Bocetos californianos. Bret Harte

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Bocetos californianos - Bret Harte

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style="font-size:15px;">      –Pero ahora, ¿esta noche?

      –Tanto mejor.

      Agarrados de las manos salieron al camino, al estrecho camino por el que una vez la habían conducido sus cansados pies a la puerta del maestro, y que parecía no deber pisar sola ya más. Miriadas de estrellas centelleaban sobre sus cabezas. Para el bien o para el mal, la lección había sido aprovechada, y detrás de ellos la escuela de Red-Mountain se cerró para siempre, dejando un rastro imperdurable.

      EL HIJO PRÓDIGO DEL SEÑOR TOMÁS

      Todo el mundo sabía que el señor Tomás andaba en busca de su hijo, y por cierto que era éste un buen truhán.

      Así es que no fue un secreto para sus compañeros de viaje, que venía a California con el único objeto de efectuar su captura. Sinceramente y con toda franqueza, nos puso el padre al corriente así de las particularidades físicas, como de las flaquezas morales del ausente hijo.

      –¿Relataba usted de un joven que ahorcaron en Red-Dog por robar un filón?—decía un día el señor Tomás a un pasajero del vapor.—¿Recuerda usted el color de sus ojos?

      –Negros—contestó el pasajero.

      –¡Ah!—dijo el señor Tomás, como quien consulta un memorándum mental,—los ojos de Carlos eran azules.

      Y alejábase inmediatamente. Quizá por tan poco simpático sistema de pesquisas o por aquella predisposición del Oeste, a tomar en broma cualquier principio o sentimiento que se exhiba con sobrada persistencia, las investigaciones del señor Tomás sobre el particular despertaron el buen humor de los viajeros del buque.

      Circulose privadamente entre ellos un anuncio gratuito sobre el tal Carlos, dirigido a Carceleros y Guardianes, y todo el mundo recordó haber visto a Carlos en circunstancias dolorosas, pero en favor de mis paisanos debo confesar que, cuando se supo que Tomás destinaba una fuerte suma a su justificado proyecto, sólo en voz baja siguieron las bromas, y nada se dijo, mientras él pudo oírlo, que fuera capaz de contristar el corazón de un padre, o bien de poner en peligro el provecho que podían esperar los bromistas de toda calaña. La proposición de don Adolfo Tibet, hecha en tono jocoso, de constituir una compañía en comandita, con el objeto de encontrar al extraviado joven, obtuvo, en principio, favorable acogida.

      Psicológicamente considerado, el carácter de el señor Tomás no era amable ni digno de atención. Sus antecedentes, tal como él mismo los comunicó un día en la mesa, denotaban un temperamento práctico, aun en medio de sus extravagancias. Tuvo una juventud y edad madura ásperas y voluntariosas, durante las cuales había enterrado a disgustos a su esposa, y obligado a embarcarse a su hijo, experimentó de repente una decidida vocación para el claustro.

      –La agarré en Nueva Orleáns el año 59—nos dijo el señor Tomás, como quien se refiere a una epidemia.—¡Pásenme las chuletas!

      Tal vez este temperamento práctico fue el que lo sostuvo en su indagación aparentemente infructuosa. No tenía en su poder indicio alguno del paradero de su fugitivo hijo, ni mucho menos pruebas de su existencia. Con la confusa y vaga memoria de un niño de doce años, esperaba ahora identificar al hombre adulto.

      Sin embargo, lo consiguió. Lo que no dijo jamás es cómo se salió con la suya. Hay dos versiones del suceso. Según una de ellas, el señor Tomás, visitando un hospital, descubrió a su hijo, gracias a un canto particular, que entonaba un enfermo delirante, soñando en su edad infantil. Esta versión, dando como daba ancho campo a los más delicados sentimientos del corazón, se hizo muy popular, y narrada por el reverendo señor Esperaindeo al regreso de su excursión por California, jamás dejó de satisfacer a los oyentes. La otra, menos sencilla, es la que yo adoptaré aquí, y, por lo tanto, debo relatarla con la detención que se merece.

