El Don de la Batalla . Морган Райс
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Читать онлайн книгу El Don de la Batalla - Морган Райс страница 16
Volusia miraba a su alrededor en busca de los Volks, deseosa por destrozarlos, pero ya se habían ido, habían desaparecido tan pronto hubieron echado aquella horrible maldición sobre ella. Le habían advertido que no uniera sus fuerzas a ellos y ahora veía que todas las advertencias eran ciertas. Había pagado un buen precio por ello. Un precio que nunca podría restaurarse.
Volusia quería soltar su rabia sobre alguien y su mirada se posó en Brinn, su nuevo comandante, un guerrero imponente que solo tenía unos pocos años más que ella, que la había estado cortejando durante lunas. Joven, alto, musculoso, tenía una increíble apariencia y la había deseado todo el tiempo desde que lo conocía. Sin embargo, ahora, para su ira, ni siquiera cruzaba la mirada con ella.
“Tú”, le siseó Volusia, apenas capaz de contenerse. “¿Ni siquiera vas a mirarme?”
Volusia se sonrojó cuando él alzó la vista pero no la miró a los ojos. Este era su destino ahora, sabía que para el resto de su vida la verían como un bicho raro.
“¿Ahora te doy asco?” preguntó, con la voz rota por la desesperación.
Bajó la cabeza, pero no respondió.
“Muy bien”, dijo finalmente tras un largo silencio, decidida a cobrar la venganza sobre alguien, “entonces te lo ordeno: mirarás fijamente el rostro que más odias. Me demostrarás que soy hermosa. Te acostarás conmigo”.
El comandante alzó la vista y la miró a los ojos por primera vez, con una expresión de miedo y horror.
“¿Diosa?” preguntó, con la voz rota, aterrorizado, sabiendo que se enfrentaría a la muerte si desafiaba su orden.
Volusia hizo una amplia sonrisa, estaba feliz por primera vez, al darse cuenta de que era la venganza perfecta: acostarse con el hombre que la encontraba más repugnante.
“Después de ti”, dijo mientras se apartaba y hacía un gesto señalando hacia el aposento.
*
Volusia estaba delante de la alta ventana arqueada descubierta del piso superior del palacio de la capital del Imperio y, mientras salían los soles a primera hora de la mañana y las cortinas se inflaban tocándole la cara, lloraba en silencio. sentía cómo sus lágrimas caían por el lado bueno de su cara pero no por el otro, el lado que estaba deshecho. Era insensible.
Un ligero ronquido interrumpió en el aire y Volusia miró por encima de su hombro y vio a Brin allí tumbado, todavía dormido, con su cara fruncida en una expresión de repugnancia, aún estando dormido. Sabía que él había odiado cada instante que había estado con ella y con aquello se había vengado un poco. Pero todavía no se sentía satisfecha. No podía soltarlo contra los Volks y ella todavía sentía la necesidad de venganza.
Era una débil venganza, apenas la que ella deseaba. Al fin y al cabo, los Volks habían desaparecido, mientras ella todavía estaba viva a la mañana siguiente, todavía encasquetada en ella misma, como tendría que estar el resto de su vida. Pegada a aquella imagen, aquel rostro desfigurado, que ni ella podía soportar.
Volusia se secó las lágrimas y miró hacia fuera, más allá del límite de la ciudad, más allá de los muros de la capital, en lo profundo del horizonte. Estaban allí acampados y sus ejércitos estaban aumentando. La estaban rodeando lentamente, reuniendo a millones de todos los rincones del Imperio, todos preparándose para invadir. Para aplastarla.
Recibía bien el enfrentamiento. Sabía que no necesitaba a los Volks. No necesitaba a ninguno de sus hombres. Podía matarlos ella sola. Al fin y al cabo, era una diosa. Hacía tiempo que había dejado el reino de los mortales y ahora era una leyenda, una leyenda que nadie, ni ningún ejército del mundo podía detener. Los recibiría ella sola y los mataría a todos, para siempre.
Entonces, por fin, no quedaría nadie que se enfrentara a ella. Entonces, sus poderes serían supremos.
Volusia escuchó un crujido tras ella y percibió movimiento por el rabillo del ojo. Vio que Brin se levantaba de la cama, apartaba las sábanas y empezaba a vestirse. Vio que se marchaba con cuidado de no ser visto, de no hacer ruido y ella se dio cuenta de que quería escaparse de la habitación antes de que lo viera, para no tener que volver a mirarla a la cara. Aquello ya era el colmo.
“Oh, Comandante”, le llamó con desinterés.
Vio cómo se quedaba paralizado de golpe por el miedo; se daba la vuelta y la miraba de mala gana y, cuando lo hizo, ella le sonrió, torturándolo con sus grotescos labios derretidos.
“Ven aquí, Comandante”, dijo. “Antes de que te vayas, quiero mostrarte algo”.
Él se giró lentamente y cruzó la habitación andando hasta llegar a ella y se quedó allí mirando hacia fuera, mirando a cualquier lugar menos a su cara.
“¿No tienes un dulce beso de despedida para tu Diosa?” preguntó.
Vio cómo se resistía siempre muy ligeramente y sintió de nuevo la ira ardiendo en su interior.
“Déjalo”, añadió con una expresión sombría. “Pero, por lo menos, hay algo que quiero mostrarte. Mira. ¿Ves allí, en el horizonte? Mira más de cerca. Dime lo que ves allá abajo”.
Él dio un paso adelante y ella le colocó la mano encima del hombro. Se inclinó hacia delante y observó la línea del horizonte con atención y, mientras lo hacía, ella vio que fruncía el ceño confundido.
“No veo nada, Diosa. Nada fuera de lo normal”.
Volusia hizo una amplia sonrisa, sintiendo que el viejo deseo de venganza crecía dentro de ella, sintiendo la vieja sed de venganza, de crueldad.
“Mira más de cerca, Comandante”, dijo.
Él se inclinó un poco más hacia delante y, con un movimiento rápido, ella lo agarró por detrás de su camisa y, con todas sus fuerzas, lo lanzó de cara por la ventana.
Brin chillaba mientras agitaba brazos y piernas y volaba por los aires, cayendo a unos treinta metros, hasta que finalmente fue a parar de cara a la calle allá abajo, muriendo al instante. El golpe seco resonó en las calles que, por lo demás, estaban tranquilas.
Volusia hizo una amplia sonrisa, examinó su cuerpo, sintiendo finalmente una sensación de venganza.
“Te ves a ti mismo”, respondió. “¿Quién es el menos grotesco de los dos ahora?”
CAPÍTULO DOCE
Gwendolyn caminaba por los sombríos pasillos de la torre de los Buscadores de la Luz, con Krohn a su lado, subiendo lentamente por la rampa circular que había a los lados del edificio. El camino estaba bordeado de antorchas y fieles al culto, de pie atentos en silencio, con las manos escondidas en sus sotanas y la curiosidad de Gwen crecía mientras continuaba subiendo un piso tras otro. El hijo del rey, Kristof, la había acompañado medio camino tras su encuentro, después había dado la vuelta y había bajado, dándole instrucciones de que tendría que completar el viaje sola para ver a Eldof, de que ella sola podía enfrentarse a él. Por la forma en que todos hablaban de él, parecía que se tratase de un dios.