Cuando la tierra era niña. Nathaniel Hawthorne
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Azogue explicó a Perseo cómo se las arreglaban las Tres Mujeres Grises con su único ojo. Parece que tenían la costumbre de usarle por turno, como si hubiese sido un par de lentes o—cosa que les hubiese convenido mejor—un monóculo. Cuando una de las tres le había disfrutado durante algún tiempo, se le sacaba de la órbita y se le daba a otra de las hermanas, la cual inmediatamente se le ajustaba en la frente y gozaba un ratito de la vista del mundo. Fácil es de comprender por esto que sólo una de las mujeres veía, mientras las otras dos permanecían en la obscuridad, y además, en el instante en que el ojo estaba pasando de mano en mano, ninguna de las pobres señoras veía gota. He oído contar muchas cosas extrañas en mi vida y he visto bastantes; pero ninguna, a mi parecer, puede compararse con la rareza de estas Tres Mujeres Grises, todas mirando con un ojo solo.
Esto mismo pensó Perseo, y estaba tan lleno de asombro, que llegó a figurarse que su compañero se estaba burlando de él y que no existían en el mundo semejantes mujeres.
–Pronto te convencerás de si es verdad o no—observó Azogue—. Chiss, chiss, chiss… ¡Ya vienen!
Perseo miró ansiosamente a través de la obscuridad de la noche, y con seguridad, a poca distancia, vió a las Tres Mujeres Grises. Como la luz era tan escasa, no pudo darse cuenta exacta de qué caras tenían; sólo descubrió que sus cabellos eran largos y grises; y cuando se acercaron, vió cómo dos de ellas no tenían sino una órbita vacía en medio de la frente. Pero en medio de la frente de su hermana había un ojo brillante, que centelleaba como un diamante en una sortija, y tan penetrante parecía ser, que Perseo no pudo menos de pensar que poseía el don de ver en la media noche más obscura lo mismo que a mediodía. La vista de tres pares de ojos de persona estaba concentrada en aquel ojo único.
De este modo las tres ancianas se arreglaban, después de todo, casi tan cómodamente como si todas pudiesen ver a un tiempo. La que tenía el ojo en la frente llevaba a las otras dos de la mano, mirando intensamente en derredor suyo; tanto, que Perseo temía que pudiese atravesar con la vista la espesa zarza tras de la cual él y Azogue se habían escondido. ¡Decididamente, era terrible encontrarse al alcance de ojo tan penetrante!
Pero antes de llegar a la zarza, una de las Tres Mujeres Grises exclamó:
–¡Hermana, hermana Espanto, ya hace mucho tiempo que tienes puesto el ojo! Ahora me toca a mí.
–Déjamelo un momento más, hermana Pesadilla—respondió Espanto—. Me parece que veo algo detrás de aquella zarza.
–Bueno, ¿y qué?—respondió Pesadilla con malos modos—. ¿No puedo yo ver tan bien como tú lo que haya detrás de la zarza? El ojo es tan mío como tuyo, y me parece que sé usarle tan bien como tú, por no decir mejor. Quiero que me lo entregues inmediatamente.
Pero al llegar aquí, la tercera hermana, cuyo nombre era Quebrantahuesos, empezó a quejarse, y dijo que a ella era a quien le tocaba tener el ojo, y que Pesadilla y Espanto siempre le querían sólo para ellas. Para terminar la disputa, Espanto se quitó el ojo de la frente y le levantó en la mano.
–Pues tomadle vosotras, y sea de quien quiera—exclamó—, y acabemos con esta disputa necia. Por mi parte, me alegraré muchísimo de estar un rato en la obscuridad. Agarrarle pronto, o me lo vuelvo a poner en la frente.
Pesadilla y Quebrantahuesos extendieron las manos, procurando ansiosamente arrebatar el ojo de la mano de Espanto. Pero como las dos estaban ciegas, no acertaban a encontrar la maño de su hermana; y como en aquel momento Espanto estaba tan ciega como ellas, tampoco acertaba a poner el ojo en sus manos. Así, como comprenderéis fácilmente, las tres viejas estaban en grandísimo apuro. Porque aunque el ojo brillaba y centelleaba como una estrella, ninguna de las tres mujeres alcanzaba una sola chispa de su luz, y estaban todas en obscuridad completa por su demasiada impaciencia por ver.
A Azogue le divertía tanto ver a Pesadilla y a Quebrantahuesos esforzándose en vano por encontrar a su hermana Espanto, que apenas podía contener la risa.
