El origen del pensamiento. Armando Palacio Valdés

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El origen del pensamiento - Armando Palacio Valdés

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dos orlas de brillantes con zafiro en el medio; todo lo cual pregonaba que, si D.ª Rafaela no vestía de señora, no era seguramente por falta de dinero.

      Nadie lo ponía en duda, D.ª Rafaela poseía en la calle de Hortaleza un comercio de antigüedades que en otro tiempo había sido prendería y aún lo era cuando le venía bien. Unas veces predominaban los objetos antiguos, otras los viejos. Como complemento indispensable de tal negocio, D.ª Rafaela prestaba con usura. Hallaríase entre los cincuenta y sesenta años. Gruesa, morena, de facciones abultadas y con un extenso lunar de pelos largos, cerdosos, en la mejilla derecha, cerca de la boca. Vivía sola con una sobrina a quien dejaba cerrada en casa mientras acudía invariablemente todas las noches a tomar un vaso de grosella y a leer la cuarta plana de La Correspondencia. Era campechana, servicial y sencilla hasta la simpleza, pero en sus negocios de prendera y prestamista mostrábase inflexible y astuta como pocas.

      –Acérquese un poquito si ha concluido de tomar su grosella.

      D.ª Rafaela trasladó su silla cerca de la joven y en seguida se pusieron a departir amigablemente en voz baja. Claro está que el tema de su plática fue el acontecimiento de la noche, la presentación de Mario a la familia de Sánchez.

      –Al fin parece que eso lleva buen camino. Me alegro mucho… mucho. No deje de decírselo a su mamá, y que sea para bien. Es un chico muy decente, y si tira a su padre… ya ve usted… Por supuesto que Carlota, por lo guapa y bonachona, merecía un infante de Ingalaterra… Pero, hijita, los tiempos no están para andar a escobazos con los hombres. Así se lo digo muchas veces a la gazmoñita de mi sobrina, que hace melindres al vidriero de la esquina… Ahora, si usted me pregunta mi sentir, le diré que el que más me gusta de esa cuadrilla que se sienta en el rincón es aquel muchacho rubio que llaman Godofredo. No es que tenga que decir ni pensar nada malo de éste. Al contrario, me parece bastante formal y simpático; guapo no lo es… ¿para qué más de la verdad?… pero el otro… el otro es una alhaja, un bendito… ¡Si le viese usted, como yo le veo muchos días, comulgar en San Antón!… Vamos, que enternece hallar un chico tan humilde y devoto ahora en que a todos les da por despreciar las cosas santas y decir mil borricadas y escandalizar a las personas honradas. A veces se pasa media hora y más de rodillas delante del altar de la Virgen… Hijita, ¡qué feliz será su madre! Y la mujer que le lleve bien puede decir que no tiene que envidiar a ninguna duquesa.

      Presentación se ruborizó levemente con estas palabras y dirigió una mirada rápida hacia el rincón, tropezando sus ojos vivarachos con los suaves y místicos de Llot, que estuvieron posados buen rato sobre ella. D.ª Rafaela lo advirtió bien, y adoptando un semblante enteramente picaresco, le dijo bajando aún más la voz:

      –Ya sé, ya sé, querida, que usted y él… ¡vamos!… Apriete, hijita, apriete, y que no se escape, que bien merece la pena… Al que no puedo ver ni en pintura es a aquel otro que se come los periódicos, aquel de las barbas y las gafas…

      –¡Ah, sí, Moreno!…

      –¡Un moreno bien desaborío!… tan desgarbadote y tan sucio… Creo que no tiene más gusto que escandalizar a ese pobrecito de Godofredo. ¡Desalmadote! ¡pordiosero! ¡Puhá!

      Y miraba al mismo tiempo con ojos coléricos a la mesa donde Adolfo Moreno seguía enfrascado en la lectura, muy lejos de pensar que en aquel instante excitaba la cólera de la prendera.

