La letra escarlata. Hawthorne Nathaniel

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La letra escarlata - Hawthorne Nathaniel

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grave y serio en los años subsecuentes, un cuadro siendo precisamente tan vivo y animado como el otro, como si todos fueran de igual importancia, ó todos un simple juego. Tal vez era aquello un recurso que instintivamente encontró su espíritu para librarse, por medio de la contemplación de estas visiones de su fantasía, de la abrumadora pesadumbre de la realidad presente.

      Pero sea de ello lo que fuere, el tablado de la picota era una especie de mirador que revelaba á Ester todo el camino que había recorrido desde los tiempos de su feliz infancia. De pie en aquella triste altura, vió de nuevo su aldea nativa en la vieja Inglaterra y su hogar paterno: una casa semi-derruida de piedra obscura, de un aspecto que revelaba pobreza, pero que conservaba aún sobre el portal, en señal de antigua hidalguía, un escudo de armas medio borrado. Vió el rostro de su padre, de frente espaciosa y calva y venerable barba blanca que caía sobre la antigua valona del tiempo de la reina Isabel de Inglaterra. Vió también á su madre, con aquella mirada de amor llena de ansiedad y de cuidado, siempre presente en su recuerdo y que, aún después de su muerte, con frecuencia y á manera de suave reproche, había sido una especie de preventivo en la senda de su hija. Vió su propio rostro, en el esplendor de su belleza juvenil é iluminando el opaco espejo en que acostumbraba mirarse. Allí contempló otro rostro, el de un hombre ya entrado en años, pálido, delgado, con fisonomía de quien se ha dedicado al estudio, ojos turbios y fatigados por la lámpara á cuya luz leyó tanto ponderoso volumen y meditó sobre ellos. Sin embargo, esos mismos fatigados ojos tenían un poder extraño y penetrante cuando el que los poseía deseaba leer en las conciencias humanas. Esa figura era un tanto deformada, con un hombro ligeramente más alto que el otro. Después vió surgir en la galería de cuadros que le iba presentando su memoria, las intrincadas y estrechas calles, las altas y parduscas casas, las enormes catedrales y los edificios públicos de antigua fecha y extraña arquitectura de una ciudad europea, donde le esperaba una nueva vida, siempre relacionándose con el sabio y mal formado erudito. Finalmente, en lugar de estas escenas y de esta especie de variable panorama, se le presentó la ruda plaza del mercado de una colonia puritana con todas las gentes de la población reunidas allí y dirigiendo las severas miradas á Ester Prynne, – sí, á ella misma, – que estaba en el tablado de la picota, con una tierna niña en los brazos, y la letra A, de color escarlata, fantásticamente bordada con hilo de oro, sobre su seno.

      ¿Sería aquello verdad? Estrechó á la criaturita con tal fuerza contra el seno, que la hizo dar un grito: bajó entonces los ojos, y fijó las miradas en la letra escarlata, y aún la palpó con los dedos para tener la seguridad de que tanto la niñita como la vergüenza á que estaba expuesta eran reales. Sí: eran realidades – ¡todo lo demás se había desvanecido!

      III

      EL RECONOCIMIENTO

      DE esta intensa sensación y convencimiento de ser el objeto de las miradas severas y escudriñadoras de todo el mundo, salió al fin la mujer de la letra escarlata al percibir, en las últimas filas de la multitud, una figura que irresistiblemente embargó sus pensamientos. Allí estaba en pie un indio vestido con el traje de su tribu; pero los hombres de piel cobriza no eran visitas tan raras en las colonias inglesas, que la presencia de uno pudiera atraer la atención de Ester en aquellas circunstancias, y mucho menos distraerla de las ideas que preocupaban su espíritu. Al lado del indio, y evidentemente en compañía suya, había un hombre blanco, vestido con una extraña mezcla de traje semi-civilizado y semi-salvaje.

      Era de pequeña estatura, con semblante surcado por numerosas arrugas y que sin embargo no podía llamarse el de un anciano. En los rasgos de su fisonomía se revelaba una inteligencia notable, como la de quien hubiera cultivado de tal modo sus facultades mentales, que la parte física no podía menos que amoldarse á ellas y revelarse por rasgos inequívocos. Aunque merced á un aparente desarreglo de su heterogénea vestimenta había tratado de ocultar ó disimular cierta peculiaridad de su figura, para Ester era evidente que uno de los hombros de este individuo era más alto que el otro. No bien hubo percibido aquel rostro delgado y aquella ligera deformidad de la figura, estrechó á la niña contra el pecho, con tan convulsiva fuerza, que la pobre criaturita dió otro grito de dolor. Pero la madre no pareció oirlo.

