Lo Que Nos Falta Por Hacer. Emmanuel Bodin
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Recibí noticias de Franck en el mes de enero. Me deseaba un feliz año y me confesó que su historia con Sylwia acabó unos días antes de Navidad. Mi insistente toma de contacto había precipitado su ruptura y había hecho resurgir sus deseos de verme. No obstante, se cuestionaba, se planteaba múltiples preguntas e incluso temía el reencuentro. ¿Irradiaría todavía la magia de antaño? Compartía su misma preocupación, salvo que las ganas eran más fuertes. Al final del mensaje me preguntaba dónde y cuándo. ¿Qué podía contestarle si él había levantado un muro de indiferencia? Había comenzado a forjarme de modo distinto, pero ahora, él reaparecía...
Antes de fijar cualquier tipo de cita, preferí hablarlo con mis compañeras de trabajo. Compartían opiniones divididas, me recomendaban ignorarle o dejarle sufriendo del mismo modo que él había hecho conmigo. Otra me aconsejó de meter caña, con el pretexto de que esta cita podría ser mi oportunidad. Estaban tan perdidas como yo, y finalmente no resultaron ser de gran ayuda. Desde mi llegada a Francia, no había habido ningún hombre en mi vida. Solamente pensaba en él, por lo que acepté que nos reuniéramos. En el siguiente mensaje me propuso cenar en un restaurante. Me confesó que deseaba «aclarar la situación entre nosotros». No me gustaba para nada lo que insinuaba esa frase. ¿Qué teníamos que aclarar? ¿Nos gustaríamos todavía? ¿Habría todavía atracción? Presentía que nuestro reencuentro no auguraba un buen propósito.
Fijamos la cita para el viernes siguiente: a las siete de la tarde en la estación de metro George V, en medio de la avenida de los Campos Elíseos… Teniendo en cuenta el lujo que se respiraba en el barrio, me preguntaba a qué tipo de lugar había decidido llevarme.
Llegué diez minutos tarde. Vislumbré a Franck esperando, de pie, en frente de la salida. Observaba con pasividad a los transeúntes. Cuando llegué, una sonrisa le iluminó el rostro. Levantó el brazo para llamar mi atención. ¿Pensaría que no lo había reconocido? Mi mirada se aferró instintivamente a la suya, en medio de la oleada humana. No había cambiado demasiado. Todavía llevaba el pelo corto. Le habían salido unas cuantas canas por la sien, lo que le confería cierto encanto. Su rostro me transmitía una sensación de confianza. Me parecía más serio, más sereno. Iba vestido de modo sencillo y elegante. Llevaba zapatos marrones, un vaquero desteñido y una chaqueta gris antracita en la que sus manos habían encontrado refugio en sus bolsillos laterales. Yo vestía de manera algo más sofisticada para la estación. Llevaba un abrigo negro que llegaba hasta mitad del muslo, debajo se ocultaba un vestido muy ajustado de invierno de manga larga. Unas cálidas medias oscuras cubrían mis piernas y en los pies calzaba unos tacones.
Me acerqué, con una sonrisa de oreja a oreja. Me contempló de la cabeza a los pies. Tras el saludo de cortesía, pronunció su primera frase: «Siempre tan elegante». A continuación, intercambiamos unos besos en la mejilla. Me encontraba cambiada, con rasgos más femeninos. Le di las gracias; sabía que llevaba razón, yo pensaba lo mismo. Le agarré del brazo derecho y me aferré a él con fuerza y ternura. Observé a Franck. Físicamente él también me gustaba más. Ya no llevaba la perilla. Ese aspecto más sencillo le daba un encanto adicional e innegable.
Sus brazos me estrechaban al fin. La noche prometía ser magnífica.
Le pregunté si el restaurante estaba cerca.
—Está por aquí, pero nos sobra tiempo —me respondió.
Había calculado algo más de tiempo a la vista de que llegara tarde. Tenía la costumbre de hacerle esperar más de diez minutos. La reserva estaba prevista para las ocho. Tendríamos que esperar tres cuartos de hora antes de ir a cenar; así podría disfrutar de él. Estaba acurrucada en sus brazos. Le estrujaba con fervor, como con miedo a perderle. A pesar del frío invernal, me sentía bien, privilegiada. La sensación que iba a revivir me desbordaba.
