El ángel caído. Massimo Centini
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¿Cómo podría morir si Dios me ordenó que me ocupara de todos los bebés varones hasta la circuncisión y de todas las hembras hasta los veinte años? Pero si me dejáis en paz, prometo que si veo vuestros nombres o sus iniciales cerca de un recién nacido, no lo mataré.
En la tradición popular, se afirmó principalmente el aspecto maligno de este demonio, con tonos que se relacionaban con las lamias y las brujas clásicas. En efecto, los Setenta y la Vulgata traducen Lilith con el término clásico de lamia:
Et occurrente daemonia onocentauris,
Et pilosus clamabit alter ad alterrum;
Ibi enbavit lamia,
Et invenit sibi requiem.
El nombre del mal toma cuerpo
En algunos libros del Antiguo Testamento, Satanás (que en hebreo equivale a «acusador», «adversario») se utiliza como nombre común, es decir, en minúsculas, ya que se trata de una criatura genérica y no de la expresión de un personaje definido, como ocurrió después en el Nuevo Testamento. Satanás, como nombre común, aparece, por ejemplo, en el Libro de Job (1, 6): «Con ellos también llega Satanás», y en el 1.er Libro de las crónicas (21, 1): «Satanás se levantó contra Israel y sedujo a David para que hiciera el censo de Israel».
En resumen, el diablo de la tradición veterotestamentaria se caracteriza por prerrogativas y comportamientos que lo convierten en una figura menos devastadora y, en ciertos aspectos, menos «bestial» de lo que parece en el Nuevo Testamento, en el que Satanás modela su fisonomía dominada por la mentira y el odio contra el género humano.
El fin del mundo (de la Biblia ilustrada, publicada en 1534 por Lutero en Wittenberg)
En el Nuevo Testamento, el término diabolos (mencionado 52 veces en el Evangelio) indica al tentador por excelencia, expulsado por Jesucristo y contra el cual luchan también los apóstoles. En estos textos, Satanás aparece continuamente como una figura dedicada a alterar la obra del bien, convirtiéndose en la esfinge del pecado y de la idolatría.
Judas Iscariote devorado por Lucifer (impresión de Bernardino Stagnino, Venecia, 1512)
En el Evangelio de San Juan, el diablo es el «príncipe de este mundo», aquel que en el Apocalipsis estará en el centro del enfrentamiento escatológico con el Hijo de Dios.
Con la afirmación del cristianismo, el paganismo pasó a ser culto a Satanás: Orígenes identificaba a los dioses paganos con los demonios – o ángeles caídos— creando los presupuestos para una tradición que se expandió como una mancha de aceite. El cristianismo medieval tuvo en los diablos unos «signos» muy concretos para poner en evidencia toda la maldad de Satanás y objetivar, a través de una serie de efectos infinitos, sus devastadores poderes. Se llegó incluso a calcular el número de demonios que actuaban en el mundo: 13.306.668, de los cuales 6.666 estaban capitaneados por Belcebú.
El trato cristiano sobre las jerarquías de los demonios y sobre sus «especializaciones» adopta muchas veces un tono completamente legendario, alimentado por creencias influenciadas también por reminiscencias religiosas del Medio Oriente.
A menudo se decía que los demonios estaban organizados en legiones, una tradición que tenía un estereotipo en el Nuevo Testamento. En efecto, el término tiene origen en el episodio del endemoniado de Gerasa, y se debe, en particular, a Marcos y Lucas:
¡Sal de este hombre, espíritu inmundo! Le preguntó: ¿Cuál es tu nombre? Él respondió: Legión es mi nombre, porque somos muchos. (Marcos 5, 1).
Jesús le preguntó: ¿Qué nombre tienes? Le respondió: Legión es mi nombre. Muchos demonios habían entrado en él. (Lucas 8, 26).
Partiendo de la base del testimonio evangélico, la demonología medieval elaboró teorías muy aventuradas, por las cuales no sólo contó el número de demonios, sino que también definió sus peculiaridades específicas. Según estos estudios, habría 72 diablos príncipes y 7.405.927 diablos súbditos repartidos en 111 legiones. Además, cada uno de nosotros tendría mil demonios a su izquierda y diez mil a su derecha: «Mil caerán a tu lado, diez mil a tu derecha» (Salmos 91, 7). Johan Weyer, en Pseudomonarchia daemonum, elaboró una lista de demonios refiriéndose al esquema que el pseudo-Dionisio había aplicado a los ángeles: en su estudio aparecen 68 nombres de príncipes demoniacos, a los que van a parar varias legiones.
El diablo, que busca siempre la perdición del género humano, según los Padres de la Iglesia no era activo por naturaleza, sino por decisión propia.
Santo Tomás también dice que los diablos no tienen sentimientos, que odian a Dios y, por tanto, son el origen de todos los pecados, cuyas principales culpas son la soberbia y la envidia.
Aunque en el Nuevo Testamento se describe al diablo de forma diferente, su papel no cambia y se centra siempre en las acciones que tienen por objetivo final la lucha contra Jesucristo. Los nombres recurrentes son:
• Maligno (Mateo 5, 37);
• Enemigo (Mateo 13, 39);
• Mentiroso (Juan 8, 44);
• Seductor (Apocalipsis 12, 9);
• Dios de este mundo (2.a Carta a los corintios 4, 4).
San Pablo, en sus Cartas, usa tres vocablos para referirse al diablo: satanas, diabolos y daimonion; pero en sus escritos también aparece el nombre de Belial de antigua tradición judaica, en el que nos hemos detenido anteriormente.
El recurso a la figura del diablo está particularmente marcada en San Pablo. En todas sus Cartas, la figura del Maligno se define con nitidez y también su acción, en dirección de la devastación de la obra divina, se expresa con claridad, como se ve en la Carta a los efesios (6, 10–17).
Antes de la llegada de Jesucristo, los hombres habían vivido en la culpa y en el pecado, pero con la llegada del Mesías, los hombres de buena voluntad deberán estar a punto para la lucha con el fin de hacer triunfar el bien:
En definitiva, reforzaos con el Señor y con su fuerza. Vestid la armadura entera de Dios para repeler las ingeniosas maquinaciones del diablo; no luchamos contra una naturaleza mortal, sino contra los principios, contra las fuerzas, contra los dominadores de este mundo oscuro, contra los espíritus malignos de las regiones celestes.
Por este motivo, debéis poneros la armadura de Dios para resistir en el día malvado y, después de haberlo predispuesto todo, obrad con firmeza. Seamos fuertes, con el cinturón de la verdad, la coraza de la justicia y los pies calzados con la prontitud que da el evangelio de la paz; en toda ocasión abrazando el escudo de la fe, con el cual podréis apagar todos los dardos de fuego del maligno; tomad el yelmo de la salvación y la espada del Espíritu, es decir, la Palabra de Dios.
Debe observarse que este texto es particularmente rico en referencias simbólicas relacionadas con la imagen de la batalla y de la lucha contra potencias de gran fuerza definidas como «príncipes» y «dominadores». Además, San Pablo se refiere a los demonios como