El Don de la Batalla . Морган Райс

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El Don de la Batalla  - Морган Райс El Anillo del Hechicero

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Gwen giró una esquina, la torre se abrió de golpe y se quedó sin aliento ante lo que vio. Entró en una habitación elevada con un techo de unos treinta metros, con las paredes llenas de vitrales que iban del suelo hasta el techo. Una tenue luz lo inundaba todo, llena de escarlatas, violetas y rosas, dándole a la habitación una cualidad etérea. Y lo que hacía todo aquello más surrealista era ver a un hombre sentado solo en aquel enorme lugar, en el centro de la habitación, los rayos de luz bajaban sobre él como iluminándolo a él y solo a él.

      Eldof.

      El corazón de Gwen latía con fuerza al verlo allí sentado al fondo de la habitación, como un dios caído del cielo. Estaba allí sentado, con las manos plegadas dentro de su brillante manto dorado, con la cabeza completamente calva, en un enorme y magnífico trono grabado de mármol, con antorchas a ambos lados del mismo y en la rampa que llevaba hacia él, iluminando indirectamente la habitación. Aquella habitación, aquel trono, la rampa que llevaba hasta él, eran más impresionantes que acercarse a un Rey. Entendió enseguida por qué el Rey se sentía amenazado por su presencia, su culto, aquella torre. Todo estaba diseñado para intimidar e inspirar sumisión.

      No le hizo ninguna señal, ni siquiera respondió a su presencia y Gwen, sin saber qué más hacer, empezó a subir la larga y dorada pasarela que llevaba hasta su trono. Mientras avanzaba vio que no estaba allí solo después de todo, pues ocultos en las sombras había hileras de fieles todos en fila, con los ojos cerrados, las manos metidas dentro de sus sotanas, puestos en fila en la rampa. Se preguntaba cuántos miles de seguidores tenía.

      Finalmente se detuvo a pocos metros de su trono y alzó la vista.

      Él bajó la vista para mirarla con unos ojos que parecían viejos, de un azul claro, brillantes y mientras le sonreía, sus ojos no tenían ninguna calidez. Eran hipnotizadores. Aquello le recordaba cuando estaba en presencia de Argon.

      No sabía qué decir mientras la miraba fijamente; parecía que estaba mirando fijamente a su alma. Se quedó allí en silencio, esperando a que él estuviera listo y podía sentir que Krohn se ponía tenso a su lado, igualmente nervioso.

      “Gwendolyn del Reino Oeste del Anillo, hija del Rey MacGil, la última esperanza para ser el salvador de su pueblo y del nuestro”, pronunció lentamente, como si estuviera leyendo algún texto antiguo, su voz era más profunda de lo que ella jamás había escuchado, se escuchaba como si resonara de la misma piedra. Sus ojos se clavaron en los de ella y su voz era hipnotizadora. Mirarlos fijamente le hacía perder toda noción del espacio, del tiempo y del lugar y Gwen ya sentía cómo la absorbía su culto de personalidad. Se sentía embelesada, como si no pudiera mirar a ningún otro lugar, aunque lo intentara. Inmediatamente sintió como si él fuera el centro del mundo y de golpe entendió cómo todas aquellas personas habían venido a adorarlo y a seguirlo.

      Gwen lo miró fijamente, quedándose por un momento sin palabras, una cosa que raramente le había sucedido. Nunca se había sentido tan deslumbrada, ella, que había estado ante muchos Reyes y Reinas; ella, que era Reina; ella, la hija de un Rey. Aquel hombre tenía una cualidad, algo que no sabía cómo describir; por un instante, incluso olvidó por qué había venido.

      Finalmente, aclaró su mente el tiempo suficiente para poder hablar.

      “He venido”, empezó, “porque…”

      Él se rió, interrumpiéndola, con un ruido corto y profundo.

      “Ya sé por qué has venido”, dijo. “Lo sabía incluso antes de que tú lo hicieras. Sabía de tu llegada a este sitio -de hecho, lo supe incluso antes de que cruzaras el Gran Desierto. Supe de tu partida del Anillo, de tu viaje a las Islas Superiores y de tus viajes por el mar. Sé de tu marido, Thorgrin, y de tu hijo, Guwayne. Te he observado con gran interés, Gwendolyn. Te he observado durante siglos”.

      Gwen sintió un escalofrío ante sus palabras, ante la familiaridad de aquella persona que no conocía. Sintió un hormigueo por los brazos, por la espalda, preguntándose cómo sabía todo aquello. Sintió que una vez estuviera en su órbita, no podría escapar si lo intentaba.

      “¿Cómo sabe todo esto?” preguntó.

      Él sonrió.

      “Soy Eldof. Soy el principio y el final del conocimiento”.

      Se puso de pie y ella se quedó estupefacta al ver que era dos veces más alto que cualquier hombre que hubiera conocido. Él se acercó un paso más, rampa abajo, y con sus ojos tan cautivadores, Gwen sentía que no podía moverse en su presencia. Era muy difícil concentrarse ante él, tener un pensamiento independiente por sí misma.

      Gwen se obligó a despejar la mente, a concentrarse en el asunto que tenía a mano.

      “Su Rey le necesita”, dijo ella. “La Cresta le necesita”.

      Él rio.

      “¿Mi Rey?” repitió con desprecio.

      Gwen se obligó a insistir.

      “Él cree que usted sabe cómo salvar la Cresta. Cree que le esconde un secreto, uno que podría salvar este lugar y a toda esta gente”.

      “Lo escondo”, respondió rotundamente.

      A Gwen la dejó de piedra su inmediata y sincera respuesta y apenas sabía qué decir. Esperaba que lo hubiera negado.

      “¿Lo esconde?” preguntó estupefacta.

      Él sonrió pero no dijo nada.

      “Pero ¿por qué?” preguntó. “¿Por qué no comparte este secreto?”

      “¿Y por qué debería hacerlo?” preguntó él.

      “¿Por qué?” preguntó ella perpleja. “Evidentemente, para salvar este reino, para salvar a su pueblo”.

      “¿Y por qué querría hacer esto?” insistió él.

      Gwen entrecerró los ojos, confundida; no tenía ni idea de cómo responder. Finalmente, él suspiró.

      “Tu problema”, dijo él, “Es que crees que todo el mundo debe salvarse. Pero aquí es donde te equivocas. Tú miras al tiempo bajo el prisma de unas simples décadas; yo lo veo en referencia a siglos. Tú ves a las personas indispensables; yo las veo como simples dientes de la gran rueda del destino y el tiempo”.

      Se acercó un paso más, con los ojos ardiendo.

      “Algunas personas, Gwendolyn, tienen que morir. Algunas personas necesitan morir”.

      “¿Necesitan morir?” preguntó horrorizada.

      “Algunos necesitan morir para liberar a otros”, dijo. Algunos deben caer para que otros se levanten. ¿Qué hace a una persona más importante que otra? ¿A un sitio más importante que otro?”

      Reflexionaba sobre sus palabras, cada vez más confundida.

      “Sin la destrucción, sin la devastación, no habría crecimiento. Sin las arenas vacías del desierto, no habría cimientos en los que construir las grandes ciudades. ¿Qué es más importante: la destrucción o el crecimiento que le seguirá? ¿No lo comprendes? ¿Qué es la destrucción sino unos cimientos?

      Gwen,

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