El mundo prodigioso de los ángeles. Susana Rodriguez
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El ángel constituye una de las figuras con las que más a menudo nos tropezamos al referirnos al problema de lo divino. Se encuentra siempre presente en las distintas creencias, incluso a través de imágenes diferentes. Concretamente, en Occidente, cabe decir que el IV Concilio Lateranense, en 1215, reconoció la cuestión como un artículo de fe.
Antiguamente, los ángeles gozaron de una enorme fortuna y popularidad que se extendió a través de la reflexión teológica y, básicamente, de las leyendas, la literatura y el arte. En cambio, los hombres de nuestro siglo han encerrado generalmente a los ángeles entre los recuerdos, dulces y a veces añorados con nostalgia, de la infancia.
La verdad es que en el siglo XX importantes autores y estudiosos como Henri Corbin, Daniélou, Maritain, Bulgákov, Von Balthasar y De Lubac han realizado interesantes reflexiones sobre los ángeles; sin embargo, cabe señalar que la angelología se encuentra ausente de la teología de nuestro siglo, ya que, según ella, los ángeles forman parte de aquellas mitologías cristianas cuyo destino es desaparecer.
Por fortuna, en estos últimos años se ha manifestado una fuerte tendencia totalmente contraria: los ángeles están volviendo con fuerza al primer plano – si puede aplicarse este término al referirnos a unos seres tan dulces y livianos– y están suscitando un apasionado interés en todos los niveles de la sociedad y en todo el mundo.
El profesor universitario Giorgio Galli, ilustre politólogo y estudioso de las culturas esotéricas, ha escrito: «Los ángeles que han aparecido de nuevo, en estos años, en las sociedades occidentales no son los de la tradición cristiana y católica. No son los mensajeros de la divinidad, como aclara la etimología de la palabra. No son los conductores del ejército celestial, con el arcángel Miguel al frente, que desafían al ejército del demonio. No son los ángeles de la guarda de la tradición, presentes en la infancia de las generaciones nacidas hasta la Segunda Guerra Mundial. Los ángeles que han aparecido ahora son diferentes. Creo que puede decirse que son los ángeles de la nueva era: formas de energía con las cuales quienes creen en ellas pueden entrar en comunicación; también mandan mensajes, pero no solamente los del Dios de la tradición judeocristiana, sino procedentes de las más diversas entidades, desde sabios de las eras antiguas a habitantes de los mundos más remotos. También actúan de acompañantes en otras dimensiones, como ángeles de luz, cuya aparición constituiría una experiencia común a todas aquellas personas que acaban de salir de un coma profundo, como documentan los investigadores de este campo».[1]
Ideas y teorías sobre los ángeles
El problema de los ángeles, si puede llamarse así, ha suscitado desde siempre un gran interés y una fuerte implicación por parte de un número verdaderamente imponente de historiadores, pensadores, científicos, teólogos, místicos, filósofos, investigadores, poetas, escritores y hombres de cultura.
Santo Tomás de Aquino, llamado con mucho acierto Doctor Angélico, está considerado como el mayor pensador cristiano de la Edad Media y su filosofía se ha convertido en la doctrina oficial de la Iglesia católica. En su Suma teológica afirma que el ángel de la guarda se encuentra siempre cerca del hombre, durante la vida y su paso al más allá. Anteriormente, el apologista cristiano del siglo III, Tertuliano, afirmaba que el alma, al llegar al otro mundo, «se estremece de gozo al ver el rostro de su ángel, que se apresura a conducirla a la morada que se le ha destinado». Es curioso ver cómo estas afirmaciones encuentran paralelismos en las observaciones que han hecho numerosos científicos contemporáneos dedicados al estudio de las experiencias cercanas a la muerte.
John Milton, el sobresaliente poeta inglés del siglo XVII, sostenía en su obra El paraíso perdido: «Millones de criaturas espirituales se mueven, sin ser vistas, sobre la tierra, cuando estamos despiertos y cuando dormimos».
El testimonio de Swedenborg
En nuestra pequeña galería de místicos que han vivido experiencias angelicales se merece un puesto de excepción Emmanuel Swedenborg por tres motivos: porque no se trataba de un «corazón sencillo», sino de un hombre dotado de una cultura excepcional, un auténtico intelectual y, además, un científico de gran relieve; porque pertenecía a la Iglesia protestante, que, a causa de su rígida lectura de la Biblia, siempre ha sido extremadamente desconfiada respecto a las experiencias místicas, a las que considera como potenciales desviaciones individualistas frente a la palabra escrita; y, por último, porque las visiones de este hombre no tuvieron un carácter episódico, sino que se prolongaron durante décadas para producir una cantidad de informaciones sobre el más allá verdaderamente imponente.
Swedenborg nació en Estocolmo en el año 1688; era hijo de un obispo de la Iglesia luterana y recibió una formación religiosa muy profunda. De todos modos, su fe permaneció durante muchos años dormida, como una adhesión puramente mental y no íntimamente partícipe de determinados principios teológicos.
Sus principales intereses, cultivados en la Universidad de Uppsala, fueron la literatura, las lenguas y la música. Estuvo en Londres, en los Países Bajos y en París, donde empezó a sentirse atraído por las ciencias y tuvo el privilegio de estudiar con los mayores científicos de su época, como Newton y Halley.
Volvió a Suecia a la edad de veintiséis años, con una formidable cultura técnico-científica, y fue acogido como un gran científico por el rey Carlos III, quien le confió un importante trabajo en el campo minero y consintió que realizara algunos de sus muchos proyectos. Entre ellos se encontraban la creación de bombas, grúas, instalaciones mineras, estructuras militares para la defensa del país y diseños de submarinos y de coches voladores. Fue también un precursor de la teoría del magnetismo y uno de los padres de la cristalografía. El amplio abanico de sus intereses lo convirtió en una especie de Leonardo da Vinci del norte.
Durante cuarenta años trabajó apasionadamente en estos campos; escribió más de ciento cincuenta obras científicas y viajó por toda Europa, donde contactó con los mayores científicos contemporáneos. Su actividad científica se vio marcada por un enfoque mecanicista, aunque siempre estuvo templada por una concepción espiritual del cosmos y de la vida.
A la edad de cincuenta y seis años sufrió un profundo cambio. La psique humana se había convertido gradualmente en el principal objeto de sus intereses como científico. Para estudiarla empezó por analizar sistemática mente sus propios sueños, que cada vez se convertían en más insólitos y misteriosos hasta transformarse en auténticas visiones. Swedenborg empezó, pues, a frecuentar habitualmente las inquietantes dimensiones del mundo espiritual. Mientras estudiaba a fondo la Biblia, recogía las experiencias vividas en sus viajes místicos y las revelaciones recibidas. Todo ello constituyó el contenido de más de cuarenta escritos, casi todos en latín, que le proporcionaron una vasta difusión en los ambientes místicos y teológicos de toda Europa.
Entre sus principales obras destacan las siguientes: Memorabilia (es decir, «El espíritu del mundo descubierto»), Arcana coelestia, De cultu et amore Dei o Diario espiritual. Se trata de unos textos que influyeron a poetas como Blake y Goethe, a filósofos como Kant y a psicólogos como Jung.
Después de su muerte en Londres en 1772, un grupo de discípulos suyos fundó la llamada Iglesia de la Nueva Jerusalén, formada por numerosas pequeñas comunidades swedenborgianas, todavía existentes en el continente europeo.
En sus textos, Swedenborg narra cómo sus viajes por lo invisible lo llevaron a contactar con Dios, con Cristo y con los ángeles.
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