La letra escarlata. Hawthorne Nathaniel

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La letra escarlata - Hawthorne Nathaniel

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los gigantescos pinos y robles que le prestaron sombra, ó si, como cuenta la tradición, brotó bajo las pisadas de la santa Ana Hutchinson12 cuando entró en la cárcel. Sea de ello lo que fuere, puesto que lo encontramos en el umbral de nuestra narración, por decirlo así, no podemos menos que arrancar una de sus flores y ofrecérsela al lector, esperando que simbolice alguna apacible lección de moral, ya se desprenda de estas páginas, ó ya sirva para mitigar el sombrío desenlace de una historia de fragilidad humana y de dolor.

      II

      LA PLAZA DEL MERCADO

      EL pradillo frente á la cárcel, del cual hemos hecho mención, se hallaba ocupado hace unos doscientos años, en una mañana de verano, por un gran número de habitantes de Boston, todos con las miradas dirigidas á la puerta de madera de roble con puntas de hierro. En cualquiera otra población de la Nueva Inglaterra, ó en un período posterior de su historia, nada bueno habría augurado el aspecto sombrío de aquellos rostros barbudos; se habría dicho que anunciaba la próxima ejecución de algún criminal notable, contra el cual un tribunal de justicia había dictado una sentencia, que no venía á ser sino la confirmación de la expresada por el sentimiento público. Pero dada la severidad natural del carácter puritano en aquellos tiempos, no podía sacarse semejante deducción, fundándola sólo en el aspecto de las personas allí reunidas: tal vez algún esclavo perezoso, ó algún hijo desobediente entregado por sus padres á la autoridad civil, recibían un castigo en la picota. Pudiera ser también que un cuákero ú otro individuo perteneciente á una secta heterodoxa, iba á ser expulsado de la ciudad á punta de látigo; ó acaso algún indio ocioso y vagamundo, que alborotaba las calles en estado de completa embriaguez, gracias al aguardiente de los blancos, iba á ser arrojado á los bosques á bastonazos; ó tal vez alguna hechicera, como la anciana Señora Hibbins, la mordaz viuda del magistrado, iba á morir en el cadalso. Sea de ello lo que fuere, había en los espectadores aquel aire de gravedad que cuadraba perfectamente á un pueblo para quien religión y ley eran cosas casi idénticas, y en cuyo carácter se hallaban ambos sentimientos tan completamente amalgamados, que cualquier acto de justicia pública, por benigno ó severo que fuese, asumía igualmente un aspecto de respetuosa solemnidad. Poca ó ninguna era la compasión que de semejantes espectadores podía esperar un criminal en el patíbulo. Pero por otra parte, un castigo que en nuestros tiempos atraería cierto grado de infamia y hasta de ridículo sobre el culpable, se revestía entonces de una dignidad tan sombría como la pena capital misma.

      Merece notarse que en la mañana de verano en que comienza nuestra historia, las mujeres que había mezcladas entre la multitud, parecían tener especial interés en presenciar el castigo cuya imposición se esperaba. En aquella época las costumbres no habían adquirido ese grado de pulimento en que la idea de las consideraciones sociales pudiera retraer al sexo femenino de invadir las vías públicas, y si la oportunidad se presentaba, de abrir paso á su robusta humanidad entre la muchedumbre, para estar lo más cerca posible del cadalso, cuando se trataba de una ejecución. En aquellas matronas y jóvenes doncellas de antigua estirpe y educación inglesa había, tanto moral como físicamente, algo más tosco y rudo que en sus bellas descendientes, de las que están separadas por seis ó siete generaciones; porque puede decirse que cada madre, desde entonces, ha ido trasmitiendo sucesivamente á su prole un color menos encendido, una belleza más delicada y menos duradera, una constitución física más débil, y aun quizás un carácter de menos fuerza y solidez. Las mujeres que estaban de pie cerca de la puerta de la cárcel en aquella hermosa mañana de verano, mostraban rollizas y sonrosadas mejillas, cuerpos robustos y bien desarrollados con anchas espaldas; mientras que el lenguaje que empleaban las matronas tenía una rotundidad y desenfado que en nuestros tiempos nos llenaría de sorpresa, tanto por el vigor de las expresiones cuanto por el volumen de la voz.

      – Honradas esposas, – dijo una dama de cincuenta años, de facciones duras, – voy á deciros lo que pienso. Redundaría en beneficio público si nosotras, las mujeres de edad madura, de buena reputación, y miembros de una iglesia, tomásemos por nuestra cuenta la manera de tratar á malhechoras como la tal Ester Prynne. ¿Qué pensáis, comadres? Si esa buena pieza tuviera que ser juzgada por nosotras, las cinco que estamos aquí, ¿saldría acaso tan bien librada como ahora con una sentencia cual la dictada por los venerables magistrados? ¡No por cierto!

