Lo Que Nos Falta Por Hacer. Emmanuel Bodin

Чтение книги онлайн.

Читать онлайн книгу Lo Que Nos Falta Por Hacer - Emmanuel Bodin страница 8

Lo Que Nos Falta Por Hacer - Emmanuel  Bodin

Скачать книгу

foto parecemos tres princesas. Yo soy la que está a la izquierda. Soy la más baja, con mi metro setenta. En el centro está Irina, que mide aproximadamente un metro setenta y tres y es la más delgada de todas. A la derecha se encuentra mi mejor amiga Lesya, que está cerca del metro setenta y ocho. Estamos colocadas en línea y todas llevamos un vestido corto y provocador y tacones de aguja. Posamos de perfil, con la cara orientada hacia el objetivo y la mano izquierda sobre la cadera. Del brazo derecho cuelgan nuestros bolsos. Somos mujeres solteras, ¡y arrebatadoramente atractivas! Buscamos marido: ¿a cuál prefieres?

      Habíamos hecho la foto así para divertirnos. Una de nosotras ya estaba casada. Esta imagen me trae muy buenos recuerdos. Tenía veintiún años, acababa de romper con Dmitry y Franck, de conocer a Sylwia… Mis amigas querían subirme la moral. No importan cuán lejos estemos ni por mucho que pasen los años, nunca podré olvidarlas. Para ellas, yo siempre estaré presente. Un problema en sus vidas y yo acudiría rápidamente a consolarlas. Os quiero, mis fieles amigas. ¡Feliz Navidad!

      A primera hora de la tarde salí para descubrir el manto blanco parisino. Me puse mi cálido abrigo y cogí un paraguas para protegerme de los abundantes copos. El micromundo parisino sufría una metamorfosis: la gente refunfuñaba, sorprendida por la repentina aparición de la nieve. También podían escucharse el eco de gritos eufóricos, de las almas de los niños maravillados por lo que les ofrecía la estación una vez al año y que aprovechaban de la rareza de un París nevado.

      La vida diaria se había visto tan afectada que entendía perfectamente por qué maldecían al tiempo. Justo en la esquina donde vivía, un autobús urbano había chocado con la parte delantera de un coche. Sin lugar a duda, la conductora había perdido el control y se había resbalado tras un frenado muy tardío. Alrededor del accidente se formaba una aglomeración. Al ver la carrocería de vehículo totalmente destrozada, un frío glacial adicional recorrió mi cuerpo. Pude ver que nadie estaba herido, y, aun así, esta imagen tan real venía acompañada de una sensación de malestar, una que no sentía cuando veía un choque en una película en la que sabía que todo era ficción. Ya se había formado un atasco. Detrás del autobús, los coches estaban bloqueados. Estaba teniendo lugar un intento colectivo de dar marcha atrás, mientras que los conductores redactaban un parte. Sonaban cláxones, patinaban y había insultos en el aire. Para los niños, la nieve se convierte en un paraíso. Para los adultos, el día a día se vuelve un infierno. Afortunadamente, todavía llevo dentro el alma de una niña, a pesar de verme obligada a aceptar mi condición de mujer independiente. Es imposible ser un niño para siempre. La vida te golpea y te llama al orden. Hay que trabajar para vivir, lo que no necesariamente implica la posibilidad de encontrar un empleo o una actividad en armonía con tu desarrollo personal. Aunque algunos logren conciliar ambos, para la sociedad capitalista esto no representa una prioridad. El dinero debe circular, entrar por un lado y salir por otro… acumulando de paso préstamos para consumir en exceso. Nadie se limita a ahorrar, enseguida compran aquello que les gusta. Sin embargo, este modo de actuar proporciona una gran satisfacción, un auténtico disfrute. Por el contrario, cuando los créditos te asfixian, de tanto comprar «trastos» y «chismes», la vida puede ocasionar dificultades imposibles de superar si un cambio brusco se sucede de la noche a la mañana. Las puertas de la desgracia te tienden la mano y pueden dar pie a un colapso todavía más austero… No será la multitud de indigentes en París, que ha perdido todo, que está en constante aumento y a la que abandonan los poderes públicos quien me contradiga.

      Más allá, en la avenida principal, el tráfico parecía restablecido. Habían esparcido sal en calles y aceras. Únicamente las pequeñas calles sufrían todavía el ambiente variable de la estación.

