Cuando la tierra era niña. Nathaniel Hawthorne
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–No consientas que se burlen de ti—dijo—. Estas Tres Mujeres Grises son las únicas en el mundo que pueden decirte dónde encontrarás a las Ninfas, y si no consigues saberlo, nunca conseguirás cortar la cabeza de Medusa con los cabellos de serpientes. No te ablandes, y todo saldrá bien.
Y sucedió como Azogue decía. Hay pocas cosas que la gente quiera más que la vista de sus ojos. Y las Mujeres Grises querían al suyo como si hubiese sido media docena. Viendo que no había otro medio de recobrarlo, acabaron por decir a Perseo lo que necesitaba saber. Y en cuanto se lo hubieron dicho, él, con el mayor respeto, puso el ojo en la órbita vacía de una de sus frentes, les dió las gracias por su amabilidad y se despidió de ellas. Antes de que el joven se hubiese alejado lo bastante para dejar de oirlas, ya habían empezado otra disputa, porque dió la casualidad de que había entregado el ojo a Espanto, que ya había disfrutado de él antes de que empezase la cuestión con Perseo.
Es muy posible que las Tres Mujeres Grises tuvieran demasiada costumbre de turbar su armonía con peleas de esta clase; lo cual era muy de sentir, ya que no podían vivir unas sin otras y estaban, evidentemente, destinadas a ser compañeras inseparables. Como regla general aconsejo a todos, hermanos o hermanas, jóvenes o viejos, que no tengan más que un ojo para disfrutarle entre varios, que cultiven la tolerancia y no se empeñen en gozarle todos a un mismo tiempo.
Azogue y Perseo, entretanto, caminaban lo más de prisa que podían en busca de las Ninfas. Las viejas les habían dado indicaciones tan detalladas, que no tardaron mucho en encontrarlas. Eran muy distintas de Pesadilla, Quebrantahuesos y Espanto, porque en vez de ser viejas, eran jóvenes y bonitas; en vez de un ojo para tres, cada Ninfa tenía un par de ojos muy brillantes, que miraban a Perseo con la mayor amabilidad. Parecían ser muy amigas de Azogue, y cuando les contó la aventura que Perseo había emprendido, no pusieron dificultad alguna para entregarle los valiosos objetos que estaban confiados a su custodia. En primer lugar, trajeron lo que parecía ser una bolsa pequeña, hecha de piel de ciervo y primorosamente bordada, y le encargaron mucho que cuidase de ella, para no perderla. Éste era el saco encantado. Las Ninfas sacaron después un par de zapatos o sandalias con un lindo par de alas sujetas al talón de cada una.
–Póntelas, Perseo—dijo Azogue—. Con ellas te encontrarás tan ligero de pies como puedas desear para todo el resto del viaje.
Perseo empezó a ponerse una y dejó la otra en el suelo, a su lado. De repente la sandalia que había dejado abrió las alas y saltó del suelo, y probablemente hubiese echado a volar, si Azogue no hubiese dado un salto y la hubiese atrapado al vuelo.
–Ten más cuidado—dijo a Perseo—. Los pájaros se asustarían si viesen una sandalia volando a su lado.
Cuando Perseo se hubo calzado las dos sandalias maravillosas, se sintió demasiado ligero para andar por la tierra. Dió un paso o dos, y—¡oh, maravilla!—se levantó en el aire muy por encima de las cabezas de Azogue y de las Ninfas, y le costó mucho trabajo volver a bajar. Las sandalias con alas y todas las cosas de esta clase resultan muy difíciles de manejar hasta que uno se acostumbra a ellas. Azogue se echó a reir de la involuntaria ligereza de su compañero, y le dijo que era menester no apresurarse tanto, porque aún tenían que aguardar a que les trajesen el yelmo de la invisibilidad.
Las amables Ninfas sostenían el yelmo con su hermoso penacho de ondulantes plumas, dispuestas a ponérselo en la cabeza a Perseo. Y entonces sucedió el incidente más maravilloso de todos los que os vengo contando. El momento antes de que le pusieran el yelmo, allí estaba Perseo, joven, buen mozo, con ensortijada cabellera rubia y mejillas sonrosadas, con la retorcida espada en el cinto y el bien pulido escudo al brazo: figura que parecía hecha de valor, fuego y gloriosa luz. Pero en cuanto el yelmo se apoyó en su frente blanca, ¡nada se vió ya de Perseo! ¡Nada, sino el aire vacío! ¡Hasta el yelmo que le cubría con su invisibilidad se había desvanecido!
