Soldado, Hermano, Hechicero . Морган Райс
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“Ceres”, dijo Akila, “los soldados imperiales que faltan, o bien se han retirado al castillo o bien han empezado a buscar maneras de salir de la ciudad. Mis hombres han seguido a los que podían, pero no conocen esta ciudad lo suficiente, y… bien, existe el peligro de que la gente lo malinterprete”.
Ceres lo comprendía. Si los hombres de Akila fueran a la caza de los soldados que huían por Delos, existía el peligro que los vieran como invasores. Aunque no lo fueran, podían tenderles una emboscada, dividirlos y derribarlos.
Aún así se hacía extraño que tanta gente fuera hasta ella en busca de respuestas. Miró a su alrededor, en busca de ayuda, pues debía haber alguien por allí mejor calificado para hacerse cargo de lo que ella estaba. Ceres no quería asumir que debía hacerse cargo solo porque su linaje le proporcionaba un vínculo con el pasado de los Antiguos de Delos.
“¿Ahora quién está al cargo de la rebelión?” exclamó Ceres. “¿Sobrevivió alguno de los líderes?”
A su alrededor, veía que la gente extendía las manos y negaba con la cabeza. No lo sabían. Evidentemente no lo sabían. No habían visto más de lo que Ceres había visto. Ceres conocía la parte que importaba: Anka había desaparecido, asesinada por los verdugos de Lucio. Probablemente, la mayoría de los otros líderes también estaban muertos. O eso, o estaban escondidos.
“¿Qué sabéis del primo de Lord West, Nyel?” preguntó Ceres.
“Lord Nyel no nos acompañó durante el ataque”, dijo uno de los antiguos hombres de Lord West.
“No”, dijo Ceres, “imagino que no lo haría”.
Quizás era bueno que no estuviera allí. Los rebeldes y la gente de Delos hubieran sido cautos con un noble como Lord West, dado todo lo que representaba, y él había sido un hombre valiente y honesto. Su primo no había sido ni la mitad de hombre que él.
No les preguntó a los combatientes si tenían un líder. No eran este tipo de hombre. Ceres los había llegado a conocer a cada uno de ellos en las arenas de entrenamiento para el Stade, y sabía que si bien cada uno de ellos valía una docena más de hombres normales, no eran capaces de dirigir algo así.
Se quedó mirando a Akila. Era evidente que era un líder, y sus hombres claramente seguían su ejemplo. Sin embargo, parecía que estuviera buscando que ella diera las órdenes aquí.
Ceres sintió la mano de su padre sobre el hombro.
“Te preguntas por qué deberían escucharte”, supuso, y se acercó mucho a la cuestión.
“No deberían seguirme solo porque resulta que tengo la sangre de los Antiguos”, respondió Ceres en voz baja. “¿Quién soy yo, realmente? ¿Cómo puedo esperar dirigirlos?”
Vio que su padre sonreía ante aquello.
“No quieren seguirte solo por quiénes son tus ancestros. A Lucio no lo seguirían si ese fuera el caso”.
Su padre escupió al suelo como para enfatizar lo que pensaba sobre eso.
Sartes asintió.
“Nuestro Padre tiene razón, Ceres”, dijo. “Te siguen por todo lo que has hecho. Por quien tú eres”.
Pensó en ello.
“Debes reunirlos”, añadió su padre. “Tienes que hacerlo ahora”.
Ceres sabía que tenían razón, pero aún así era difícil ponerse en medio de tanta gente sabiendo que estaban esperando a que ella tomara una decisión. Pero, ¿qué sucedía si no lo hacía? ¿Qué sucedía si obligaba a uno de los demás a ponerse al mando?
Ceres podía adivinar la respuesta. Notaba la energía de la multitud, por ahora reprimida, pero allí al fin y al cabo, como rescoldos ardientes a punto de estallar en un fuego incontrolable. Sin una dirección, aquello significaría saquear la ciudad, más muerte, más destrucción, y quizás incluso la derrota si las facciones que allí había estaban en desacuerdo.
No, no podía permitir eso, incluso aunque todavía no estuviera segura de que lo pudiera hacer.
“¡Hermanos y hermanas!” exclamó y, ante su sorpresa, la multitud que la rodeaba se quedó en silencio.
Ahora la atención hacia ella parecía total, incluso comparada con lo que había sucedido antes.
“¡Hemos ganado una gran victoria, todos nosotros!” ¡Todos vosotros! ¡Os enfrentasteis al Imperio, y arrancasteis la victoria de las mandíbulas de la muerte!”
La multitud aclamó, y Ceres miró a su alrededor, permitiéndose un momento para asimilarlo.
“Pero no es suficiente”, continuó. “Sí, ahora podríamos irnos a casa y hubiéramos conseguido mucho. Incluso podríamos estar a salvo durante un tiempo. Pero, al final, el Imperio y sus gobernantes vendrían a por nosotros, o a por nuestros hijos. Volveríamos a lo que había, o a algo peor. ¡Debemos acabar con esto, de una vez por todas!”
“¿Y cómo vamos a hacerlo?” exclamó una voz entre la multitud.
“Tomamos el castillo”, respondió Ceres. “Tomamos Delos. Y nos la hacemos nuestra. Capturamos a la realeza y paramos su crueldad. Akila, ¿vosotros vinisteis aquí por mar?”
“Así es”, dijo el líder rebelde.
“Entonces, tú y tus hombres id hacia el puerto y aseguraos de que lo tenemos controlado. No quiero que los imperiales se escapen para ir a buscar un ejército para atacarnos, o que una flota se cuele y se nos eche encima”.
Vio que Akila decía que sí con la cabeza.
“Así lo haremos”, le aseguró.
La segunda parte era más difícil.
“Todos los demás, venid conmigo al castillo”.
Señaló hacia donde estaba la fortificación, por encima de la ciudad.
“Durante demasiado tiempo, ha sido un símbolo del poder que tienen sobre vosotros. Hoy, lo tomaremos”.
Dio un vistazo a la multitud, intentando calibrar su reacción.
“Si no tenéis arma, conseguid una. Si estáis demasiado heridos, o no queréis hacer esto, no es ninguna deshonra quedarse, ¡pero si venís, podréis decir que estuvisteis allí el día en que Delos consiguió su libertad!”
Hizo una pausa.
“¡Pueblo de Delos!” gritó, con voz retumbante. “¿¡Estáis conmigo!?”
El rugido que dio la multitud por respuesta fue suficiente para dejarla sorda.
CAPÍTULO