Una Justa de Caballeros . Морган Райс
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Читать онлайн книгу Una Justa de Caballeros - Морган Райс страница 7
“Déjalo”, le dijo gritando. “Empieza por la retaguardia y destruye el barco”.
Erec se dio la vuelta y se fue corriendo hacia la proa, dirigiendo su flota mientras todos lo seguían y navegaban hacia el cuello de botella.
“¡UNA ÚNICA FILA!”
Todos sus barcos le siguieron mientras el río iba estrechándose gradualmente. Erec navegaba con su flota y, mientras tanto, giró la vista hacia atrás y vio que la flota del Imperio se acercaba rápidamente, ahora estaba apenas a unos noventa metros. Vio cómo centenares de tropas del Imperio manejaban sus arcos y preparaban sus flechas, prendiéndoles fuego. Sabía que estaban casi a su alcance; había muy poco tiempo que perder.
“¡AHORA!” gritó Erec a Strom, justo cuando el barco de Strom, el último de la flota, se adentraba en el punto más estrecho.
Strom, que estaba observando y esperando, levantó su espada y cortó la mitad de las cuerdas que unían su barco al de Erec mientras, al mismo tiempo, saltaba al barco al lado de Erec. Las cortó justo cuando el barco abandonado navegaba hacia el cuello de botella e, inmediatamente, avanzaba a trompicones, sin timón.
“¡GIRADLO DE LADO!” ordenó Erec a sus hombres.
Todos sus hombres agarraron las cuerdas que quedaban a un lado del barco y tiraron tan fuerte como pudieron hasta que el barco, crujiendo en protesta, se giró lentamente de lado contra la corriente. Finalmente, la corriente lo llevó, se quedó firmemente atascado entre las rocas, apiñado entre las dos orillas del río, mientras su madera crujía y se empezaba a agrietar.
“¡TIRAD MÁS FUERTE!” exclamó Erec.
Tiraban y tiraban y Erec corrió para unirse a ellos, todos chillaban mientras tiraban con todas sus fuerzas. Lentamente, consiguieron girar el barco, manteniéndolo tenso mientras se adentraba más y más en las rocas.
Cuando el barco dejó de moverse, firmemente colocado, Erec se quedó finalmente satisfecho.
“¡CORTAD LAS CUERDAS!” exclamó, sabiendo que era ahora o nunca, sintiendo que su propio barco empezaba a tambalearse.
Los hombres de Erec cortaron las cuerdas que quedaban, liberando su barco en el momento justo.
El barco abandonado empezó a agrietarse, a desmoronarse, sus restos bloqueaban firmemente el río y, un instante después, el cielo ennegreció cuando un montón de flechas encendidas del Imperio descendieron sobre la flota de Erec.
La maniobra de Erec por alejar a sus hombres de ser heridos había sido en el momento preciso: las flechas habían ido a parar al barco abandonado, cayendo a menos de veinte metros de la flota de Erec y solo sirvieron para prender fuego al barco, creando un obstáculo más entre ellos y el Imperio. Ahora, el río sería infranqueable.
“¡A toda vela hacia delante!” gritó Erec.
Su flota navegaba con todas sus fuerzas, cogiendo el viento, distanciándose de su asedio y dirigiéndose más y más al norte, fuera del alcance de las flechas del Imperio. Vino otra descarga de flechas y estas fueron a parar al agua, salpicando y silbando alrededor del barco cuando impactaban con el agua.
Mientras continuaban navegando, Erec estaba en la proa y observaba, y vigilaba con satisfacción mientras miraba cómo la flota del Imperio se detenía ante el barco en llamas. Uno de los barcos del Imperio, sin miedo, intentó embestirlo, pero lo único que consiguió con sus esfuerzos fue prenderse fuego; centenares de soldados del Imperio gritaron, envueltos en llamas y saltaron por la borda y su barco en llamas creo un mar de restos todavía más profundo. Mientras lo miraba, Erec se imaginaba que el Imperio no podría atravesarlo durante varios días.
