El Don de la Batalla . Морган Райс

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El Don de la Batalla  - Морган Райс El Anillo del Hechicero

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      Él rio.

      “¿Por qué tendría que hacerse todo siempre por un beneficio?” preguntó. “No los salvaré porque no tienen que salvarse”, dijo rotundamente. “Este lugar, la Cresta, no debe sobrevivir. Debe ser destruido. El Rey debe ser destruido. Todas estas personas deben ser destruidas. Y no me corresponde interponerme en el camino del destino. Se me ha concedido el don de ver el futuro, pero es un don del que no abusaré. No cambiaré lo que veo. ¿Quién soy yo para interponerme en el camino del destino?”

      Gwendolyn no pudo evitar pensar en Thorgrin y en Guwayne.

      Eldon hizo una amplia sonrisa.

      “Ah, sí”, dijo, mirándola. “Tu marido, tu hijo”.

      Gwen le devolvió la mirada, atónita, preguntándose cómo le había leído la mente.

      “Deseas ayudarlos con todas tus fuerzas”, añadió y, a continuación, negó con la cabeza. “Pero a veces no puedes cambiar el destino”.

      Ella enrojeció y se sacudió sus palabras, decidida.

      “Yo cambiaré el destino”, dijo enérgicamente. “Cueste lo que cueste. Incluso aunque tenga que entregar mi propia alma”.

      Eldof la miró atentamente durante un buen rato, examinándola.

      “Sí”, dijo. “Lo harás, ¿cierto? Puedo ver esa fuerza en ti. El espíritu de un guerrero”.

      Él la examinó y, por primera vez, vio un poco de seguridad en su expresión.

      “No esperaba encontrar esto dentro de ti”, continuó, con voz humilde. “Hay unos pocos seleccionados, como tú, que tienen el poder de cambiar el destino -no en la Cresta. La muerte viene hacia aquí. Lo que ellos necesitan no es un salvamento, sino un éxodo. Necesitan un nuevo líder, que los guíe a través del Gran Desierto. Creo que ya sabes que tú eres este líder”.

      Gwen sintió un escalofrío ante sus palabras. No se imaginaba a ella misma con la fuerza de volver a pasar todo aquello de nuevo.

      “¿Cómo voy a dirigirlos?”, preguntó, agotada por el pensamiento. “¿Y dónde nos queda por ir? Estamos en medio de la nada”.

      Él se giró, se quedó en silencio y, mientras empezaba a caminar, Gwen sintió un repentino deseo ardiente de saber más.

      “Cuéntame”, dijo, saliendo disparada hacia él y agarrándolo por el brazo.

      Él se dio la vuelta y miró su mano, como si una serpiente le estuviera tocando, hasta que al final ella la retiró. Varios de sus monjes salieron corriendo de las sombras y se detuvieron allí cerca, mirándola furiosos, hasta que finalmente Eldof les hizo una señal con la cabeza y se retiraron.

      “Dime”, le dijo él a ella, “te responderé una vez. Solo una vez. ¿Qué es lo que deseas saber?”

      Gwen respiró profundamente, desesperada.

      “Guwayne”, dijo, sin aliento. “Mi hijo. ¿Cómo puedo recuperarlo? ¿Cómo cambio el destino?”

      Él la miró durante un buen rato.

      “La respuesta ha estado delante de ti todo este tiempo y, sin embargo, no la ves”.

      Gwen se estrujaba el cerebro, desesperada por saber y, sin embargo, no comprendía de qué se trataba.

      “Argon”, añadió él. “Hay un secreto que teme contarte. Ahí es donde yace tu respuesta”.

      Gwen estaba estupefacta.

      “¿Argon?” preguntó. “¿Argon lo sabe?”

      Eldof negó con la cabeza.

      “Él no. Pero sí su maestro”.

      La mente de Gwen daba vueltas.

      “¿Su maestro?” preguntó ella.

      Gwen nunca había pensado que Argon tuviera un maestro.

      Eldof asintió.

      Pídele que te lleve hasta él”, dijo, con rotundidad en su voz. “Las respuestas que recibas te asustarán incluso a ti”.

      CAPÍTULO TRECE

      Mardig andaba de forma pomposa y con decisión por los pasillos del castillo, su corazón latía con fuerza mientras contemplaba en su imaginación lo que estaba a punto de hacer. Bajó el brazo y con una mano sudorosa agarró el puñal que estaba bien escondido en su cintura. Hacía la ruta que había hecho un millón de veces antes, de camino a ver a su padre.

      Ahora la habitación del Rey no estaba lejos y Mardig serpenteaba los conocidos pasillos, pasando por todos los guardias que saludaban con una reverencia al ver al hijo del Rey. Mardig sabía que tenía poco que temer de ellos. Nadie tenía ni idea de lo que iba a hacer y nadie sabría lo que había sucedido hasta que mucho después de que el acto estuviera hecho y el reino fuera suyo.

      Mardig sintió un remolino de emociones opuestas mientras se obligaba a sí mismo a poner un pie delante del otro, con las rodillas temblorosas, se obligaba a mantenerse resuelto mientras se preparaba para el hecho que había contemplado toda su vida. Su padre siempre había sido un tirano para él, siempre lo había visto con malos ojos, mientras aprobaba a sus otros hijos guerreros. Incluso aprobaba a su hija más que a él. Todo porque él, Mardig, había escogido no participar en esta cultura de la caballería; todo porque él prefería beber vino y perseguir mujeres -en lugar de matar hombres.

      A ojos de su padre, esto lo convertía en un fracaso. Su padre nunca había visto con buenos ojos todo lo que Mardig hacía, sus ojos de desaprobación lo seguían por todos los rincones y Mardig siempre había soñado con echar cuentas un día. Y, al mismo tiempo, Mardig podía hacerse con el poder. Todo el mundo esperaba que el reino cayera sobre uno de sus hermanos, el mayor, Koldo, o, si no era él, entonces sobre el gemelo de Mardig, Ludvig. Pero Mardig tenía otros planes.

      Cuando Mardig giró la esquina, los soldados que la vigilaban la puerta le saludaron con una reverencia y dieron la vuelta para abrírsela sin ni siquiera preguntar por qué.

      Pero, de repente, uno de ellos se detuvo inesperadamente y se giró para mirarlo.

      “Mi señor”, dijo, “el Rey no nos avisó sobre ninguna visita esta mañana”.

      El corazón de Mardig empezó a latir con fuerza, pero él se obligó a parecer valiente y seguro; se giró y miró fijamente al soldado, con una mirada de privilegio, hasta que finalmente vio que el soldado parecía inseguro.

      “¿Y yo soy una simple visita?” contestó Mardig con frialdad, haciendo todo lo que podía para que pareciera que no tenía miedo.

      El guardia se retiró rápidamente y Mardig entró por la puerta abierta y los guardias la cerraron tras él.

      Mardig entró con aire pomposo a la habitación y, al hacerlo, vio la mirada de sorpresa de su padre, que estaba al lado de la ventana, mirando hacia fuera y pensando en su reino. Lo miró confundido.

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