El Escritor. Danilo Clementoni
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«¿Por qué? ¿Qué otras cosas hace?» preguntó Elisa con curiosidad.
«OlvÃdalo, por el momento. Es mejor que no lo sepas.»
«¡Porras! ¡Cuántos misterios!» replicó la doctora un poco molesta.
«Tienes razón, si han conseguido descubrir cómo activar la autodestrucción, podrÃan haber descubierto también el resto» dijo Azakis preocupado.
«¿No deberÃais pensar antes de nada en un sistema para volver a casa?» preguntó el coronel. «No me parece que esto sea tan urgente.»
«Tienes razón Jack, pero ese artefacto, en las manos equivocadas, podrÃa resultar realmente muy peligroso.»
«Y aquellas son, decididamente, manos equivocadas» añadió Elisa.
«PodrÃa haber un sistema» dijo Petri casi en voz baja.
«¿El qué? Di algo. ¿Tengo que pedÃrtelo de rodillas?» exclamó Azakis molesto.
«Aquel aparato está dotado de un sistema de alimentación particular. Si estuviésemos todavÃa en la Theos podrÃa fabricar un dispositivo que fuese capaz de localizar el rastro de las emisiones que se dejan atrás.»
«¿Y te acuerdas ahora?» Azakis estaba realmente muy alterado. «¿No podrÃas haberlo hecho en el momento en que te has dado cuenta de su desaparición?»
«Lo siento, pero este sistema de búsqueda funciona solo si el objeto está en movimiento y nosotros habÃamos dado por descontado que te habÃa caÃdo por ahÃ.»
«Calmáos, muchachos» dijo el coronel, reforzando sus palabras con un amplio gesto de sus manos. «De todas formas, por lo que he entendido, sin la Theos no se puede hacer nada, ¿verdad?»
«Bueno, quizás se podrÃa hacer alguna chapucilla» dijo Petri rascándose la cabeza.
«Perdona el arrebato, amigo mÃo» dijo el comandante arrepentido. «Sé que no es culpa tuya. Es un mal momento para los dos.» A continuación, mientras le apoyaba una mano sobre el hombro, añadió «Haz lo que puedas. Creo que es muy importante que recuperemos ese objeto lo antes posible.»
«No te preocupes Zak. Ningún problema. Intentaré inventar algo, arreglándomelas con los pocos medios que nos quedan.»
«Sólo tú puedes hacerlo. Estamos en tus manos.»
«Voy» y, sin añadir nada más, el Experto salió de la tienda laboratorio dejando detrás de sà algunas nubes de polvo.
«¿Lo conseguirá?» preguntó Jack dubitativo.
«Seguro. No tengo ninguna duda. Petri posee unas capacidades increÃbles. Más de una vez le he visto realizar cosas que ni siquiera un equipo compuesto por los mejores Artesanos habrÃa sido capaz de hacer. Es una persona excepcional. Lamento haber sido tan rudo. Lo quiero muchÃsimo y estarÃa dispuesto a dar la vida por él en cualquier momento.»
«No te preocupes Zak» dijo entonces Elisa con una voz muy dulce. «Ãl lo sabe perfectamente. Es un mal momento pero lo superaremos sin problemas. No tengo ni la más mÃnima duda.»
«Gracias Elisa. Lo espero de corazón.»
Pasadena, California â La guarida
Apenas la puerta se abrió, el hombre con sobrepeso fue golpeado por una placentera ráfaga de aire fresco. El aire acondicionado de la habitación, que habÃa dejado encendido desde la noche anterior, habÃa hecho magnÃficamente su trabajo.
«¡Qué maravilla!» exclamó. «No podÃa soportar por más tiempo aquel calor asfixiante.»
«Quizás si te decidieses a hacer una dieta seria y te librases de toda esa grasa que tienes encima, el calor no te darÃa tantos problemas.»
«¿Por qué te metes siempre con mi excedente?»
«Llámalo provisiones. PodrÃas estar tranquilamente un mes sin comer» exclamó el tipo flaco explotando después de una sonora risotada.
«Hago como que no te he oÃdo.»
El pequeño piso que los dos estaban utilizando como base de operaciones estaba amueblado de manera muy espartana. En el salón principal habÃa sólo una sencilla mesa de madera clara con cuatro sillas del mismo color y un pesado sofá de color gris oscuro con los cojines y los apoyabrazos desgastados. En el rincón de al lado de la ventana francesa que daba sobre un triste patio interior, una maceta de plástico marrón contenÃa el resto de una pequeña Washingtonia Filifera que, a pesar de su gran resistencia a los climas secos, habÃa muerto la semana anterior por falta de agua. El baño diminuto mostraba también signos evidentes de abandono. Unas cuantas baldosas habÃan saltado de las paredes y gruesas manchas oscuras sobre el suelo descolorido daban testimonio de las filtraciones de agua que no se habÃan reparado jamás. Dos pequeños y lamentables dormitorios, cada uno de ellos con una cama de una plaza y una mesita de noche barata, junto con una cocina americana con muebles viejos de hace, por lo menos, veinte años, completaban el equipamiento de aquel apartamento, al que se podÃa llamar de todo menos agradable.
«A decir verdad, en cuanto a gusto en la elección de nuestros escondites, eres lo máximo, ¿eh?» comentó el tipo alto y delgado.
«¿Por qué lo dices? ¿Qué es lo que no te gusta de este sitio?»
«Es una pocilga. Eso es lo que no me gusta. Siempre estamos hablando de hacer una montaña de dinero pero, al final, acabamos siempre en uno de estos agujeros asquerosos.»
«Siempre te estás lamentando» replicó el tipo gordo. «Intentemos vender este aparato y verás como podremos dejar esta vida de una vez por todas.»
«Si tú lo dices... yo no estarÃa tan convencido.»
«Venga, pásame el ordenador portátil que te enseño una cosa.»
El tipo delgado sacó desde detrás del sofá una bolsa negra de bandolera y extrajo de ella un ordenador portátil gris oscuro. Lo observó durante un momento, a continuación lo pasó a su compinche que lo apoyó sobre la mesa y lo encendió. Quedaron los dos durante un rato observando la pantalla mientras el sistema operativo completaba el procedimiento de arranque hasta que, llegado a un cierto punto, el tipo flaco explotó «No agunto estos chismes. Paso las horas mirando barras de deslizamiento, relojes que giran, actualizaciones diversas... ¿Será posible que no se consiga fabricar un ordenador que funcione como un televisor? Le das al botón y se enciende.»
«Sà claro, estarÃa genial. Yo, en cambio, lo que más odio es que, cuando has acabado de usarlo y quieres apagarlo para irte a casa, te escribe un mensaje que dice "No apagar el ordenador. Instalando