Erec sintió una mano que le agarraba fuerte el hombro y, al echar un vistazo, vio a Strom de pie a su lado sonriendo.
“Una de tus estrategias más acertadas”, dijo.
Erec le sonrió.
“Enhorabuena”, respondió.
Erec se giró y miró río arriba, las aguas se movían en todas direcciones y él todavía no estaba tranquilo. Habían ganado esta batalla, pero ¿quién sabía los obstáculos que les aguardaban?
CAPÍTULO CINCO
Volusia, que llevaba su ropaje dorado, estaba en lo alto de su tarima, mirando hacia abajo a los cien peldaños de oro que había levantado como una oda a ella misma, estiró los brazos y disfrutó del momento. Por lo que podía ver, las calles de la capital estaban llenas de gente, ciudadanos del Imperio, sus soldados, todos sus nuevos fieles, todos agachando la cabeza ante ella, hasta tocar con la cabeza en el suelo con la primera luz de la mañana. Todos cantaban a coro a la vez, un suave sonido constante, participando en el servicio de la mañana que ella había creado, tal y como sus ministros y comandantes les habían ordenado que hicieran: adoradla o encontraréis la muerte. Sabía que ahora la adoraban porque tenían que hacerlo, pero muy pronto, lo harían porque sería lo único que conocerían.
“Volusia, Volusia, Volusia”, cantaban. “Diosa del sol y diosa de las estrellas. Madre de los océanos y precursora del sol”.
Volusia observaba y admiraba su nueva ciudad. Por todas partes se habían levantado estatuas de oro de ella, tal y como ella había indicado a sus hombres que lo hicieran. Cada rincón de la capital tenía una estatua de ella, de oro brillante; a donde quiera que uno mirara, no quedaba más remedio que verla, que venerarla.
Por fin, estaba satisfecha. Por fin, era la Diosa que ella sabía que tenía que ser.
Los cantos llenaban el ambiente, al igual que el incienso, que quemaba en todos los altares por ella. Hombres, mujeres y niños llenaban las calles, hombro a hombro, todos inclinándose ante ella y ella sentía que lo merecía. El camino hasta llegar aquí había sido largo y duro, pero ella había marchado hasta la capital, había conseguido tomarla, destruir a los ejércitos del Imperio que se le habían puesto en contra. Ahora, por fin, la capital era suya.
El Imperio era suyo.
Por supuesto, sus consejeros pensaban diferente, pero a Volusia no le preocupaba mucho lo que pensaran. Ella sabía que era invencible, estaba en algún lugar entre el cielo y la tierra y ningún poder de este mundo podía destruirla. No solo no se encogía de miedo, sino que sabía que esto solo era el principio. Todavía quería más poder. Tenía pensado visitar cada cuerno y punta del Imperio y machacar a todos aquellos que se le opusieran, que no aceptaran su poder unilateral. Reuniría un ejército más y más grande, hasta que tuviera dominado cada rincón del Imperio.
Dispuesta a empezar el día, Volusia descendía lentamente e su tarima, tomando un escalón de oro después del otro. Estiraba el brazo y, cuando los ciudadanos corrían hacia delante, sus manos tocaban las de ellos, una multitud de fieles recibiéndola con los brazos abiertos, una diosa viva entre ellos. Algunos fieles, llorando, tocaban con la cara en el suelo mientras ella pasaba y montones más formaron un puente humano al fondo, deseosos de que caminara por encima de ellos. Lo hizo, pisando encima de la carne blanda de sus espaldas.
Por fin, tenía su rebaño. Y ahora era el momento de ir a la guerra.
Volusia estaba en lo alto de las murallas que rodean la ciudad, mirando desde allí el cielo desierto con una intensa sensación de que aquel era su destino. No veía otra cosa que no fueran cadáveres sin cabeza, todos los hombres que había matado, y un cielo