Hacía años que no sentía esa agradable sensación de euforia. El placer de estar con este hombre y no con otro es lo que marca la diferencia. Durante esos últimos años había tenido múltiples acompañantes. Sin embargo, me faltaba esa chispa en los ojos, ese destello mágico que te hace feliz y que te bendice con una nueva mirada con la que redescubrir el mundo.
Saltábamos por encima de los charcos congelados, rodeábamos los restos de las acumulaciones de nieve fundida. Reíamos a carcajadas. La sombra de la duda ya no tenía cabida, él encarnaba la perfección que necesitaba en mi vida. Acababa de reencontrarme con él hacía cinco minutos y acababa de renacer. A su lado, me convertía de nuevo en una niña pequeña que sonreía bobamente y que se divertía con todo y con nada a la vez. Podía permitirme dejar temporalmente de lado a ese mundo de adultos que me empezaba a no gustar demasiado. ¿Crecería como una niña pequeña o como una adulta frustrada? Aquella noche era favorable para decisiones importantes, de esas que pueden redibujar el futuro. ¿Qué quería aclarar él?
Después de charlar durante treinta minutos regresamos a la avenida de los Campos Elíseos y cogimos un callejón de sentido único que nos conducía hasta un restaurante asiático rodeado por dos modernos edificios. La entrada lucía impecable. Nos invitaba a cruzar la puerta por debajo de un pequeño paifang, un tipo de arco tradicional chino vigilado a derecha y a izquierda por dos cabezas de dragón. La iluminación, compuesta por luces amarillas y azules, hipnotizaba la vista. La invitación era muy clara: detrás de aquella puerta, un cambio de aires daba la bienvenida a los visitantes. ¡Y menuda sorpresa! Se trataba de un inmenso acuario plano y de cristal, iluminado a ambos lados.
Teníamos una mesa reservada a nuestro nombre, hasta la que nos acompañó un camarero. El restaurante parecía bastante popular. No veía ningún sitio libre.
Avancé tímidamente sobre las primeras baldosas de cristal, con el rostro alegre. Tenía la impresión de que caminaba sobre el agua. Los peces brillaban y reflejaban distintos tipos de luz azulada.
Al quitarse el abrigo, vi que Franck llevaba un jersey de cachemira. Me encanta la suavidad de este tejido y parecía que Franck se había acordado. Un día, se puso un suéter parecido. Me acuerdo muy bien de aquella ocasión, ya que me regaló un ramo enorme de rosas blancas y rojas. Hacía buen tiempo, aunque era algo inestable. El viento soplaba ligeramente y Franck no quiso arriesgarse a coger frío. Aquella noche también salimos a cenar a un restaurante, un japonés. Cuando me aferré a sus brazos, pude apreciar la delicadeza de la tela. ¡Era tan suave y cálida que no podía dejar de acariciarla! Se ajustaba perfectamente a su pecho.
El jersey se parecía bastante al que llevaba aquel día y se lo dije. Una gran sonrisa que irradiaba felicidad se dibujó en su cara. Estoy segura de que, en aquel momento, le vinieron a la cabeza buenos recuerdos.
—Este es todavía más cálido, pero igual de suave —matizó, como una invitación a pasar mis manos por su torso.
Cuando la camarera vino para tomarnos nota, aún no habíamos consultado el menú. Como nos vio indecisos, se dirigió rápidamente hacia otra mesa. Cinco minutos después regresó. La joven no parecía demasiado feliz. Su rostro reflejaba tristeza, no sonrió ni una vez y apuntó nuestra comanda en una libreta, como un robot al que se le había confiado esa tarea.
Nuestro primer plato llegó rápidamente, acompañado de una botella de rosado. Me gustaba el susurro del agua que brotaba de algunas fuentes cercanas. Enmascaraban ligeramente las conversaciones de los clientes. Las mesas estaban poco separadas las unas de las otras y podíamos escuchar fácilmente las conversaciones de nuestros vecinos. Veía como unos grandes peces dorados pasaban bajo mis pies, así como carpas. Un poco más