      Mario y Carlota habían desaparecido, no corporalmente, pero sí en espíritu. Timoteo gemía y se lamentaba amargamente, por conducto de su violín, de que la niña menor de Sánchez se hubiese vuelto de espaldas y hablase tan animadamente con la señá Rafaela, sin cuidarse para nada del Día de sol ni de su intérprete. D.ª Carolina decía a Romadonga mientras su marido se atusaba gravemente el triste y pacífico bigote:

      –No necesito decirle, Sr. Romadonga, que entiendo perfectamente la intención con que su amiguito se ha hecho presentar por usted esta noche. Sabía hace tiempo que Carlota y él se miraban con buenos ojos, y cuando lo supe yo lo supo éste, porque yo no tengo costumbre de ocultar jamás nada a mi marido. Le pregunté si le parecía mal el muchacho. Me dijo que no, y entonces pensé: bueno, pues que corra el agua por donde quiera. El otro día me dijo Carlota: «Mamá, ese chico desea ser presentado.—¿A mí qué me cuentas? le respondí. Díselo a tu papá.—Es que yo no me atrevo… Si tú te encargases…—Está bien, hija, para mí han de ser todos los apuros.» Y armándome de valor me atreví a decírselo a éste. Crea usted que temblaba como una hoja, porque no sabía cómo lo iba a tomar; tenía miedo que me echase con viento fresco. Afortunadamente, estaba de buen humor aquel día, ¿verdad, querido?

      D. Pantaleón bajó los párpados, manifestando de este modo solemne y augusto que su esposa no se equivocaba acerca del estado de su espíritu en aquella ocasión.

      –Me respondió que no tenía inconveniente en que lo presentasen con tal que fuese por medio de una persona respetable. ¿Te parece bien D. Laureano?—Perfectamente.—Pues ya está hecho. Ahora no nos resta más que darle a usted las gracias por la molestia que ha querido tomarse.

      Romadonga levantó la mano para alejar de sí aquellas gracias que no merecía, y volvió la cabeza para mirar a la hermosísima chula, que en aquel instante se levantaba del asiento para marcharse. Al pasar junto a ellos D. Laureano le dijo familiarmente:

      –Adiós, Concha: hasta mañana.

      –Buenas noches—respondió ella sonriendo tímidamente.

      Su padre se llevó la mano al sombrero. Romadonga siguiola con la vista hasta que desapareció por la cancela. Antes de trasponerla Concha se volvió a medias y le echó una rápida mirada de latiguillo. Lo cual le puso de tan excelente humor, que desde entonces no cerró boca y consiguió tener suspensos y embelesados con su charla insinuante lo mismo a D. Pantaleón que a su esposa.

      Pero la noche corría. Habían sonado ya las once y media, hora en que aquella respetable familia tenía por costumbre retirarse. Doña Carolina se inclinó hacia el oído de su hija Carlota, y le dijo en voz baja, aunque no lo bastante para no ser oída de Mario:

      –Por mi gusto, querida, estaríamos aquí un ratito más; pero ya ves, tu papá acostumbra a retirarse a esta hora… y ahora más que nunca necesitamos tenerle contento, ¿verdad?—añadió con un guiño picaresco.

      Luego, volviéndose a su marido:

      –Pantaleón, nos iremos cuando tú lo ordenes.

      –Bien, pues vámonos ya—respondió el venerable jefe de la familia levantándose de la silla.

      Los demás le imitaron. La señá Rafaela y Romadonga manifestaron que también se iban. Mario no se atrevió a acompañarlos, aunque bastantes ganas se le pasaron. La despedida fue tímida y significativa por parte de Carlota, franca y afectuosa por la de su hermana, propia de una futura hermana política; por la de D.ª Carolina maternal, aunque templada por el respeto que le merecía la autoridad de su marido; y por éste tan cortés, tan suave, tan condescendiente, que Mario se mostró hondamente conmovido, y apenas pudo articular con voz temblorosa algunas palabras de ofrecimiento.

      Quedó solo al fin. El corazón no le cabía en el pecho. Permaneció un instante inmóvil contemplando la puerta, por donde acababa de desaparecer, la última, su gentil Carlota. Y bajando de pronto desde las nubes de oro y rosa donde se mecía a esta tierra prosaica, se dirigió a la mesa del rincón, donde sólo se hallaba ya Adolfo Moreno. El salto no podía ser mayor. Moreno era, en sentir de Mario, el ser más distante de la poética idealidad que en aquel momento inundaba su espíritu, el menos a propósito para recibir la confesión de sus impresiones. Sin embargo, eran éstas tan vivas, tan avasalladoras, que si no se desahogaba pronto de ellas, era de temer una congestión. Sentose enfrente de su amigo,

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