Bocetos californianos. Bret Harte

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Bocetos californianos - Bret Harte

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de que el miserable pudiera beber, el anciano, pálido de rabia, precipitose sobre el intruso, y asiéndolo con sus poderosos brazos y arrastrándolo a través del grupo de asustados comensales que los rodeaban, alcanzó la puerta abierta de par en par por los criados, cuando Carlos Tomás exclamó, con un grito angustioso:

      –¡Deténgase!

      Parose el anciano. A través de la puerta, abierta de par en par, la neblina y el viento llevaron al interior una oleada de frío.

      –¿Qué significa esto?—preguntó, volviendo hacia Carlos su colérico rostro.

      –¡Nada! Pero, deténgase, se lo suplico… Aguarde hasta mañana, pero no esta noche. No lo haga. Se lo ruego. Por el amor de Dios, no haga usted eso.

      En el tono de la voz del joven, o tal vez en el contacto del miserable que luchaba entre sus poderosos brazos, había un no sé qué indefinible y extraño. Sea como fuere, un terror confuso e indefinible se apoderó del corazón del anciano, que murmuró con voz salvaje:

      –¿Quién es este sujeto?

      Carlos no contestó.

      –¡Atrás todos!—gritó con voz de trueno el señor Tomás a los convidados que lo rodeaban.—¡Carlos, ven aquí! Yo te lo mando, yo… yo… yo… yo te ruego… me digas quién es este hombre. Ahora mismo.

      Dos personas, tan sólo, oyeron la contestación que salió, débil y quebrantada, de los labios de Carlos Tomás:

      –Es su hijo.

. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .

      Al día siguiente, cuando el sol había rebasado las áridas colinas de arena, los convidados habían desaparecido de los festivos salones del señor Tomás. Las luces ardían aún pálidas y tristes en los desiertos salones, y en medio de este abandono, sólo tres personas se acurrucaban apretadas en un ángulo de la fría sala, formando confuso montón. La una, tendida en un canapé, dormía el sueño de la borrachera; sentábase a sus pies el que hemos conocido por Carlos Tomás, y junto a ambos, encogida y rebajada a la mitad de su tamaño encorvábase la figura del señor Tomás, la mirada hosca, los codos sobre las rodillas y tapándose con las manos los oídos, como para evitar la voz triste y suplicante que parecía llenar los ámbitos de la habitación.

      –Bien sabe que no empleé voluntariamente artificio alguno para engañar a usted. El nombre que di aquella noche fue el primero que me vino a las mientes; precisamente el nombre de uno a quien creí muerto; el del disoluto compañero de mi vida de libertino. Cuando más tarde me interrogó usted, empleé el conocimiento que de él había adquirido, para enternecer su corazón y ganarlo para una vida honrada. ¡Juro que únicamente fue por esto! Y cuando me dijo quién era, vi por primera vez abrirse ante mí una nueva vida… entonces… entonces… ¡oh, señor! sí, estaba hambriento, desnudo y sin recurso, cuando iba a robar su bolsillo; me sentía solo en el mundo, infeliz y desesperado, cuando quise robar la ternura de un padre dolorido.

      El anciano permanecía imperturbable. Desde su suntuoso lecho, el recobrado hijo pródigo roncaba confiadamente.

      –Yo no tenía padre que pudiese reclamar. Jamás conocí otro hogar que el que he tenido hasta estos momentos. Caí en la tentación. ¡He sido tan dichoso… tan dichoso!

      Irguiose y permaneció de pie ante el viejo.

      –No tema que me interponga entre su hijo y la herencia. Parto hoy de este lugar para jamás volver. El mundo es grande, y, gracias a su bondad, sé ahora ganarme la vida honradamente. ¡Adiós! ¿No quiere usted aceptar mi mano?… Sea. ¡Adiós!

      Y dio media vuelta para marcharse. Pero, cuando llegó a la puerta, retrocedió de repente, y alzando entre ambas manos la encanecida cabeza del anciano, la besó unas y más veces con efusión.

