Un Giro En El Tiempo. Guido Pagliarino
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Esa condición benigna se habÃa desvanecido y era en ese momento historia alternativa. HabÃa igualmente una paz mundial, pero no liberal, basada, como ignoraban por el momento los embarcados en la cápsula 22, en una Segunda Guerra Mundial alternativa, disputada con bombas disgregadoras y ganada por la Alemania nazi; se trataba de una paz que, parafraseando un antiguo dicho latino,30 en realidad era solo un desierto en el alma, que habÃa comportado la desaparición de razas enteras: primero la judÃa, aniquilada, y luego la negra africana reducida por completo a la esclavitud y obligada a trabajar de forma inhumana hasta provocar casi su extinción. Solo se habÃa respetado a los pueblos de las llamadas âraza amarillaâ y âraza árabeâ, ya que pseudoestudios antropológicos habÃan declarado que se trataba de pueblos paralelos derivados de una división evolutiva de la estirpe indo-aria, producida doscientos mil años antes; en realidad, los motivos habÃan sido prácticos: por un lado, casi con seguridad a la relativamente poco numerosa ârazaâ aria que habÃa conquistado el mundo le habrÃa sido imposible exterminar del todo a la enorme población de piel amarilla; por otro, en el siglo XX los árabes habÃan sido, igual que los nazis, firmes enemigos de los judÃos, es más, habÃan sido aliados de Alemania en la guerra de espÃas de la década de 1930 y esto les habÃa granjeado la magnanimidad de Hitler, aunque les habÃa resultado bastante difÃcil a los antropólogos nazis justificar la discriminación, teniendo los judÃos y los árabes el mismo origen semita.
Los encargados de las comunicaciones de la nave 22, sin descomponerse, aunque, como todos, con el ánimo por los suelos, y sin necesidad de recibir las órdenes de la comandante, habÃan activado, sin decir ni una palabra, uno de los traductores automáticos de a bordo, que eran bidireccionales y, con la excusa de que la palabras no habÃan llegado con claridad, habÃan solicitado que las repitieran. Se habÃa recuperado la comunicación con Roma, expresada en inglés internacional, a través del traductor de la computadora: se trataba de órdenes normales de servicio por parte de los encargados del tráfico astroportuario. Se habÃan seguido al pie de la letra pero aunque la disciplina del personal a bordo, aprendida en las academias por los oficiales y los suboficiales del Cuerpo Astronáutico, habÃa evitado tropiezos y tal vez problemas, los corazones de todos latÃan con fuerza.
La comandante habÃa hecho que las videocámaras de la cápsula 22 tomaran imágenes cercanas de la Tierra desde la órbita en que giraba la aeronave, evitando lanzar satélites exploradores a otras órbitas para que nadie sospechara en la Tierra, dado que no esto habrÃa estado conforme con la práctica de reentrada.
Después de reflexionar y consultar con el primer oficial, capitán Marius Blanchin, un parisino de treinta años y metro noventa, flaco, de pelo rojo y ojos verdes heredados de su madre irlandesa, Margherita habÃa decidido descender personalmente al astropuerto para una inspección directa, para tratar de comprender un poco mejor la situación antes de asumir otras iniciativas. Como no conocÃa el alemán, aunque tenÃa un traductor incluido en el micropersonal, habÃa pedido a Valerio Faro que la acompañara, dado que este entendÃa y hablaba ese idioma con fluidez, pues lo habÃa estudiado a fondo en su momento, para su trabajo de fin de carrera en Historia de las Doctrinas Económicas y Sociales, centrada en las obras del alemán Karl Marx, y lo habÃa usado posteriormente para otras investigaciones históricas: Margherita juzgaba que, en caso de que fuera necesario expresarse en alemán cara a cara con alguien, serÃa oportuno que hablara directamente alguien que conociera bien la lengua, sin hacerlo a través de instrumentos, reduciendo asà el riesgo de ser descubiertos.
Entretanto, usando uno de los traductores automáticos de a bordo, la comandante habÃa pedido a Roma autorización para tomar tierra con una disco-lanzadera. Se la habÃan concedido sin problemas. En Margherita se habÃa reforzado la idea, que ya le habÃa venido al constatar que no habÃa habido tropiezos en tierra, de que la comandancia del astropuerto sencillamente conocÃa la misión.
Un tal Paul Ricoeur, soldado del pelotón de InfanterÃa de Astromarina que habÃa sido asignado a la aeronave con responsabilidades de protección, habÃa ocupado su puesto en el disco junto a la comandante, Valerio Faro y la piloto sargento Jolanda Castro Rabal. Cada uno de los cuatro llevaba consigo un paralizador individual.
Al llegar a tierra habÃan visto, asombrados, que en el mástil que remataba la torre del astropuerto de Roma ondeaba la bandera de la Alemania nazi, en lugar del habitual azul turquesa con estrellas doradas dispuestas en cÃrculo de los Estados Confederados de Europa.
La comandante habÃa ordenado a la piloto: âJolanda, quédate en el disco, mantente en estado de preascenso y estate lista para despegarâ, tras lo cual habÃa desembarcado con los demás. Entraron en el edificio del astropuerto. Aquà el trÃo se habÃa topado con diversos sÃmbolos nazis; entre otros, habÃan encontrado un gran bajorrelieve conmemorativo que homenajeaba a âAdolf Hitler I, Duce y Emperador de la Tierra y Conquistador de la Lunaâ y, oyendo hablar en alemán a las personas con las que se cruzaban y viendo a algunas saludarse con el brazo en alto, como en el Tercer Reich, los tres habÃan verificado sin ninguna duda que se encontraban en una sociedad polÃticamente muy distinta de la suya, en la que no habÃa espacio para la democracia viva que habÃan dejado cuando partieron, sino que en ella dominaba el nazismo.
Mientras el pequeño grupo volvÃa sobre sus pasos, Margherita habÃa susurrado vacilante a sus dos compañeros: âPodrÃa tratarse de un problema desencadenado por nosotros mismos debido a un mal funcionamiento del dispositivo Cronosâ.
Apenas llegados a bordo de la lanzadera, habÃa ordenado a la piloto la vuelta a la nave.
En los pocos minutos necesarios para llegar a la aeronave, el pensamiento de todos se habÃa dedicado a las respectivas familias; si habrÃan podido encontrar a sus seres queridos e incluso si existirÃan: Margherita habÃa dejado en nuestra Tierra padre, madre y una hermana menor, también ingeniera, pero civil, y con un estudio profesional; Valerio a su mamá, un hermano casado y dos sobrinos; la piloto, a su marido; el soldado, a su esposa y una hija.
Solo era seguro que aquel desorden temporal no habÃa afectado a la tripulación ni a los pasajeros de la cronoastronave, porque ninguno se habÃa englobado, ni siquiera psicológicamente, en la nueva sociedad nazi.
La comandante se proponÃa recoger, tan pronto como estuviera a bordo, noticias de esta nueva y desconocida Tierra alternativa conectándose a un archivo histórico a través de una de las computadoras principales de la nave, pero con precaución.
En el momento de salir del disco en el astrohangar, Valerio Faro le habÃa dicho: âMargherita, he estado pensando y tal vez te equivocas: el problema puede haberse debido, no a nuestra nave al volver, sino a una cápsula de exploración en el pasado y tal vez no nos haya influido debido a la lejanÃa de la Tierra