–Ha llegado el momento—dijo en voz muy baja a Perseo—. Vivo, vivo, antes de que alguna pueda pescar el ojo. ¡Quítaselo de la mano!
Y en un instante, mientras las Tres Mujeres Grises seguían disputando, Perseo saltó de detrás de la zarza y se hizo dueño de la presa. El ojo maravilloso, al pasar a su mano, centelleó más brillante que nunca, y pareció mirarle a la cara con aire de inteligencia, con la misma expresión que si hubiese tenido un par de párpados para hacer un guiño. Las Tres Mujeres Grises no sabían nada de lo que había sucedido, y suponiendo cada una de ellas que el ojo estaba en poder de una de las otras, empezaron a disputar de nuevo. Por fin, Perseo no quiso que las pobres viejas se insultasen más de lo necesario, y creyó que había llegado el momento de las explicaciones.
–Señoras mías—dijo—, tengan ustedes la bondad de no disgustarse unas con otras. Si hay aquí algún culpable, ese soy yo, porque tengo el honor de llevar en la mano vuestro brillantísimo y excelentísimo ojo.
–¡Tú, tú tienes nuestro ojo! ¿Y quién eres tú?—chillaron a un tiempo las Tres Mujeres Grises. Porque, naturalmente, se asustaron muchísimo al oir una voz extraña y comprender que su vista había caído en manos no sabían de quién—. ¡Ay, hermanas, hermanas! ¿Qué vamos a hacer? ¡Todas estamos en la obscuridad! ¡Danos nuestro ojo precioso y único! ¡Tú tienes dos para ti solo!
–Diles—apuntó Azogue a Perseo—que se lo entregarás en cuanto te hayan dicho dónde puedes encontrar a las Ninfas que tienen las sandalias que vuelan, el saco mágico y el yelmo de la invisibilidad.
–Mis queridas, buenas y admirables señoras—dijo Perseo, dirigiéndose a las Tres Mujeres Grises—: no hay motivo para que se asusten ustedes de ese modo. No soy un malvado, ni mucho menos. Les devolveré a ustedes el ojo sano y salvo, brillante como nunca, en cuanto me digan dónde puedo encontrar a las Ninfas.
–¿A las Ninfas? ¡Pobres de nosotras, hermanas! ¿Qué dice este hombre?—gritó Espanto—. La gente asegura que hay muchísimas Ninfas: unas que se pasan la vida cazando en los bosques, otras que viven entre los árboles, otras que tienen cómoda habitación en el agua de las fuentes. De ninguna sabemos nada nosotras. Somos tres ancianas desdichadas, que vamos caminando en la obscuridad, que nunca hemos tenido más que un ojo para las tres, y ahora nos lo han robado. ¡Devuélvenosle, buen desconocido; quienquiera que seas, devuélvenosle!
Y las tres mujeres extendían la mano, intentando coger a Perseo. Pero él tenía buen cuidado de mantenerse fuera de su alcance.
–Respetables señoras mías—dijo, porque su madre le había enseñado a emplear siempre la mayor cortesía—: tengo el ojo en la mano, y lo conservaré con el mayor cuidado hasta que tengan ustedes la amabilidad de decirme dónde están las Ninfas. Las que yo voy buscando son las que tienen el saco encantado, las sandalias que vuelan y… ¿cómo se llama?… ¡ah, sí!, el yelmo de la invisibilidad.
–¡Desgraciadas de nosotras, hermanas! ¿De qué habla este joven?—exclamaron Espanto, Pesadilla y Quebrantahuesos, dirigiéndose unas a otras con gran apariencia de asombro—. ¡Un par de sandalias que vuelan! Pero, ¿no comprende que si tuviera la locura de ponerse semejante calzado, los pies le echarían a volar por encima de la cabeza? ¡Y un yelmo de invisibilidad! ¿Cómo puede un yelmo hacer invisible a un hombre, a no ser que le cubra de pies a cabeza? ¡Y, por si era poco, un saco encantado! ¿Qué clase de bolso será ese? No, no, buen amigo; no podemos decirte nada de todas esas maravillas. Tú tienes tus dos ojos, y nosotras uno para las tres; mejor podrás tú que nosotras, pobres mujeres ciegas, encontrar todo lo que necesitas.
Perseo, oyéndolas hablar de aquel modo, empezó a creer que, en realidad, las Tres