La letra escarlata. Hawthorne Nathaniel

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La letra escarlata - Hawthorne Nathaniel

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la letra escarlata, que diré de paso es una reliquia muy curiosa, están aún en mi poder, y se mostrarán á quienquiera que, incitado por el interés de esta narrativa, deseare verlos. Mas no por eso se crea que al compaginar esta novela, y al idear los motivos y pasiones que influyeron en los personajes que en ella figuran, me he ceñido servilmente á lo que reza la docena de páginas del antiguo manuscrito. Al contrario, me he tomado en ciertos puntos casi tanta libertad como si el asunto fuera enteramente de mi invención. Lo que deseo afirmar es la autenticidad de los hechos fundamentales de la historia.

      El incidente del manuscrito despertó en cierta manera mis antiguas aficiones literarias. Me pareció ver en él la armazón de una novela. Fué para mí, realmente, como si el antiguo Inspector, con su traje de hace cien años, y su inmortal peluca, sepultada con él, pero que no pereció en el sepulcro, me hubiera visitado en la desierta habitación de la Aduana. Su porte tenía toda la dignidad de quien había desempeñado un empleo de Su Majestad Británica, y estaba iluminado, por lo tanto, con un rayo del esplendor que tan deslumbrantemente brilla en rededor del trono. ¡Ah! ¡Cuán diferente es el aspecto de un empleado de la República que, siendo un servidor del pueblo, se considera punto menos que un cualquiera, é inferior al más ínfimo de sus señores! Imaginé que con su mano espectral, la majestuosa figura del Inspector Pue me había dado el símbolo escarlata y el pequeño manuscrito que lo explicaba; y que también con su voz espectral me había exhortado á que, como una prueba de deber filial y de respeto hacia él, – que podía considerarse oficialmente mi antepasado, – diese al público sus lucubraciones ya mohosas y roídas por la polilla. – "Haz esto," – dijo el espectro del Sr. Inspector Pue con un movimiento de cabeza que parecía tan imponente como su imperecedera peluca, – "haz esto, y el lucro será todo tuyo. Pronto lo necesitarás, pues estos tiempos no son como los míos en que los empleos eran vitalicios, y á veces hereditarios. Pero te pido que en este asunto de la anciana Señora Prynne, no olvides honrar como se debe la memoria de tu predecesor." – Y yo respondí al espectro del Sr. Inspector Pue: – "Lo haré."

      Por consiguiente, dediqué mis pensamientos á la historia de Ester Prynne, que fué objeto de mis meditaciones muchas y muchas horas, mientras me paseaba á lo largo de mi habitación, ó atravesaba cien y cien veces el espacio, nada corto por cierto, que mediaba entre la puerta principal de la Aduana y una de las laterales. Grandes eran el fastidio y la molestia que experimentaban el octogenario empleado y los pesadores y aforadores, cuyo sueño se veía perturbado implacablemente por la acompasada y constante resonancia de mis pasos, de ida y vuelta en mi continuo andar. Mis subordinados, recordando sus antiguas ocupaciones, acostumbraban decir que el Inspector se estaba paseando en la toldilla del buque. Probablemente imaginaban que mi único objeto era despertar el apetito. Y en puridad de verdad, el único resultado valioso de mi infatigable ejercicio de piernas era el desarrollo de un buen apetito, aguzado por las ráfagas del viento del Este, que generalmente soplaba en aquel lugar. Pero tan poco favorable era la atmósfera de la Aduana para el cultivo de las delicadas producciones del espíritu, que si yo hubiera permanecido allí cuarenta años, dudo mucho que la historia de LA LETRA ESCARLATA hubiese visto jamás la luz pública. Mi cerebro se había convertido en un espejo empañado que no reflejaba las figuras con que trataba de poblarlo, ó si lo hacía era vaga y confusamente. Los personajes de mi narración no querían entrar en calor, ni podía yo convertirlos en materia dúctil con ayuda del fuego que ardía en mi imaginación. Ni me era posible conseguir que los inflamara la llama de la pasión, ni que experimentasen la ternura de sentimientos delicados, sino que conservaban toda la rigidez de cuerpos sin vida, que fijaban en mí sus horribles miradas como si me retaran desdeñosamente. Parecía que me apostrofaban diciéndome: "¿Qué tienes tú que ver con nosotros? La escasa facultad que en un tiempo poseíste para manejar las creaciones de la fantasía, ha desaparecido. La trocaste en cambio de un poco del oro del público. Vete á ganar tu sueldo." En una palabra: las inertes criaturas, hijas de mi imaginación, me tachaban de imbecilidad, y no sin algún fundamento.

