El origen del pensamiento. Armando Palacio Valdés
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D.ª Carolina se llevó el pañuelo a los ojos como si quisiera llorar.
–¿Qué es eso? ¿No hay boda?—preguntó Presentación; y, levantándose con ademán desabrido, añadió:—¡Bah, bah! La culpa ya sé yo de quién es.
No hubo más remedio que resignarse. Don Pantaleón hallaba prematuro el matrimonio. Los hombres, según decía su esposa, miran las cosas de un modo prosaico; se fijan en el porvenir, en las necesidades y obligaciones que trae consigo; todo lo ven de color negro. Nosotras procedemos de otro modo, por entusiasmo, por cariño; cuando se nos interesa el corazón no queremos ver las dificultades. Por mi parte, aunque no tuviese usted empleo ninguno, aunque fuese un pobre de la calle, bastaría el afecto que le tengo para que le entregase a mi hija sin reparar en nada.
IV
Esperaron, pues, pacientemente a que Sánchez se ablandara. La vida siguió deslizándose en la misma forma que antes, creciendo de día en día la confianza y el cariño entre nuestro joven y la familia de su novia. No salía de la casa. Cuando iban a paseo por Recoletos, Mario y Carlota marchaban delante y detrás D.ª Carolina y Presentación. Al poco tiempo todo Madrid los conocía. «Ahí vienen los novios,» se decían los paseantes al verlos. Entre algunos chistosos comenzó a llamárseles I promessi spossi. Y como suele suceder, al cabo de algunos meses llegaron a aburrir a la gente. ¡Pero, señor! ¿cuándo se casan estos chicos?
D.ª Carolina consintió al fin, a ruego de Mario, en tutearle, y hasta llevó su condescendencia a permitir que la llamase mamá, todo en secreto por supuesto y cuando Sánchez no se hallaba presente. Un día que delante de éste se le escapó llamarle de tú, ¡Jesucristo, lo colorada que se puso la buena señora! Mario estaba hechizado; la adoraba.
Pocos meses después acaeció un cambio en la política. Cayó el ministerio y se formó otro nuevo. El ministro de Ultramar saliente se acordó de Mario por la amistad que había mantenido con su padre y le dejó ascendido en lo que se denomina en términos burocráticos testamento. Tenía diez y seis mil reales de sueldo. D.ª Carolina mostró al saberlo una alegría verdaderamente maternal. Tanto que a los pocos días le llevó sigilosamente hacia un rincón y le dijo con misterio que si se lo permitía iba a dar «otro tiento» a Sánchez: desconfiaba bastante del éxito, pero iba a hacer un esfuerzo supremo… «Ya veríamos.»
En el pecho del joven escultor renacieron súbito las esperanzas. Se puso tan nervioso, que la bondadosa señora, para completar su caritativa obra, mostrose propicia a ir en aquel mismo momento al cuarto del severo esposo. Mario no pudo contenerse; poco menos que la hizo salir a empujones de la habitación. Ella sonreía dulcemente llamándole loco.
¡Qué zozobra! ¡qué congojas las de los novios mientras permaneció por allá! Llegó a tal extremo, que Mario ¡pobre muchacho! consintió en rezar con Carlota algunos padres nuestros para obtener un resultado favorable.
El cielo escuchó sus oraciones. D.ª Carolina se presentó al cabo de media hora radiante de dicha. Y antes de que saliese una palabra de sus labios, corrió hacia su hija y la abrazó estrechamente derramando un torrente de lágrimas. Después hizo lo mismo con Mario. Éste experimentó tan fuerte emoción, que quiso volverse loco. Lloró, rió, bailó, besó las manos a su futura suegra llamándola madre, prometiéndole amarla y obedecerla siempre como un hijo sumiso; en fin, mil ridiculeces que harán sonreír a todo el que no haya estado de veras enamorado.
