Lo Que Nos Falta Por Hacer. Emmanuel Bodin

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Lo Que Nos Falta Por Hacer - Emmanuel  Bodin

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el camino de regreso a casa puse en orden mis emociones. Mientras subía, me paré en una tienda del barrio para escoger mi comida de ese día y del siguiente. Compré fruta, manzanas y uva, así como un plato para llevar de pescado y otro de verduras.

      Dos días después llegó el gran día: comenzaba oficialmente, por un periodo de dos años, en la empresa que me daba una oportunidad, que confiaba en mí. Mi primer día transcurrió bastante bien. Solo tuve que traducir un documento para un cliente, del ruso al inglés. Mi jefe revisó la traducción y me felicitó por el trabajo realizado. Antes de empezar, me llevó a cada uno de los despachos para conocer al resto de empleados. Después, los días fueron pasando de modo similar. Por las mañanas, encontraba sobre mi mesa unas hojas para traducir a lo largo de la jornada, a veces acompañadas de indicaciones si se trataba de sintetizar al máximo unas instrucciones.

      En la compañía trabajan una decena de personas. El jefe es un hombre joven, de unos treinta y pocos. Se lanzó solo a la aventura e inició su trayectoria de empresario que crea su primer negocio con recursos limitados. Tras finalizar sus estudios como traductor e intérprete, captó clientes de numerosas empresas de tecnología puntera o especializadas en el mercado de Internet. Los primeros clientes comenzaron a llegar atraídos por unos precios muy competitivos. Empezó mostrando su interés por sitios pornográficos, después, por folletos y artículos para particulares. ¡No rechaza nada! Los profesionales de la red, satisfechos con el trabajo anteriormente realizado, necesitaban servicios suplementarios en otros idiomas que él no dominaba. En lugar de rechazar contratos, él los aceptaba. Además, también aumentó sus tarifas indicando que se trataba de una tarea más delicada y contrató a personal. Hoy en día, su empresa se orienta al mercado internacional. Nos ocupamos de traducciones de cualquier ámbito. Todavía se realizan diversos servicios web, así como manuales de instrucciones de todo tipo, obras, resúmenes o informes en casi todas las lenguas posibles. Cuando sus empleados se ven desbordados o alguno no es nativo de lenguas más exóticas, recurre a personal puntual que contrata para trabajos específicos. Una historia de éxito la de esta pequeña empresa a la que jamás ha amargado una crisis.

      Me asignan todos los encargos del ruso al francés y a la inversa. De manera excepcional, debo redactar folletos en inglés. Todo el mundo lo habla aquí, en cambio, yo soy la única que domina el ruso. Es, al mismo tiempo, mi lengua materna y una ventaja que aceleró mi contratación. Muchos documentos se reducen a un simple texto que se trabaja durante la jornada. Muy pocos requieren una semana de trabajo o más, como los folletos o los expedientes. En este caso, los proyectos se articulan alrededor de cuestiones particularmente técnicas y se destinan, la mayoría de las veces, a grandes empresas. Este tipo de manuscritos no admiten a aficionados. La traducción debe ser impecable.

      Tras tantos esfuerzos que me devanan los sesos para encontrar las palabras que se acerquen al máximo al sentido del original, me siento exhausta. Se podría pensar que una tarea así se realiza con bastante rapidez. Sin embargo, a pesar de no poner en marcha las capacidades físicas, esta actividad requiere una reflexión intelectual que te agota por completo. El cerebro se encuentra constantemente en acción y no dispone de un minuto de respiro. Las células se alborotan, se impregnan del texto para emplear los términos precisos. Un auténtico trabajo de escritor, con la excepción de que te imponen la historia o la trama.

      Tras una jornada como esta, al salir del metro en Montparnasse, me quedaba deambulando por la calle durante media hora, a veces, incluso durante una hora. Estos paseos me ayudaban a desconectar. Entraba en las tiendas, me probaba la ropa, observaba los bolsos, olía los perfumes… Deseaba tantas cosas. No obstante, mi sueldo no estaba a la altura. Estaba muy, incluso demasiado, limitada. Demasiados esfuerzos para poca gratificación. En realidad, no disfrutamos de la vida, sobrevivimos. Y, aun así, no debería quejarme tanto ya que tengo un empleo, mientras que otros apenas se mantienen a flote. Ante todo, tengo un trabajo que no me causa ningún sufrimiento ni coacción. ¡Eso es lo principal! Aunque un día puede que ya no me guste, lo que me importa es el presente, y en este momento, estoy satisfecha. En algunos años, ya veremos si mis gustos cambian o mis necesidades se transforman… Ninguna ocupación a la que nos entreguemos en ese instante es un factor decisivo de en lo que se convertirá nuestro futuro o del trabajo que realizaremos más adelante. Un día te falta el dinero, otro día te encuentras bien. Esta evolución me parece normal, pero a la inversa puede acabar con una persona.