      –¡Carlos!

      No hubo contestación.

      –¡Carlos!

      Incorporose el anciano estremecido y corrió bamboleándose débilmente hacia la puerta. Estaba abierta. Por ella llegaba el tumulto de una gran ciudad que despierta, y entre este tumulto las pisadas del hijo pródigo que se perdían a lo lejos, para siempre.

      MAGDALENA

      El coche se deslizaba penosamente por la estrecha carretera, dando frecuentes sacudidas. En su interior éramos siete personas que no habíamos despegado los labios desde que uno de aquellos saltos vino a dejar sin concluir la última cita poética del juez, mi honorable vecino. El hombre alto sentado junto a éste, dormía con el brazo pasado por la colgante correa, y apoyada la cabeza en ella, formaba como un objeto fofo e indefinible, parecía que se hubiese ahorcado a sí propio, y le hubieran cortado la cuerda que le había servido de instrumento. En el asiento posterior, la señora francesa dormitaba también, conservando una actitud de estudiado recato, que se echaba de ver en la posición del pañuelo caído sobre la frente ocultando a medias su rubicunda cara. Otra señora de Virginia City, que viajaba en compañía de su esposo, yacía en un ángulo, arrebujada en un mar de cintas, pieles y abrigos que inundaban por completo su persona. No se percibía otro ruido que el chirriar de las ruedas y el de la lluvia batiendo el imperial, cuando de repente la diligencia se paró, y oímos unas voces que llegaban confusamente hasta nosotros. El conductor sostenía un vivo diálogo con alguien en el camino, diálogo que nos pareció debía ser poco halagüeño a juzgar por las palabras que en medio del furioso viento que soplaba pudimos apreciar; «puente arrastrado», «camino inundado», «paso imposible» y otras por el estilo. El silencio más absoluto reinó un momento, y después una misteriosa voz lanzó desde el camino este consejo:

      –Prueba en casa de Magdalena.

      Al dar el vehículo una brusca vuelta, alcanzamos a vislumbrar los caballos delanteros, y luego un jinete que se desvanecía en la bruma. Indudablemente, emprendíamos el camino de la casa de Magdalena.

      ¿Quién era y dónde estaba Magdalena? El juez, nuestra autoridad, dijo no recordar aquel nombre, y eso que conocía por completo el país; el viajero canadiense opinó que Magdalena tendría alguna posada; pero lo único que realmente supimos fue que la crecida de las aguas nos había cortado el camino por el frente y por la espalda, y que Magdalena era nuestra tabla salvadora. Por espacio de diez minutos nos encharcamos por un tortuoso camino, ancho a duras penas para la diligencia, y nos detuvimos delante de un reja atrancada y aforrada, fija a una extensa pared de cerca de unos dos metros de alto. Aquello era, sin duda alguna, la casa de Magdalena. Pero, sin duda alguna también, aquella mujer no tenía posada. El cochero bajó y tanteó la puerta, que estaba sólidamente cerrada.

      –¡Magdalena! ¡Magdalena!

      Nadie contestó.

      –¡Magdalena! ¡Tú, Magdalena!—continuó el cochero con irritación cada vez más patente.

      –¡Magdalena!—añadió el correo persuasivamente.—¡Oh, Magdalenita!

      Pero la tal Magdalena, al parecer insensible, dio la callada por respuesta. El juez acababa de bajar el vidrio de la ventanilla, sacó fuera la cabeza, y comenzó una serie de preguntas que, a ser contestadas satisfactoriamente, hubieran dilucidado, sin duda alguna, todo aquel misterio. A todo esto replicó el auriga que si no saltábamos del coche para ayudarle en llamar a Magdalena quizá tendríamos que permanecer toda la noche en él.

      Nos levantamos, pues, y llamamos a Magdalena en coro, y luego cada cual a solo, y apenas hubimos acabado, cuando un

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