Bocetos californianos. Bret Harte

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Bocetos californianos - Bret Harte

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style="font-size:15px;">      Varios carteles fijados en los muros del pueblo participaban que, dentro de un breve plazo, una célebre compañía dramática representaría, durante algunos días, una serie de sainetes para desternillar de risa; que, alternando agradablemente con éstos, daríase algún melodrama y diversiones a granel. Como es natural, estos anuncios ocasionaron un gran movimiento entre la gente menuda y eran tema de agitación y de mucho hablar entre los alumnos de la escuela. El maestro había prometido a Melisa, para quien esta clase de placer era sagrado y raro, que la llevaría, y en la importante noche del estreno el maestro y Melisa asistieron puntualmente.

      El estilo dominante de la función era el de la penosa medianía; el melodrama no fue bastante malo para reír ni bastante bueno para conmover los espíritus. Pero, el maestro, volviéndose aburrido hacia la niña, sorprendiose y sintió algo como vergüenza, al reparar en el efecto singular que causaba en aquella naturaleza tan sensible. Sus mejillas se teñían de púrpura a cada pulsación de su palpitante corazoncillo; sus pequeños y apasionados labios se abrían ligeramente para dar paso al entrecortado aliento; sus grandes y abiertos ojos se dilataron y se arquearon sus cejas frecuentemente. Melisa no rió ante las sosas mamarrachadas del gracioso, pues Melisa raras veces se reía; ni tampoco se afectó discretamente, hasta acudir al extremo de hacer uso de su pañuelo blanco, como Sofía, la del tierno corazón, que estaba hablando con su pareja y al mismo tiempo mirando de soslayo al maestro, para enjugar alguna lágrima. Pero cuando se terminó el espectáculo y el pequeño telón bajó sobre las reducidas tablas, Melisa suspiró profundamente y se volvió hacia la grave cara del maestro, con una sonrisa apologética y cansado gesto.

      –Ahora, vámonos a casa—insinuó.

      Y bajó los párpados de sus negros ojos, como para ver una vez más la escena en su imaginación virgen.

      Al dirigirse a casa de la señora Morfeo, el maestro creyó prudente ridiculizar la función de arriba abajo.

      –No me extrañaría—dijo—que Melisa creyese que la joven que tan bellamente representa lo hace en serio, enamorada del caballero del rico traje, y aun suponiendo que estuviere enamorada de veras, sería una desgracia.

      –¿Por qué?—dijo Melisa, alzando los caídos párpados.

      –¡Oh! Porque con el salario actual no puede mantener a su mujer y pagar sus bonitos vestidos a tanto por semana, y, además, porque, casados, no tendrían tanto sueldo por los papeles de amantes. Esto, con tal—añadió el maestro—que no estén ya casados con otras; sospecho que el marido de la bella Condesita recibe los billetes a la entrada, alza el telón, o despavila las luces, o hace alguna otra cosa de igual refinamiento y distinción. Por lo que respecta al joven del vestido bonito, que lo es, realmente ahora, y debe costar a lo menos de dos y medio a tres pesos no contando para nada aquel manto de droguete encarnado, del cual conozco el precio, pues compré de él una vez para mi cuarto; en cuanto a este joven, Melisa, no es mal chico, y si bien bebe de vez en cuando, creo que la gente no debiera aprovecharlo para criticarlo tan acerbamente y echarlo en el lodo, ¿verdad? Puedes creerme que podría deberme durante mucho tiempo dos pesos y medio, antes no se lo echase en cara como en Wingdam lo hizo la otra noche aquel hombre.

      Melisa había tomado la mano del maestro entre las suyas, procurando mirarle a los ojos, pero el joven los mantuvo desviados con firmeza. Melisa tenía una vaga idea de la ironía, permitiéndose a veces una especie de humor sardónico, que se manifestaba por igual en sus acciones y en su manera de hablar. Pero el joven continuó de este talante, hasta que hubieron llegado a casa de la señora Morfeo y hubo depositado a Melisa bajo su cuidado maternal. Se le ofreció descanso y un refresco que rehusó, restregándose los ojos, para evitar las miradas de sirena de los ojos azules de Sofía, excusose y se fue derecho a casa.