      Por la noche, en mi casa, intentaba liberar la mente escuchando música. Mi tableta hacía las veces de dispositivo multimedia multitarea. Tras esta adquisición, ya no tenía ningún interés en cargar con un ordenador portátil, pesado y engorroso. Mi única preocupación aparecía a la hora de ver películas: la dimensión de la pantalla rápidamente mostró sus limitaciones si me colocaba demasiado lejos. En un futuro me gustaría comprar un monitor al que unirla. Así podría contemplar la ficción desde mi cama y disfrutar más, como si mirase la pantalla de la televisión. Mientras tanto, me sentaba delante de mi escritorio con la tableta apoyada en un soporte desmontable y orientable. Mis noches transcurrían así, escuchando música, viendo películas, leyendo y consultando correos y la actualidad mundial. Accedía a toda esa diversión e información con este fabuloso invento táctil. Después, la hora de dormir llegaba justo después de darme una ducha. Me dejaba como nueva y oxigenaba cada poro de mi piel eliminando las impurezas que obstruyen el cuerpo a lo largo del día.

      En mi cama, por pequeña que fuese, solo echaba en falta una cosa: la cálida presencia de un hombre que me abrazase cariñosamente. No por los placeres carnales, aunque tengan su importancia, sino simplemente por sentirme bien, en confianza. Saber que le importamos a alguien y que esta persona disfruta con nuestra compañía a su vez, es un regalo que no tiene precio. Alguien con quien poder hablar sin miedo a ser juzgado. Ningún amante pasajero puede suplir esa carencia. Solo un lazo invisible, que nace de una relación amorosa sincera y seria puede ofrecer este lujo. Sí, el amor sincero es efectivamente un lujo.

      Una mañana, cuando caminaba por el pasillo del metro que me conducía hacia el exterior, sufrí un fuerte dolor en el ojo izquierdo, como si un dardo me hubiese atravesado para desgarrar las membranas. Tal suplicio me abrumó de golpe. Estuve a punto de perder el equilibrio mientras que mi vista se ensombrecía con manchas negras. El electrochoque me hizo gritar. No conseguía mantener los párpados abiertos. No me choqué con nada. Un vaso sanguíneo acababa de reventar. El dolor persistía. Me movía hacia delante y hacia atrás, como un junco sacudido por una enorme borrasca. Entre vuelco y vuelco, lograba distinguir a numerosos viandantes con mi ojo derecho. Se marchaban sin detenerse, como si estuvieran al volante de un coche de carreras. Podía morirme allí mismo, así cualquiera habría podido pisotearme, en lugar de tener que evitar a la loca presa de una crisis de demencia. Descubrí con estupefacción el comportamiento frío e indiferente de la siniestra horda parisina.

      Intenté encontrar un apoyo en la pared para recuperar el equilibrio. Tanteaba con la mano derecha, como un ciego sin referentes visuales. Sin darme cuenta, se me cayó el bolso al suelo. En ese momento, rocé un borde contra el que apoyarme. El dolor persistía. Para colmo de desgracia, el ojo que me hacía sufrir era el que funcionaba correctamente, mientras que el derecho se veía afectado de una grave miopía. Obligatoriamente debería llevar un par gafas para rectificar el desequilibrio, solo que, en mi caso, simplemente bastaría con la mitad. En lugar de decantarme por esta atadura, prefería conformarme con una cierta forma de armonía ocular, causada por la sustracción de mi visión doble asincrónica. Abiertos al mismo tiempo, mis ojos me ofrecían una visión más que satisfactoria, pero sin el ojo izquierdo sano, ni siquiera me atrevía a pensar en el estado de mi futuro campo visual.

      El dolor se atenuó de repente, tan rápido como apareció. Distinguía de nuevo con claridad lo que sucedía a mi alrededor. En cuanto recobré el equilibrio me dirigí hacia las cosas que había desparramado por el suelo. Un hombre joven estaba recogiéndolas y las colocaba apresuradamente en mi bolso. Me miró y me lo entregó al mismo tiempo que me preguntaba cómo me encontraba. Menuda pregunta más tonta...

      Le di las gracias y le conté con brevedad

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