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Tierra; Margherita había sido ascendida recientemente a mayor y había conseguido el mando de la novísima nave 22.

      â€œEstamos impacientes por escuchar el disco sonoro en cuanto lleguemos a nuestro laboratorio de Roma”, había dicho a los comensales el profesor Valerio Faro, director en La Sapienza del Instituto de Historia de las Culturas y de las Doctrinas Económicas y Sociales, un soltero cuarentón de pelo rubio de casi dos metros de alto y físico robusto.

      â€œSí, yo también estoy impaciente”, había dicho también la doctora Anna Mancuso, investigadora de historia y colaboradora del Faro, una treintañera siciliana delgada y de grandes ojos verdes, rubia por ser descendiente lejana de los ocupantes normandos de la isla, guapa a pesar de no ser muy alta, apenas un metro setenta y cuatro, frente a la media femenina europea de uno ochenta.

      â€œYo también tengo una gran curiosidad al respecto”, había intervenido el profesor antropólogo Jan Kubrich, un profesor asociado de la Universidad de La Sapienza de 45 años, rubicundo y grueso, de un metro ochenta y cinco, estatura media para los patrones masculinos de ese tiempo, hombre científicamente riguroso, pero por desgracia apasionado por el vodka lima hasta el punto de poner en peligro su salud.

      Le había seguido Elio Pratt, profesor asociado de astrobiología en La Sapienza, de 40 años, especializado en fauna y flora acuáticas, así como excelente submarinista, premiado en competiciones de inmersión en los mares terrestres: “Ya he podido conseguir muchos resultados sobre las especies que he reunido en los tanques, pero sin duda en Roma podré profundizar mucho más”.

      â€œSeguiré con mucho interés vuestro trabajo y creo que podría seros útil con las traducciones”, había dicho por su parte la matemática y estadística Raimonda Traversi.

      El coordinador del grupo astrobiológico, el doctor Aldo Gorgo, sin embargo no había hablado: siendo el médico militar a bordo y no profesor ni investigador universitario, sencillamente había continuado con su servicio en la nave, dejando la continuación de las investigaciones a los demás estudiosos.

      Menos de una hora después, hora terrestre, la nave 22 había abandonado la órbita del planeta dirigiéndose al espacio profundo para llevar a cabo, a la distancia reglamentaria de seguridad, el salto cronoespacial hacia la Tierra: igual que a la llegada, antes de entrar en órbita 2A Centauri se presentaba a los cronoastronautas en su totalidad, cubierta de hielo en las zonas ártica y antártica, sin tierras entre ambas y con los dos continentes, ambos en áreas boreales, de tamaños poco menores que Australia, separados por un estrecho brazo de mar, mientras que la otra cara del planeta estaba completamente cuberita por un océano.

      A las 10 horas y 22 minutos, hora de Roma, del 10 de agosto de 2133, la cronoastronave 22 estaba en órbita en torno a nuestro mundo. Sobre la Tierra habían transcurrido poco más de dieciocho horas desde que la expedición científica se había embarcado a las 16:20 del 9 de agosto con destino al segundo planeta de la estrella Alfa Centauri A: gracias al dispositivo Cronos de la cápsula, sobre la Tierra no había pasado ni siquiera un día, aunque la expedición había estado mucho tiempo en aquel mundo extraño. El cansancio que sentían todos era sin embargo el de meses de trabajo realizado.

      Los científicos y la parte de la tripulación que iba a disfrutar del primer turno de descanso estaba deseosa de relajarse, algunos que no tenían familia con unas vacaciones tranquilas, algunos en la paz doméstica reencontrándose con sus seres queridos después de la larga separación. Los familiares, por el contrario, no sufrían la sensación de separación, pues para ellos pasaba muy poco tiempo hasta volver a reunirse. Tras la primeras experiencias, los viajeros y sus seres queridos se habían acostumbrado a las consecuencias de ese anacronismo, entre las cuales estaba el envejecimiento de quien se había ido, aunque no fuera muy evidente, porque por este motivo, además de por el estrés que conllevaban, las misiones no podían durar más de tres meses. A diferencia de lo que había previsto Einstein para los viajes especiales simples a velocidad próxima a la de la luz, según la cual el astronauta seguiría siendo joven y los habitantes de la Tierra habrían envejecido, las expediciones con saltos temporales no influían en la edad del cronoastronauta, solo sufrían la acción envejecedora natural debida al transcurrir de los meses durante las estancias en otros planetas y, para los cronoviajes, en la Tierra del pasado.

      Las comunicaciones desde y hacia nuestro planeta habían permanecido interrumpidas desde el salto de la nave 22 al planeta extraterrestre, algo que se hacía por razones de seguridad, según los reglamentos, a partir de la distancia de un millón de kilómetros de la órbita lunar: sin embargo las transmisiones de radio y televisión eran completamente inútiles, pues al viajar las ondas a una velocidad que apenas se acercaba a la lentísima de la luz, habrían llegado al planeta mucho tiempo después: al planeta 2A Centauri habrían llegado desde la Tierra cerca de 4,36 años más tarde,27 cuando los exploradores ya habrían vuelto hacía rato. Siempre era así en los viajes espaciales y, evidentemente, a causa del desfase cronológico, también en los viajes en el tiempo: las cronoastronautas estaban completamente aislados, su única “comunicación”, por decirlo así, eran los llamados “congelados”, con lo que se referían a todas las informaciones relativas a la Tierra, desde la historia más antigua a la más reciente, tratadas por los procesadores electrónicos públicos del mundo e incluidas justo en el momento de partir en la memoria de la computadora de a bordo y, para ciertos datos, también en las individuales de los miembros de la tripulación y de los investigadores: también esos procesadores personales, a pesar de su extrema pequeñez, eran potentísimos, con capacidad de memoria y prestaciones inimaginables en el momento de los primeros dispositivos electrónicos personales del siglo XX y los mismos PC de las primeras décadas del 2000.

      Apenas entraron en órbita, la comandante Ferraris había ordenado abrir el contacto con el astropuerto de Roma, en el cual se proponían desembarcar los investigadores y el personal de permiso.

      Â¡Sorpresa!

      Aunque la rigurosa disciplina de a bordo había impedido a la tripulación expresar sus emociones, la situación con la que se habían topado era repentinamente muy alarmante: ¡las comunicaciones con tierra eran en alemán! Sin embargo, desde hacía mucho tiempo, la lengua universal era el inglés, aunque no habían desaparecido otros idiomas, entre ellos, la lengua de Goethe y de Hitler, que todavía se hablaba en la intimidad, como en un tiempo había pasado con los dialectos.

      Como iban a entender enseguida la tripulación y los estudiosos de la 22, había pasado algo históricamente terrible y los esperaba allí en tierra, algo que iba a trastornar su alegría y que ya había anulado, como si no hubiera pasado, aquella buena vida de la que durante ochenta años había disfrutado Europa y mucho otros países y a la cual ya se acercaba el resto de la Tierra gracias a un pacto entre todos los estados del mundo, acordado en 2120, que había llevado, a partir del ejemplo de casos históricos precedentes en distintas zonas,28 a un mercado internacional sin aduanas, considerado por todos como un primer esbozo de una unión política mundial: sobre la experiencia histórica no se pretendía crear, como segunda fase, una moneda única sin haber unido antes políticamente al mundo y constituido al mismo tiempo un instituto de emisión central global dotado de plenos poderes monetarios; se tenía en cuenta la amarga lección de la Europa de los primeros años del 2000 en los que el euro había precedido a la unión política con graves daños para muchos estados miembros, necesitados en cierto momento de más moneda sin que pudiera

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