      Durante los dos o tres días siguientes al arribo de la compañía dramática, Melisa iba tarde a la escuela, y a causa de la ausencia de su constante guía, el paseo usual del maestro la tarde del viernes, fue por una vez omitido. Al retirar el joven sus libros, preparándose para abandonar la escuela, sonó a su lado una infantil voz:

      –¿Con su permiso?

      El maestro se volvió y encontrose con Arístides Morfeo.

      –¿Qué ocurre?—dijo el maestro con impaciencia,—¡digan! ¡Pronto!

      –Bueno, señor, yo y Hugo creemos que Melisa se va a escapar nuevamente.

      –¡Cómo! ¿Qué significa esto, caballerito?—dijo el maestro con el injusto enojo con que siempre recibía las noticias que no le eran gratas.

      –Melisa, señor, no se queda nunca en casa, y Hugo y yo la vemos hablar con uno de aquellos cómicos y en este momento está con él, y, además, ayer nos dijo a Hugo y a mí que podía echar un discurso tan bien como la señorita Celestina Montemoreno, y se puso a declamar…

      Y el niño se calló, como asustado.

      –¿Qué cómico?—exclamó el maestro.

      –Aquel que lleva el sombrero negro… y cabello largo y alfiler de oro… y cadena de oro—dijo Arístides, poniendo períodos en lugar de comas para poder dar paso a su respiración.

      El maestro sintió una opresión desagradable en el pecho y en la garganta, y tomando maquinalmente los guantes y el sombrero se salió a la calle. Arístides trotaba a su lado, esforzándose en igualar el paso de sus cortas piernas con las zancadas del maestro, cuando éste se paró de repente y Arístides dio con él un fuerte topetazo.

      –¿Dónde estaban hablando?—preguntó, como siguiendo la conversación.

      –En la Arcada—dijo Arístides.

      Cuando hubieron llegado a la calle Mayor, el maestro se detuvo.

      –Ve corriendo a casa—dijo al niño.—Si Melisa está allí, ven a la Arcada y dímelo, y si no está quédate en ella; ¿oyes?

      Y Arístides se escapó al trote de sus cortas piernecillas, desplegando toda su velocidad.

      A pocos pasos del camino estaba la Arcada. Con este nombre era conocido un largo e irregular edificio, conteniendo taberna, salón de billar y restaurant. Al cruzar el joven la plaza, observó que dos o tres transeúntes se volvieron y le siguieron con la vista fijamente durante un buen trecho. Arreglose el vestido, sacó el pañuelo y se enjugó la cara antes de penetrar en el establecimiento. Dentro de la taberna había su habitual número de holgazanes, bebiendo y gritando desaforadamente. Una cara le miró tan fijamente y con expresión tan extraña, que el maestro se paró, encarándose con él, y entonces vio que no era más que su propia imagen reflejada en un espejo pintarrajeado la cual le hizo creer que tal vez estaba un poco excitado, de manera que tomó de una mesa un número de La Bandera de Red-Mountain, y trató de recobrar su serenidad, leyendo la sección anunciadora.

      Atravesó luego la taberna, el restaurant y entró en la sala de billar. Melisa no estaba allí. De pie, al lado de una de las mesas, había un individuo que llevaba en la cabeza un sombrero de hule con anchas alas, que el maestro reconoció en seguida por el agente de la compañía dramática. Era un hombre eminentemente antipático por la manera de llevar la barba y el pelo. En vista de que el objeto de su cuidado no estuviese allí, se volvió hacia el hombre del sombrero negro. Este había reparado en el maestro, pero con la astucia común en la cual siempre se estrellan los caracteres vulgares, afectó no verle. Contoneándose con un taco en la mano, aparentaba apuntar a una bola en el centro del billar. El maestro permaneció de pie delante de él, hasta que alzó los ojos. En el momento que sus miradas se cruzaron, el maestro fuese a su encuentro derechamente.

      Cuando principió a hablar, algo se le fue subiendo

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