Una Joya para La Realeza . Морган Райс
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Читать онлайн книгу Una Joya para La Realeza - Морган Райс страница 11
Llegaron a los muelles. Ruperto había esperado que por lo menos para esto habría un gran barco de guerra esperando y los cañones disparando un saludo en reconocimiento a su estatus, como mínimo.
En su lugar, no había nada.
—¿Dónde está el barco? —exigió Ruperto, mirando alrededor. Hasta donde el podía ver, los muelles simplemente tenían el ajetreo de la selección de barcos habitual, de los comerciantes volviendo al trabajo tras la retirada del Nuevo Ejército. Él había pensado que ellos, por lo menos, le agradecerían sus esfuerzos, pero parecían demasiado ocupados intentando ganar su dinero.
—Creo que el barco está allí, su alteza —dijo Sir Quentin, señalando.
—No —dijo Ruperto, siguiendo la línea del dedo del hombre que señalaba—. No.
El barco era una barca, quizás adecuada para el viaje de un comerciante, y ya parecía en parte cargada de bienes para el viaje de vuelta a las Colonias Cercanas. No era para nada adecuada para transportar a un príncipe.
—Es un poco menos que de lujo —dijo Sir Quentin—. Pero creo que Su Majestad pensó que viajar sin llamar la atención rebajaría las posibilidades de peligro a lo largo del camino.
Ruperto dudaba que su madre hubiera pensado en los piratas. Había pensado en que le haría sentir menos cómodo, y había hecho un buen trabajo al calcularlo.
—Aun así —dijo Sir Quentin, con un suspiro—, por lo menos usted no estará solo en esto.
Ruperto se detuvo al oírlo y miró fijamente al hombre.
—Discúlpeme, Sir Quentin —dijo Ruperto, pellizcándose el puente de la nariz para prevenir un dolor de cabeza—, pero, exactamente, ¿por qué está usted aquí?
Sir Quentin se dirigió a él.
—Lo siento, su alteza, debería haberlo hecho. Mi propia posición se ha vuelto… algo precaria ahora.
—¿Lo que significa que teme la ira de mi madre si yo no estoy por aquí? —dijo Ruperto.
—¿Usted no lo haría? —preguntó Sir Quentin, escapando de las frases cuidadosamente pensadas del político por un instante—. Tal y como yo lo veo, puedo quedarme esperando a que ella encuentre una excusa para ejecutarme, o puedo dedicarme a los intereses de mi familia en las Colonias Cercanas por un tiempo.
Hizo que sonara muy sencillo: ir a las Colonias Cercanas, liberar a Sebastián, esperar a que el furor disminuya y regresar con el aspecto de estar adecuadamente disciplinado. El problema con eso era sencillo: Ruperto no podía rebajarse a hacerlo.
No podía fingir sentir algo que estaba claro que había sido la decisión correcta. No podía soltar a su hermano para que tomara lo que era suyo. Su hermano no merecía ser libre cuando lo único que había hecho era llevar a cabo un golpe contra Ruperto, utilizando una trampa o un timo con su madre para convencerla para que le diera el trono.
—No puedo hacerlo —dijo Ruperto—. No voy a hacerlo.
—Su alteza —dijo Sir Quentin, en ese tono suyo estúpidamente sensato—. Su madre habrá mandado avisar al gobernador de las Colonias Cercanas. Estará esperando su llegada y mandará avisar si usted no está allí. Incluso si escapara, su madre enviaría soldados, en particular para descubrir dónde está el Príncipe Sebastián.
Ruperto apenas pudo contenerse de golpear al hombre. No era una buena idea golpear a tus aliados, al menos mientras todavía te eran útiles.
Y Ruperto había pensado en una manera en la que Sir Quentin podía ser realmente útil. Echó un vistazo al grupo de oficiales que le acompañaba hasta encontrar a uno con el pelo rubio que parecía tener el tamaño adecuado.
—Tú, ¿cómo te llamas?
—Aubrey Chomley, su alteza —dijo el hombre. Su uniforme tenía la insignia de un capitán.
—Bien, Chomley —dijo Ruperto—, ¿cómo de leal eres tú?
—Totalmente —dijo el hombre. Vi lo que hizo contra el Nuevo Ejército. Usted salvó a nuestro reino, y usted es el legítimo heredero al trono.
—Buen hombre —dijo Ruperto—. Tu lealtad te hace honor, pero ahora tengo una prueba para esa lealtad.
—Lo que sea —dijo el hombre.
—Necesito que intercambies la ropa conmigo.
—¿Su alteza? —El soldado y Sir Quentin consiguieron decir casi al unísono.
Ruperto se las arregló para no suspirar.
—Es sencillo. Chomley irá con usted en la barca. Fingirá ser yo e irá con usted a las Colonias Cercanas.
El soldado parecía igual de nervioso que si Ruperto le hubiera ordenado cargar contra una horda del enemigo.
—¿No… no se darán cuenta? —dijo el hombre—. ¿No se dará cuenta el gobernador?
—¿Por qué iba a hacerlo? —preguntó Ruperto—. Nunca he visto al hombre, y Sir Quentin responderá por ti. ¿No es así, Sir Quentin?
Sir Quentin miraba de Ruperto al soldado, evidentemente intentando calcular el procedimiento con el que era más probable no quedarse sin cabeza.
Esta vez, Ruperto sí que suspiró.
—Mirad, es sencillo. Vaya a las Colonias Cercanas. Responda por Chomley como si se tratara de mí. Como todavía estoy aquí, esto nos da la oportunidad de encontrar juntos el apoyo que necesitamos. El apoyo que les podría traer de vuelta mucho más rápido que si se ponen a esperar a que mi madre olvide un desprecio.
Esa parte pareció llamar la atención del hombre. Asintió.
—Muy bien —dijo Sir Quentin—. Lo haré.
—¿Y usted, Capitán? —preguntó Ruperto—. ¿O debería decir General?
Le llevó un momento asimilarlo. Vio que Chomley tragaba saliva.
—Lo que usted mande, su alteza —dijo el hombre.
Tardaron unos minutos en encontrar un edificio vacío entre los almacenes y los cobertizos para las barcas y cambiarse la ropa con el capitán para que Chomley ahora pareciera… bueno, sinceramente, para nada un príncipe del reino, pero con la recomendación de Sir Quentin debería ser suficiente.
—Váyanse —les ordenó Ruperto, y ellos se fueron, acompañados por casi la mitad de los soldados para que pareciera más auténtico. Echó un vistazo a los demás, pensando en qué haría a continuación.
No había problema para abandonar Ashton, pero ahora tendría que moverse con cuidado hasta estar preparado. Sebastián ya estaba suficientemente seguro de momento. El palacio era lo suficientemente grande para poder evitar a su madre por lo menos durante un tiempo. Sabía que tenía apoyo. Era el momento de descubrir cuánto, y cuánto poder este le podía proporcionar.
—Vamos —les dijo a los demás—.