      Y no solo durante las tres horas y media que consagraba diariamente al desempeño de mis deberes en la Aduana sentía aquella especie de parálisis, sino que me acompañaba en mis paseos por la orilla del mar y por los campos, cuando, lo que no era frecuente, buscaba el vigorizador encanto de la naturaleza que tanta frescura y actividad de pensamiento me infundía desde el instante que traspasaba el umbral de la Antigua Mansión. Ese mismo marasmo intelectual no me abandonaba en mi casa, ni aún en la habitación que, sin saber á derechas por qué, llamaba yo mi gabinete de estudio. Ni tampoco desaparecía cuando, muy entrada la noche, me encontraba solo en mi salón desierto, iluminado únicamente por el resplandor del fuego que ardía en la chimenea y la luz melancólica de la luna, y trataba de representarme escenas imaginarias que me prometía fijar al día siguiente en páginas de brillante descripción.

      Si las facultades creadoras se niegan á funcionar á semejante hora, hay que perder toda esperanza de que jamás puedan hacerlo. La luz de la luna, en una habitación que nos es familiar, dando de lleno en la alfombra y dejando ver con toda claridad las figuras en ella dibujadas, y haciendo igualmente visibles todos los objetos, por pequeños que sean, aunque de un modo diferente que á la luz de la mañana ó del mediodía, – es la situación más apropiada para que un novelista entre en conocimiento con sus huéspedes ilusorios. Ahí está el espectáculo doméstico que conocemos perfectamente: las sillas, cada una con su distinta individualidad; la mesa del centro, con uno ó dos volúmenes y una lámpara apagada; el sofá; el estante de libros; el cuadro que cuelga en la pared: todos estos detalles, que se ven de una manera tan completa, se presentan sin embargo tan idealizados por la misteriosa luz de la luna, que se diría que pierden su verdadera realidad para convertirse en cosas espirituales. Nada hay que sea demasiado pequeño ó insignificante para que se libre de esta transformación, adquiriendo con ella cierta dignidad. El zapatito de un niño; la muñeca, sentada en su cochecito; el caballito de madera, – en una palabra, cualquier objeto que se hubiere usado ó con que se hubiere jugado durante el día, reviste ahora un aspecto extraño y singular, aunque sea tan perfectamente visible como con la claridad del sol. De este modo el suelo de nuestro cuarto se ha convertido en una especie de terreno en que lo real y lo imaginario se confunden; algo así como una región intermediaria entre nuestro mundo positivo y el país de las hadas. Aquí podrían entrar los espectros sin causarnos temor: y de tal manera se adaptarían al medio ambiente, que no experimentaríamos sorpresa alguna si, al dirigir la vista á nuestro alrededor, descubriéramos la forma de un sér querido, aunque ya ausente de este mundo, sentada tranquilamente á la luz de este mágico rayo de luna, con un aspecto tal, que nos haría dudar si es que ha regresado de la región ignota, ó si nunca se alejó del hogar doméstico.

      La dudosa claridad que esparcen los carbones encendidos que arden en la chimenea, tiende á producir el efecto que he tratado de describir. Vierten una luz suave en toda la habitación, acompañada de una ligera tinta rojiza en las paredes y en el cielo raso, y de un débil reflejo del pulido barniz de los muebles. Esta luz, más caliente, se mezcla con la frialdad de los rayos de la luna, y puede decirse que dota de corazón, de ternura y de sensibilidad humana, las formas que evoca la fantasía. De imágenes de nieve que son, las convierte en hombres y mujeres. Dando una mirada al espejo, contemplamos la moribunda llama de los carbones medio extinguidos, los pálidos rayos de la luna en el pavimento, y una reproducción de toda la luz y sombra del cuadro, que nos aleja más de lo real y nos acerca más á lo imaginario. En tal hora, pues, y con semejante espectáculo á la vista, si un hombre sentado solo en las altas horas de la noche, no puede idear cosas extrañas y conseguir que tengan éstas un aire de realidad, debe abandonar para siempre toda tentativa de escribir novelas.

      Por lo que á mí hace, durante todo el tiempo que permanecí en la Aduana, la luz del sol ó de la luna, ó el resplandor de la lumbre de la chimenea, eran idénticos en sus efectos; y tanto importaban, para el caso, como la mísera llama de una vela de sebo. Cierto género de aptitudes y de sensibilidad, juntamente con un don especial para sacar partido de ellas, – ni muy grande ni de mucho valor por lo demás, pero lo mejor de que yo podía disponer, – había desaparecido por completo.

      Creo, sin embargo, que si hubiera ensayado las fuerzas en otra clase de composiciones, no habría

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