–¿Dónde estás, Perseo?—preguntó Azogue.
–Aquí—respondió Perseo tranquilamente, aunque su voz parecía salir de la transparente atmósfera—. Donde estaba ahora mismo. ¿No me ves?
–No te veo, no—respondió su amigo—. Estás oculto por el yelmo. Y si yo no te veo, tampoco te verán las Gorgonas. Sígueme, y probaremos qué tal maña te das para usar las sandalias con alas.
Con estas palabras, el gorro de Azogue abrió las alas, como si la cabeza fuese a volar separándose de los hombros; pero todo su cuerpo se levantó en el aire, y Perseo le siguió. Cuando hubieron subido unos cuantos metros, el joven empezó a sentir cuán delicioso era dejar abajo la tierra dura y poder volar como un pájaro.
Era ya completamente de noche. Perseo miró hacia arriba y vió la redonda, brillante y plateada luna, y pensó que le gustaría más que nada levantar el vuelo, llegar a ella y pasarse allí la vida. Entonces volvió a mirar hacia abajo y vió la Tierra con sus mares y sus lagos y el curso de plata de sus ríos, y los nevados picos de sus montañas, y lo ancho de sus campos, y la mancha obscura de sus bosques, y sus ciudades de mármol blanco.
Y con la luz de la luna cayendo sobre ella, era la Tierra tan hermosa como pudiera serlo la luna misma o cualquier otra estrella. Y sobre todo, vió la isla de Serifo, donde estaba su querida madre. Algunas veces, él y Azogue se acercaban a una nube que, de lejos, parecía estar hecha de vellones de plata, aunque cuando entraban en ella se encontraban mojados y llenos de frío por la niebla gris. Tan rápido era su vuelo, sin embargo, que en un instante salían de la nube otra vez a la luz de la luna. Una vez pasó casi rozando a Perseo un águila que volaba muy alto. Lo más hermoso de todo lo que vieron fueron los meteoros, que centelleaban repentinamente, como si en los aires se estuviesen quemando fuegos artificiales, y hacían palidecer la luz de la luna muchas millas en derredor.
Mientras los dos compañeros volaban uno junto a otro, Perseo creyó oir a su lado un ligero rumor, como si fuera el roce de un vestido: era al lado opuesto a aquel en que veía a Azogue. Miró con atención, pero no vió nada.
–¿De quién es este vestido—preguntó—que parece moverse a mi lado con la brisa?
–¡Oh! ¡Es el de mi hermana!…—respondió Azogue—. Viene con nosotros, como ya te lo había anunciado. Nada podríamos hacer si mi hermana no nos ayudase. No tienes idea de lo sabia que es. ¡Y tiene unos ojos…! En este momento te ve como si no fueras invisible, y apuesto cualquier cosa a que ella es la primera que divisa a las Gorgonas.
En su rápido viaje por los aires, habían ya
llegado a la vista del gran Océano, y pronto volaron sobre él. A lo lejos, las olas se amontonaban tumultuosamente en medio del mar o se rompían formando una ancha franja de espuma sobre los peñascos de la orilla, con un ruido que en el bajo mundo parecía el del trueno, pero que en lo alto llegaba a los oídos de Perseo como un suave murmullo, como la voz de un niño medio dormido. Precisamente en aquel momento una voz habló a su lado. Parecía ser de mujer, y era melodiosa, aunque no precisamente dulce, sino grave y serena.
–Perseo—dijo la voz—, ahí están las Gorgonas.
–¿Dónde?—exclamó Perseo—. ¡No las veo!
–En la costa de esa isla, debajo de ti—replicó la voz—. Si dejases caer una piedra, caería entre ellas.
–Ya te dije yo que ella era la primera que había de verlas—dijo Azogue a Perseo—. Y ahí están.
Abajo, en línea recta a unos mil metros de distancia, Perseo alcanzó a ver un islote y el mar rompiendo