      – Buenas gentes, decía otra, se corre por ahí que el Reverendo Sr. Dimmesdale, su piadoso pastor espiritual, se aflige profundamente de que escándalo semejante haya sucedido en su congregación.

      – Los magistrados son caballeros llenos de temor de Dios, pero en extremo misericordiosos, esto es la verdad, – agregó una tercera matrona, ya entrada en la madurez de su otoño. – Á lo menos deberían haber marcado con un hierro hecho ascua la frente de Ester Prynne. Yo os aseguro que Madama Ester habría sabido entonces lo que era bueno. Pero qué le importa á esa zorra lo que le han puesto en la cotilla de su vestido. Lo cubrirá con su broche, ó con algún otro de esos adornos paganos en boga, y la veremos pasearse por las calles tan fresca como si tal cosa.

      – ¡Ah! – dijo una mujer joven, casada, que parecía de natural más suave y llevaba un niño de la mano, – dejadla que cubra esa marca como quiera; siempre la sentirá en su corazón.

      – ¿Qué estamos hablando aquí de marcas ó sellos infamantes, ya en el corpiño del traje, en las espaldas ó en la frente? – gritó otra, la más fea así como la más implacable de aquellas que se habían constituído jueces por sí y ante sí. – Esta mujer nos ha deshonrado á todas, y debe morir. ¿No hay acaso una ley para ello? Sí, por cierto: la hay tanto en las Sagradas Escrituras como en los Estatutos de la ciudad. Los magistrados que no han hecho caso de ella, tendrán que culparse á sí propios, si sus esposas ó hijas se desvían del buen sendero.

      – ¡El cielo se apiade de nosotros! buena dueña, – exclamó un hombre – ¿no hay por ventura más virtud en la mujer que la debida al temor de la horca? Nada peor podría decirse. Silencio ahora, vecinas, porque van á abrir la puerta de la cárcel y ahí viene en persona Madama Ester.

      La puerta de la cárcel se abrió en efecto, y apareció en primer lugar, á semejanza de una negra sombra que sale á la luz del día, la torva y terrible figura del alguacil de la población, con la espada al cinto y en la mano la vara, símbolo de su empleo. El aspecto de este personaje representaba toda la sombría severidad del Código de leyes puritanas, que estaba llamado á hacer cumplir hasta la última extremidad. Extendiendo la vara de su oficio con la mano izquierda, puso la derecha sobre el hombro de una mujer joven á la que hacía avanzar, empujándola, hasta que, en el umbral de la prisión, aquella le repelió con un movimiento que indicaba dignidad natural y fuerza de carácter, y salió al aire libre como si lo hiciera por su propia voluntad. Llevaba en los brazos á un tierno infante de unos tres meses de edad, que cerró los ojos y volvió la carita á un lado, esquivando la demasiada claridad del día, cosa muy natural como que su existencia hasta entonces la había pasado en las tinieblas de un calabozo, ó en otra habitación sombría de la cárcel.

      Cuando aquella mujer joven, madre de la tierna criatura, se halló en presencia de la multitud, fué su primer impulso estrechar á la niñita contra el seno, no tanto por un acto de afecto maternal, sino más bien como si quisiera de ese modo ocultar cierto signo labrado ó fijado en su vestido. Sin embargo, juzgando, tal vez cuerdamente, que una prueba de vergüenza no podría muy bien ocultar otra, tomó la criaturita en brazos, y con rostro lleno de sonrojo, pero con sonrisa altiva y ojos que no permitían ser humillados, dió una mirada á los vecinos que se hallaban en torno suyo. Sobre el corpiño de su traje, en un paño de un rojo brillante, y rodeada de bordado primoroso y fantásticos adornos de hilos de oro, se destacaba la letra A. Estaba hecha tan artísticamente, y con tal lujo de caprichosa fantasía, que producía el efecto de ser el ornato final y adecuado de su vestido, que tenía todo el esplendor compatible con el gusto de aquella época, excediendo en mucho á lo permitido por las leyes suntuarias de la colonia.

      Aquella

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<p>12</p>

Ana Hutchinson fué una mujer notable por sus virtudes y sus ideas en materia de religión. Nacida en Inglaterra hacia 1590, vino á Boston con su familia en 1634, y comenzó á dar conferencias religiosas. Por desgracia para ella, sus doctrinas no eran las que profesaban los puritanos de la Nueva Inglaterra, quienes alarmados al ver los prosélitos que hacía, la acusaron de hereje y sediciosa, y la desterraron de la Provincia de Massachusetts, con muchos de sus partidarios, después de haberla tenido en prisión algún tiempo. En 1643 fué asesinada por los indios, juntamente con varios miembros de su familia. – N. del T.