Desde entonces no se habló más que de la boda. Comenzaron a comprar la ropa blanca; esto es, comenzó el único período de la existencia que puede dar idea aproximada de lo que acontece en el cielo. Esta memorable etapa de la ropa interior ejerció tal influencia en la felicidad de Mario, que muchos años después, al pasar delante de un bazar de ropa blanca y ver colgadas en el escaparate algunas enaguas y camisas de señora, aún sentía latir su corazón conmovido. D.ª Carolina fue el Espíritu Santo de este almo cielo. Cuando nuestro joven la veía ponerse las gafas y tomar entre sus dedos una chambra, frotarla cuidadosamente, acercarla a los ojos para ver si descubría alguna pérfida hebra de algodón entre su cándido hilo, un estremecimiento de dicha inefable corría por su cuerpo; la emoción le ahogaba; necesitaba volverse de espaldas para no caer a sus pies y expresarle en términos fervorosos delante de los horteras toda la veneración, todo el entusiasmo que su conducta generosa le inspiraba.
Luego se fijó el día: se discutió la forma en que había de celebrarse. Antes se había convenido en que los novios no vivirían aparte «por ahora.» El pequeño sueldo de Mario no lo consentía. D. Pantaleón manifestó por boca de su esposa que mientras el matrimonio no se hallase en condiciones de establecerse, viviría en su compañía. El mismo D. Pantaleón resolvió que la boda se celebrase con un día de campo en los Viveros, como era uso y costumbre entre el elemento distinguido del comercio de Madrid.
Fue en el primer domingo de Agosto. Mario convidó a sus amigos los tertulios del café del Siglo, Miguel Rivera, Adolfo Moreno, Llot, Oliveros, Romadonga y tres o cuatro compañeros de oficina: los señores de Sánchez, a varias distinguidas familias del comercio, y entre ellas a la del mismísimo presidente de la Liga de Productores, propietario de una gran fábrica de ladrillo refractario en las afueras de Madrid. Los esposos Sánchez no mantenían amistad muy íntima con esta familia; pero comprendiendo todo el lustre que sobre la fiesta recaería si lograban que asistiese a ella, les escribieron una rendida carta. Los señores de Corneta, que así se llamaba el presidente de la Liga, respondieron con una muy amable esquela aceptando y enviando al propio tiempo una precisa licorera, que enriqueció la serie de regalos que los novios recibieron en aquellos días. D.ª Carolina los había colocado todos en un gabinete de la casa en medio de una bonita decoración de percalina para que hiciesen más impresión. Había muchos y muy lindos, pero entre todos predominaba una rica colección de barómetros y termómetros de todas formas y tamaños. Los amigos habían comprendido, con admirable instinto, que nada puede interesar tanto a unos recién casados como la observación atenta de los fenómenos meteorológicos.
El primer domingo de Agosto amaneció tan espléndido, tan claro y caliente como casi todos sus colegas del estío en Madrid. Los asistentes a las primeras misas en la iglesia de Santiago pudieron ver en una de las capillas laterales a un joven correctamente vestido de negro hincado delante de un confesonario. Nada tenía de particular. Pero en el confesonario de enfrente había una joven también vestida de negro con la cara pegada a la ventanilla. Esto era ya grave. Así lo entendieron los fieles, y por eso, pecando contra el tercer mandamiento, no les quitaron ojo mientras duró la confesión.
El cura tenía abrazado al joven, de suerte que los asistentes no podían observar más que sus piernas, que no decían nada. Pero la joven dejaba ver un cacho de mejilla, y este cacho de mejilla, por lo suave, por lo terso, por lo sonrosado, interesaba profundamente al auditorio, y muy especialmente al monaguillo que ayudaba a la misa.
«Son unos novios,» se dijeron los fieles rebosando de curiosidad y penetración. En efecto, eran ellos, la fresca y simpática Carlota y el venturoso Mario.
Después de la ceremonia y de tomar chocolate en la morada de D. Pantaleón, trasladaronse los recién casados y su cortejo en dos grandes ómnibus a los Viveros. Los Viveros guardan entre las filas de sus árboles enanos y bajo sus cenadores rústicos toda la poesía del comercio madrileño. Los gremios expresan allí en los días festivos que no son insensibles al encanto misterioso de la Naturaleza ni ajenos a las dulces emociones del campo. Como testimonios mudos pero elocuentes de este fondo poético que algunos pretenden negar, suelen verse bajo los frescos emparrados, donde la luz se cierne mansa y dormida, o sobre el fino tapiz de la yerba, entre setos de boj y cinamomo, algunas cabezas de sardina y no pocos residuos de huevos cocidos.
El Sr. Sánchez, que a pesar de su temperamento meditabundo