra escalera, por tanto, es seguro que la casa entera debía retemblar con ellas. En el momento se siguieron nuevas exclamaciones de sorpresa: la ventana del cuarto del Capitán fué abierta de par en par con un empujón violento acompañado de ruido de vidrios que se rompían. Un hombre apareció en ella, iluminado por la luz plena de la luna y se dirijió al mendigo ciego que se encontraba, como he dicho, en el camino y precisamente debajo de la ventana recién abierta.

      – Pew, le gritó, nos han ganado por la mano. Alguien ha registrado ya la maleta, de arriba á abajo.

      – ¿Está eso allí? preguntó.

      – El dinero, sí, contestó el de arriba.

      – ¡Carguen mil diablos contigo y el dinero! lo que yo pregunto es si está allí el manuscrito de Flint, ¡bergante!

      – Por lo que hace á aquí, no hay nada replicó el otro.

      – Bueno, bajen Vds., y vean si está sobre el cadáver de Bill.

      En ese momento, otro de los de la partida, probablemente el que se había quedado en la sala registrando el cuerpo del Capitán, apareció en la puerta de la posada diciendo:

      – Bill ha sido ya registrado antes: nada han dejado sobre él.

      – Han sido las gentes de la posada, ha sido ese muchacho. De buena gana le hubiera sacado yo los ojos, rugió el ciego Pew. No ha mucho que estaban aquí todavía: tenían el cerrojo puesto cuando yo quise entrar. ¡Á registrar, muchachos, á registrar y á encontrarlos!

      – Lo único que nos han dejado aquí es su vela, dijo el de la ventana.

      – ¡Pues á la obra, á la obra! ¡á registrar y á dar con ellos! dijo de nuevo Pew, golpeando airadamente con su palo sobre el suelo.

      Siguióse entonces una gran batahola, un vaivén indecible adentro de la casa; ruidos de pisadas toscas resonaban de un lado y otro; rumor de muebles arrojados al suelo; puertas abiertas á puntapiés, hasta que las rocas repitieron con sus ecos aquel ruido infernal. Vióse entonces á todos aquellos hombres salir al camino, uno tras de otro, declarando que nada les quedaba que registrar y que, de fijo, no estábamos ocultos dentro de la casa. En aquel instante el mismo silbido que tanto nos había alarmado á mi madre y á mí, cuando operábamos sobre el dinero del difunto Capitán, volvió á oirse clara y distintamente enmedio de la noche, pero en esta ocasión, dos veces repetido. Yo había creído que ese sonido era algo como la trompeta del ciego, ordenando con ella á su tripulación el lanzarse al abordaje, pero entonces comprendí que no era sino una señal soltada sigilosamente del lado de la loma en dirección de la aldea y, según el efecto que ella produjo en nuestros filibusteros, era un aviso preventivo de algún peligro cercano.

      – Dirk ha silbado, dijo uno… y dos veces! ¡tenemos que ponernos en franquía!

      – ¡Ponte en franquía al infierno, mandria! gritóle Pew. Dirk se ha manifestado desde un principio cobarde y tonto, y Vds., no deben hacerle caso. Esas gentes deben estar por aquí, muy cerca, tenemos la mano sobre ellas, con seguridad. Revolver todo, registrarlo todo… ¿á qué hemos venido, si nó, perros de Satanás? ¡Oh! ¡por vida del diablo!.. ¡si tuviera yo mis ojos…!

      Estas exclamaciones parecieron producir algún efecto, pues dos de los de la banda comenzaron á registrar aquí y acullá, entre las duelas y trastos que había por allí afuera, pero con muy poca resolución, según me pareció y siempre teniendo un ojo listo para escapar al peligro que temían, mientras que los restantes estaban aún indecisos y vacilantes en el camino.

      – ¡Ah, imbéciles! clamaba el ciego; tienen Vds. las manos puestas sobre millares de millares ¡y se están allí como idiotas, con los brazos cruzados! Todos Vds. pueden hacerse en un momento tan ricos como reyes con solo encontrar eso que muy bien saben que está por aquí, á su alcance, ¡y ninguno quiere hacer su obligación! ¡Mandrias! ¡mandrias! ninguno de Vds. se atrevió á presentarse á Bill, y tuve que resolverme á hacerlo yo… ¡un ciego! ¡Pues bien yo no quiero perder la suerte que me toca, por culpa de Vds.! ¡Qué! ¿voy á seguir siendo toda la vida un pordiosero que se arrastra, chicaneando y trampeando por un miserable vaso de rom, cuando debo y puedo rodar en coches magníficos? ¡Si esas gentes se volvieran ojo de hormiga, todavía deberían Vds. encontrarlas!

      – Cierra tu escotilla, Pew, gruñó uno de ellos, ya hemos pescado los doblones.

      – Es seguro que ellos habrán escondido bien el maldito lío, saltó otro. Pero no perdamos tiempo; toma tú los Jorges,3 Pew, y no estés allí chillando.

      Chillando era la palabra verdadera, y al oirla la muy mal contenida cólera del ciego hizo explosión, excitada ya por las objeciones precedentes, de tal suerte y tan furiosamente, que su excitación se sobrepuso á todo; así fué que, empuñando su grueso bastón, arremetió con él á sus secuaces, golpeando con rabia á derecha é izquierda, á pesar de su ceguera, y dejándose oir sus tremendos golpes sobre más de alguno de los más próximos á él.

      Estos, á su vez, respondieron vomitando las más horribles injurias y amenazas sobre el perverso ciego, y se lanzaron sobre él á pretender apoderarse del garrote, retorciéndoselo en su poderoso puño.

      Esta riña fué para nosotros la salvación, pues todavía estaban empeñados en ella aquellos hombres, cuando un nuevo ruido se dejó oir hacia la cumbre de la loma, por el lado de la aldea, y era el galope tendido de varios caballos. Casi

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Las monedas inglesas que llevaban el busto del Rey: recuérdese que en el talego las había de todos los cuños y de todas las naciones. – N. d. T.