      Cuando me dirigía al metro de Montparnasse, me crucé con un grupo de jóvenes que invitaba a los viandantes a unirse a su diversión. Tenían un altavoz con música a un volumen muy alto. Se divertían deslizándose por la nieve y realizando acrobacias. Hice unas cuantas fotos para tener un recuerdo de ese instante, tras rechazar, sin embargo, unirme a ellos.

      Llegué hasta Montmartre. Me encanta este romántico barrio para paseos de enamorados. Para mí, este lugar está plagado de recuerdos. Aquí es donde Franck fijó nuestra primera cita. Es aquí donde me sedujo y después me conquistó. Un poco más adelante se encontraba el Parque des Buttes-Chaumont, que había sido escenario de nuestros apasionados momentos.

      A falta de la compañía de un hombre galante, decidí emprender la visita en solitario, sobre los caminos nevados. Al lado del funicular, las escaleras que conducían al Sagrado Corazón se habían transformado en una rampa para trineos. Grandes y pequeños lo pasaban bomba. A pesar de las caídas que sufrían frecuentemente, las recorrían con valentía para intentar un nuevo descenso. Inmortalicé esos momentos felices. Empezaba a cogerle gusto a la magia de la fotografía. Al contemplar las imágenes que acumulaba, comprendía lo que a Franck tanto le gustaba de este arte: el lado observador, testigo, ladrón de intimidad. Es importante activar el disparador en el momento exacto y no al segundo de después que daría pie a la foto equivocada.

      Cuanto más personal es el arte, más recela sus riquezas. Se aleja así de los aparatos que se limitan a capturar y de los objetos que vivirán una duración limitada antes de verse sumidos en el olvido.

      Inmortalicé el Sagrado Corazón recubierto de su velo inmaculado, y después me dirigí al parque. A partir de allí, me quedaba cerca de una hora para llegar. Había que estar un poco trastornada para contemplar recorrer esa distancia en tan poco tiempo. Al menos, habría más cosas que ver y todo tipo de comportamientos humanos distintos que observar, pensé.

      Había vendedores de castañas que se calentaban las manos con el calor emitido por una sartén que se alzaba sobre un carrito de supermercado claramente robado. Los negociantes, cuales fugitivos, debían esconderse ante el menor indicio de la policía. La culpa resultaba ser del trabajo en negro del que el estado, esa costosa vaca a la que hay que engordar, no saca ningún beneficio.

      En cuanto puse un pie en el parque, me invadió la impresión de hallarme en medio del decorado de una postal. Tenía la sensación de no encontrarme en París. Un fino velo recubría delicadamente los árboles sin enmascarar por completo las cortezas que se habían oscurecido naturalmente. En las fotos que hacía el blanco dominaba, oprimía, contrastaba y cubría cada centímetro cuadrado de hierba y de grava. Esta mezcla de blancura y oscuridad proporcionaba fuerza y equilibrio al conjunto, como para recordar esa dualidad inevitable que dirige nuestras vidas y el mundo. El cliché aportaba una respuesta en sí: para contrarrestar al mal, el bien debía prevalecer. La multitud de copos ofrecía un toque gris que ocultaba las construcciones en un segundo plano y parecía sugerir que nada era blanco o negro, que ambos tonos debían complementarse para existir. Al mismo tiempo se trataba de matices tristes, de un universo muerto, de colores apagados que a la vista parecían la composición de una auténtica obra de arte.

      Los niños se divertían bajo la atenta mirada de sus padres. Los mayores hacían muñecos de nieve, mientras que los más pequeños observaban la polvorienta nieve sobre sus manos que caía y se derretía al contacto de la piel. Seguía haciendo fotos de todos esos momentos de lo cotidiano.

      Algunos caminos tenían cortado el acceso. Otros habían sido cercados. Los carteles advertían de un peligro potencial si se traspasaba la delimitación. Como no podía aventurarme en los rincones del parque, decidí regresar a casa. Esta salida me permitió introducirme en la fotografía. ¿Puede ser que me aguardara buenas sorpresas? Al menos me había divertido sin desenterrar demasiado el pasado.

      En cuanto entré en calor, pasé las imágenes a mi tableta. Las observaba una a una con atención y borraba aquellas que me parecían malas o borrosas. Me di cuenta de que me faltaba mucho por aprender. A todas luces, no era un fenómeno.

      Le envié un correo a Franck por Navidad. Le deseé que pasara unas felices fiestas en familia. En estas fechas, normalmente acudía a casa de sus padres acompañado de su hijo.

Скачать книгу