Una Joya para La Realeza . Морган Райс
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Читать онлайн книгу Una Joya para La Realeza - Морган Райс страница 12
El guardia que la arrastraba no parecía preocupado por ello, lo que le daba a entender a Angelica que no existía una posibilidad real de que alguien la oyera. Al menos, nadie que la ayudara. En un lugar con tantas crueldades como el palacio, los sirvientes hacía tiempo que se habían acostumbrado a ignorar los gritos de ayuda, a ser ciegos y sordos a no ser que sus superiores les dijeran que no lo fueran.
—No permitiré que haga esto —dijo Angelica, intentando clavar sus talones y mantenerse firme. El guardia sencillamente tiraba de ella igualmente, la diferencia de tamaño era demasiado grande. En su lugar, ella le atacó y le pegó con tanta fuerza que la mano le escoció por ello. Por un momento, el agarrón del guardia se relajó y Angelica se dio la vuelta para escapar.
En unos instantes, el guardia estaba sobre ella, agarrándola y golpeándola de manera que a Angelica le resonó la cabeza.
—No puedes… no puedes golpearme —dijo—. Lo sabrán. ¡Querrás que esto parezca un accidente!
La abofeteó de nuevo, y Angelica tuvo la sensación de que lo hacía sencillamente porque podía.
—Después de que haya caído de un edificio, nadie prestará atención a un moratón. Entonces la tomó, llevándola sobre los hombros con la misma facilidad que si fuera una niña caprichosa. Angelica nunca se había sentido tan desamparada como lo hacía en ese momento.
—Chilla otra vez —avisó— y te golpearé de nuevo.
Angelica no lo hizo, aunque fuera porque no parecía probable que cambiara algo. No había visto a nadie de camino hasta aquí, bien porque todo el mundo estaba todavía ocupado con la boda que no había sucedido o porque la Viuda los había apartado del camino con cuidado como preparación para esto. A Angelica no le extrañaría esto de ella. La anciana planificaba tan pacientemente y tan cruelmente como un gato que espera fuera de un agujero de ratón.
—No tienes por qué hacer esto.
El guardia respondió sencillamente con un gesto de desdén que la empujó para que estuviera quieta sobre su hombro. Iban subiendo por el palacio, a lo largo de unas escaleras en espiral que se estrechaban más cuanto más subían. En un punto, el guardia tuvo que bajar a Angelica para avanzar, pero la cogió cruelmente por el pelo, arrastrándola con una dureza que hizo que Angelica gritara de dolor.
—Podrías dejarme marchar —dijo Angelica—. Nadie lo sabría.
El guardia resopló al oírlo.
—¿Nadie se dará cuenta cuando aparezca de repente en la corte, o en la casa de su familia? ¿Los espías de la Viuda no sabrían que usted está viva?
—Podría irme —intentó Angelica. Lo cierto era que probablemente tendría que marcharse si quería vivir. La Viuda no se detendría ante ese intento en su vida.
—Mi familia tiene intereses tan lejos al otro lado del mar que apenas hay noticias nunca. Podría desaparecer.
El guardia no parecía mucho más impresionado por esa idea que por la anterior.
—¿Y cuando algún espía la mencione? No, creo que cumpliré con mi deber.
—Podría darte dinero —dijo Angelica. Ahora estaban llegando más alto. Tan alto que, cuando miraba a través de las delgadas ventanas, podía ver la ciudad allá abajo dispuesta como el juguete de un niño. Tal vez así era cómo la Viuda la veía: un juguete que debía ser dispuesto para su diversión.
Eso también significa que debían estar casi en el tejado.
—¿De verdad no quieres dinero? —preguntó Angelica—. Un hombre como tú no puede ganar mucho. Yo podría darte tanta riqueza que serías un hombre rico.
—No puede darme nada si está muerta —puntualizó el guardia—. Y yo no puedo gastarlo si lo estoy yo.
Más adelante había una pequeña puerta, rígida, con un simple cerrojo. Angelica pensaba que el camino hasta su muerte debería tener, de algún modo, más drama. Aun así, esa sola visión hizo que su miedo creciera de nuevo, haciendo que se echara hacia atrás aunque el guardia la arrastrara hacia delante.
Si Angelica hubiera poseído un puñal, lo hubiera usado mientras él descorría la puerta y la abría para dejar que el aire frío tras ella los rasgara. Si por lo menos hubiera tenido un cuchillo de comer afilado, por lo menos hubiera intentado cortarle el cuello con él, pero no era así. En su vestido de boda, no lo tenía. Lo máximo que tenía eran un par de polvos pensados para refrescar su maquillaje, un rape sedante que se suponía que estaba allí para la amenaza de los nervios y… ya está. Eso era todo lo que tenía. Todo lo demás estaba por allá abajo en algún lugar, guardados ante la conclusión de su boda.
—Por favor —suplicó, y no tuvo que actuar mucho para parecer desamparada—, si el dinero no es suficiente, ¿qué tal la decencia? Solo soy una mujer joven, atrapada en un juego que yo no quería. Por favor, ayúdame.
El guardia la sacó al tejado. Era plano, con unas almenas que no tenían nada que ver con una defensa real. El viento azotaba el pelo de Angelica.
—¿Espera que crea algo de eso? —le preguntó el guardia—. ¿Que usted es una pobre inocente? ¿Sabe las historias que cuentan sobre usted en palacio, señora?
Angelica conocía la mayoría. Insistía en saber lo que la gente decía de ella para poder vengarse del desprecio más tarde.
—Dicen que usted es vanidosa y cruel. Que ha arruinado a personas solo por hablar de usted en el tono equivocado y que ha organizado que se llevaran en barco a rivales con una marca de los criados tatuada donde antes no estaba. ¿Cree que merece piedad?
—Eso son mentiras —dijo Angelica—. Son…
—Tampoco me preocupa mucho —Tiró de ella hacia el parapeto—. La Viuda me ha dado órdenes.
—¿Y qué harás cuando las hayas cumplido? —preguntó Angelica—. ¿Crees que ella te dejará vivir? Si la Asamblea descubriera que asesinó a una mujer noble, la destituirían.
El hombre grande encogió los hombros.
—He matado para ella antes.
Lo dijo como si nada y Angelica supo que iba a morir. Dijera lo que dijera, intentara lo que intentara, este hombre la iba a asesinar. Por la pinta que tenía, también iba a disfrutar de ello.
Empujó a Angelica hacia el borde y ella supo que solo sería cuestión de minutos que cayera. Inexplicablemente, se puso a pensar en Sebastián y los pensamientos no estaban llenos de odio, como deberían haber estado, dado el modo en el que la había abandonado. Angelica no podía entender por qué tenía que ser así, cuando él solo era el hombre al que había captado como marido para impulsar su posición, un hombre al que se había preparado para atraerlo hasta la cama con unos polvos para dormir…
Se le ocurrió una idea. Era desesperada pero, ahora mismo, todo era desesperado.
—Podría