      Era después que el señor Tomás desistió de buscar a su hijo entre el número de los vivos y se dedicaba al examen de las necrópolis y a inspeccionar cuidadosamente las frías lápidas de los cementerios. Un día, visitaba con cuidado la Montaña Aislada, lúgubre cima, bastante árida ya en su aislamiento original, y que parece más árida aún por los blancuzcos mármoles con que San Francisco da asilo a los que fueron sus ciudadanos, y los protege de un viento furioso y persistente, que se empeña en esparcir sus restos, reteniéndolos bajo la movediza arena que parece rehusar cobijarlos. Contra este viento, el viejo oponía una voluntad no menos férrea y tenaz. Todo el día se pasaba con su cabeza dura y gris, cubierta por un alto sombrero enlutado, hundido hasta las cejas, leyendo en alta voz las inscripciones funerarias. Las citas de las Santas Escrituras le gustaban y se complacía en corroborarlas con una Biblia manual.

      –Aquélla es de los salmos—dijo un día al cercano enterrador.

      El interpelado calló.

      Sin inmutarse en lo más mínimo, el señor Tomás se deslizó en la abierta fosa, entablando un interrogatorio más decidido.

      –¿Ha tropezado usted alguna vez en su profesión con un tal Carlos Tomás?

      –¡El diablo se lleve a Tomás!—replicó el enterrador fríamente.

      –Si no tenía religión creo que ya lo habrá hecho—respondió el viejo, trepando fuera de la tumba.

      Quizá diera esto ocasión a que el señor Tomás tardara más tiempo del ordinario en salir del cementerio. Al regresar de frente hacia la ciudad, principiaron a brillar ante él las luces, y un viento impetuoso, que la neblina hacía sensible, ya le impelía hacia adelante, ya como puesto en acecho le atacaba enfadosamente desde las desiertas calles de los suburbios. En uno de estos recodos otra cosa no menos indefinida y malévola, se arrojó sobre él con una blasfemia, encarándole una pistola y requiriéndole la bolsa o la vida. Pero se encontró con una voluntad de hierro y una muñeca de acero: agresor y agredido rodaron agarrados por el suelo; en el mismo instante, el viejo se irguió, tomando con una mano la pistola que había podido arrebatar y con la otra sujetando con el brazo tendido la garganta de un joven de hosco y salvaje semblante, que pretendía deshacerse con esfuerzos sobrehumanos.

      –Joven—dijo el señor Tomás, apretando sus delgados labios.—¿Cómo se llama usted?

      –¡Tomás!

      La férrea mano del anciano resbaló desde la garganta al brazo de su prisionero, aunque sin disminuir la presión con que le tenía asido.

      –Carlos Tomás, ven conmigo—dijo luego.

      Y llevose a su cautivo al hotel en que se hospedaba.

      Lo que tuvo lugar allí no ha trascendido fuera, pero a la mañana siguiente se supo que el señor Tomás había dado con el hijo pródigo.

      Sin embargo, ni la apariencia de los modales del joven justificaban a un perspicaz observador la anterior narración. Serio, reservado y digno, entregado en cuerpo y alma a su recién encontrado padre, aceptó los beneficios y responsabilidades de su nueva condición con cierto aire de formalidad, que se asemejaba al que hacía falta a la sociedad de San Francisco y que ella arrojaba de sí. Algunos quisieron despreciar esta cualidad como una tendencia a «cantar salmos», otros vieron en esto las cualidades heredadas del padre, y estaban dispuestos a profetizar para el hijo la misma dura vejez; pero todo el mundo convino en que era compatible con los hábitos de hacer dinero, en los cuales padre e hijo habían coincidido de un modo singular.

      Y, no obstante, el anciano parecía que no era feliz.

      Quizá porque la realización de sus deseos le había dejado sin una misión práctica; tal vez, y esto es lo más probable,

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