Una Vez Atraído . Блейк Пирс

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Una Vez Atraído  - Блейк Пирс Un Misterio de Riley Paige

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en absoluto. Apenas parecía estar viva.

      Diablito abrió la puerta de la jaula. La mujer irlandesa saltó hacia adelante, tratando de escapar. Diablito atacó su rostro ferozmente con el látigo. Ella se echó para atrás. Azotó su espalda una y otra vez. Sabía por experiencia que le dolería bastante, incluso a través de su blusa rota, especialmente sobre las ronchas y los cortes que ya le había causado.

      Entonces mucho ruido llenó el aire cuando todos los relojes comenzaron a sonar la medianoche. Diablito sabía lo que tenía que hacer ahora.

      Mientras los relojes seguían sonando, se apresuró hacia la mujer más débil y flaca, la que parecía apenas estar viva. Ella lo miró con una expresión extraña. Era la única persona que había estado aquí lo suficiente como para saber lo que iba a hacer a continuación. Parecía casi como si estuviera lista para ello, tal vez incluso hasta le daba la bienvenida.

      Diablito no tenía otra opción.

      Se agachó junto a ella y rompió su cuello.

      Miró fijamente a un reloj antiguo adornado al otro lado de la valla mientras la vida abandonó su cuerpo. Una Muerte tallada a mano estaba caminando hacia adelante y hacia atrás en frente de él, vestida con una bata, su cráneo sonriente mostrándose por debajo de su capucha. Era el reloj favorito de Diablito.

      El ruido circundante fue bajando de intensidad lentamente. Pronto no escuchó ningún sonido en absoluto excepto el coro de los relojes y el lloriqueo de las mujeres que aún estaban vivas.

      Diablito colocó a la chica muerta sobre su hombro. Era tan ligera que no le tomó ningún esfuerzo en absoluto. Abrió la jaula, salió de ella y la cerró detrás de él.

      Sabía que había llegado el momento.

      CAPÍTULO SEIS

      “Una muy buena actuación”, pensó Riley.

      La voz de Larry Mullins estaba temblando un poco. Mientras terminaba su declaración preparada para la junta de libertad condicional y para las familias de sus víctimas, sonaba como si estuviera a punto de llorar.

      “He tenido quince años para mirar atrás”, dijo Mullins. “Todos los días estoy lleno de pesar. No puedo volver atrás y cambiar lo que pasó. Yo no puedo traer a Nathan Betts y a Ian Harter a la vida. Pero me quedan años para hacer una contribución significativa a la sociedad. Por favor denme la oportunidad de hacerlo”.

      Mullins se sentó. Su abogado le entregó un pañuelo y él limpió sus ojos, aunque Riley no vio lágrimas reales.

      El consejero y administrador de casos deliberaron en susurros. También lo hicieron los miembros de la junta de libertad condicional.

      Riley sabía que pronto sería su turno para testificar. Mientras tanto estudió el rostro de Mullins.

      Ella lo recordaba bien y pensaba que no había cambiado mucho. Incluso entonces, había estado bien arreglado y era bien hablado y tenía un aire de inocencia. Si estaba más endurecido, lo escondía bien detrás de sus expresiones de tristeza extrema. En ese entonces había estado trabajando de niñero.

      Lo que impactó a Riley fue lo poco que había envejecido. Había tenido veinticinco años cuando había ido a la cárcel. Tenía la misma expresión amable y juvenil que había tenido en aquel entonces.

      No podía decir lo mismo con los padres de las víctimas. Las dos parejas se veían prematuramente viejas y quebrantadas de espíritu. A Riley le dolía el corazón por todos sus años de pena y aflicción.

      Ella deseaba haber sido capaz de hacer lo correcto para ellos desde el principio. También lo había querido su primer compañero del FBI, Jake Crivaro. Había sido uno de los primeros casos de Riley como agente, y Jake había sido un excelente mentor.

      Larry Mullins había sido detenido bajo la acusación de la muerte de un niño en un parque infantil. Durante su investigación, Riley y Jake encontraron que otro niño había muerto en circunstancias idénticas mientras estaba bajo el cuidado de Mullins en una ciudad diferente. Ambos niños habían sido sofocados.

      Cuando Riley había arrestado a Mullins, le había leído sus derechos y lo había esposado, su expresión irónica y llena de superioridad casi que había admitido su culpa.

      “Buena suerte”, le había dicho sarcásticamente.

      Ciertamente, la suerte se había vuelto en contra de Riley y Jake justo cuando Mullins estuvo bajo custodia. Negó haber cometido los asesinatos. Y a pesar de los mejores esfuerzos de Riley y de Jake, la evidencia contra él no era muy impactante. Había sido imposible determinar cómo los niños habían sido sofocados, y no había sido encontrada ningún arma asesina. Mullins solo había admitido haberlos perdido de vista. Había negado haberlos asesinado.

      Riley recordó lo que el fiscal general les había dicho a ella y a Jake.

      “Tenemos que tener cuidado, o el bastardo podrá quedar libre. Si tratamos de procesarlo por todos los cargos posibles, perderemos todo. No podemos demostrar que Mullins fue la única persona que tenía acceso a los niños cuando fueron asesinados”.

      Luego vino la oportunidad de negociar la declaración. Riley odiaba las declaraciones negociadas. Su odio por ellas había comenzado con ese caso. El abogado de Mullins había ofrecido el trato. Mullins se declararía culpable de ambos asesinatos, pero no como asesinatos premeditados, y sus sentencias serían simultáneas.

      Era un trato horrible. Ni siquiera tenía sentido. Si Mullins realmente había matado a los niños, ¿cómo podría haber sido simplemente negligente? Las dos conclusiones eran totalmente contradictorias. Pero el fiscal no vio otra alternativa que aceptarlo. A Mullins le dieron treinta años de cárcel con la posibilidad de libertad condicional o libertad anticipada por buena conducta.

      Las familias se habían sentido destrozadas y horrorizadas. Habían culpado a Riley y a Jake por no hacer su trabajo. Jake se retiró tan pronto como terminó el caso, se había vuelto un hombre amargado y enojado.

      Riley les había prometido a las familias de los chicos que haría todo lo posible para mantener a Mullins tras las rejas. Hace unos días, los padres de Nathan Betts habían llamado a Riley para informarle sobre la audiencia de libertad condicional. Había llegado el momento para que cumpliera su promesa.

      Los susurros generales llegaron a su fin. La oficial de audiencias Julie Simmons miró a Riley.

      “Entiendo que Riley Paige, la agente especial del FBI, quisiera hacer una declaración”, dijo Simmons.

      Riley tragó grueso. Había llegado el momento para el que se había estado preparando por quince años. Sabía que la junta de libertad condicional estaba familiarizada con todas las pruebas, tan incompletas como eran. No tenía sentido repasar la evidencia de nuevo. Tenía que hacerlo más personal.

      Ella se levantó y comenzó a hablar:

      “Según tengo entendido, Larry Mullins tiene la oportunidad de salir en libertad condicional porque es un 'prisionero ejemplar'“. Con una nota de ironía, agregó: “Sr. Mullins, lo felicito por su logro”.

      Mullins asintió con la cabeza, su rostro mostrando ninguna expresión. Riley continuó.

      “'Comportamiento

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