      Desde que llegó á la plaza del mercado, y algún tiempo antes que ella le hubiera visto, aquel desconocido había fijado sus miradas en Ester. Al principio, de una manera descuidada, como hombre acostumbrado á dirigirlas principalmente dentro de sí mismo, y para quien las cosas externas son asunto de poca monta, á menos que no se relacionen con algo que preocupe su espíritu. Pronto, sin embargo, las miradas se volvieron fijas y penetrantes. Una especie de horror puede decirse que retorció visiblemente su fisonomía, como serpiente que se deslizara ligeramente sobre las facciones, haciendo una ligera pausa y verificando todas sus circunvoluciones á la luz del día. Su rostro se obscureció á impulsos de alguna poderosa emoción que pudo sin embargo dominar instantáneamente, merced á un esfuerzo de su voluntad, y de tal modo, que excepto un rápido instante, la expresión de su rostro habría parecido completamente tranquila. Después de un breve momento, la convulsión fué casi imperceptible, hasta que al fin se desvaneció totalmente. Cuando vió que las miradas de Ester se habían fijado en las suyas, y notó que parecía haberle reconocido, levantó lenta y tranquilamente el dedo, hizo una señal con él en el aire, y lo llevó á sus labios.

      Entonces, tocando en el hombro á una de las personas que estaban á su lado, le dirigió la palabra con la mayor cortesía, diciéndole:

      – Le ruego á Vd., buen señor, se sirva decirme ¿quién es esa mujer, y por qué la exponen de tal modo á la vergüenza pública?

      – Vd. tiene que ser un extranjero recién llegado, amigo, – le respondió el hombre, dirigiendo al mismo tiempo una mirada curiosa al que hizo la pregunta y á su salvaje compañero, – de lo contrario habría Vd. oído hablar de la Señora Ester Prynne y de sus fechorías. Ha sido motivo de un gran escándalo en la iglesia del santo varón Dimmesdale.

      – De veras, replicó el otro. Yo soy aquí forastero; y muy contra mi voluntad he estado recorriendo el mundo, habiendo padecido contratiempos de todo género por mar y tierra. He permanecido en cautiverio entre los salvajes mucho tiempo, y vengo ahora en compañía de este indio para redimirme. Por lo tanto ¿quiere Vd. tener la bondad de referirme los delitos de Ester Prynne (creo que así se llama), y decirme qué es lo que la ha conducido á ese tablado?

      – Con mucho gusto, amigo mío, y me parece que se alegrará Vd. en extremo, después de todo lo que ha padecido Vd. entre los salvajes, dijo el narrador, de encontrarse en fin en una tierra donde la iniquidad se persigue y se castiga en presencia de los gobernantes y del pueblo, como se practica aquí, en nuestra buena Nueva Inglaterra. Debe Vd. saber, señor, que esa mujer fué la esposa de un cierto sabio, inglés de nacimiento, pero que había habitado mucho tiempo en Amsterdam, de donde hace años pensó venir á fijar su suerte entre nosotros aquí en Massachusetts. Con este objeto envió primeramente á su esposa, quedándose él en Europa mientras arreglaba ciertos asuntos. Pero en los dos años ó más que la mujer ha residido en esta ciudad de Boston, ninguna noticia se ha recibido del sabio caballero Señor Prynne; y su joven esposa, habiendo quedado entregada á su propia extraviada dirección…

      – ¡Ah! ¡ah! comprendo, le interrumpió el extraño con una amarga sonrisa. Un hombre tan sabio como ese de quien Vd. habla, debería de haber aprendido también eso en sus libros. Y ¿quién se dice, mi excelente señor, que es el padre de la criaturita, que parece contar tres ó cuatro meses de nacida, y que la Sra. Prynne tiene en los brazos?

      – En realidad amigo mío, ese asunto continúa siendo un enigma, y está por encontrarse quien lo descifre, respondió el interlocutor. Madama Ester rehusa hablar en absoluto, y los magistrados se han roto la cabeza en vano. Nada de extraño tendría que el culpable estuviera presente contemplando este triste espectáculo, desconocido á los hombres, pero olvidando que Dios le está viendo.

      – El sabio marido, dijo el extranjero

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