Vida De Azafata. Marina Iuvara
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Las férreas reglas seguían las directivas educativas que impartieron a mi padre en los años 40, sin tener en cuenta los profundos cambios ocurridos ni los movimientos del 68, en los que fui partícipe solo con mi nacimiento.
A pesar de todo, la revolución social de los años 70 parecía no rozar, ni por asomo, nuestra realidad.
Todo era blanco o negro, correcto o incorrecto, permitido o prohibido, y no existían colores intermedios, excepciones, puntos intermedios.
Bajo mi punto de vista, los modelos y estilos de vida que se seguían eran anticuados y desfasados.
Para mí, el blanco y el negro solo eran los extremos de una amplia gama de colores y, aun así, las enseñanzas debían seguirse sin réplicas ni oposición.
Desde la orientación escolar hasta la amistad, pasando por horarios, a qué lugares ir, ropa, deporte… Todas las decisiones se basaban en el parecer, tendencias y gustos que no eran no míos —y ni siquiera se parecían a mis inclinaciones—, sino de mi padre.
Él deliberaba con quién podía salir tras una cuidadosa selección precedida por una reunión de presentación a la que los elegidos debían someterse.
Tantas veces me pregunté cuál sería mi camino, qué era verdaderamente importante, cuáles eran mis auténticos deseos y objetivos, y a menudo mis respuestas eran totalmente contrarios a las impuestas por mis padres, que seguramente tenían una buena intención para una mejor formación de mi persona, pero que reflejaban solo unos sueños: los suyos.
Acataba obedientemente las «indicaciones sugeridas» y a menudo me daba cuenta de que estaba desempeñando un papel que seguramente gustaba a los demás, pero no a mí, y sentía cómo nacían y se desarrollaban deseos que no representaban el papel que interpretaba, y que no podría revelar, porque sabía que no serían bien recibidos: me fascinaban la libertad y la independencia, los viajes y los lugares lejanos.
Casi siempre he intentado guardar bajo llave estos deseos y sueños, como en un cajón, con un gran candado, dentro de mí, dentro de mi mente, dentro de mi corazón, que latía con fuerza por aquellas atracciones que se consideraban demasiado desaprensivas e inconvenientes.
A menudo ahogaba mis sueños de viajar, de querer vivir en el extranjero, distanciarme de mi familia para irme a vivir sola, y así los tenía bien aprisionados y escondidos; en el interior de aquel cajón no percibía los gritos ni dolor alguno provocado por la tristeza de tal renuncia.
Estaba orgullosa de haber encontrado un lugar seguro para ellos y, al quedarse en aquel lugar tan oscuro, no tenía la posibilidad de visualizarlos de forma consciente.
No deseaba que mis auténticas pasiones salieran a la luz y no quería, ni mucho menos, que existieran, porque no traerían más que problemas en cuanto se hicieran públicas. No solo serían una decepción, sino que, de cualquier modo, no habrían tenido una vida fácil y serían truncadas nada más nacer.
Mi padre, abogado, estaba seguro de que seguiría sus pasos.
Viví así gran parte de mi adolescencia, sin gran sufrimiento, y superaba los problemas brillantemente gracias a mi ingenioso método secreto, es decir, ahogando y escondiendo mis verdaderos deseos y tratando de complacer a los demás.
Un día, sin embargo, uno de los muchos cajones se llenó demasiado y para una mayor seguridad y con mucho esfuerzo intenté ponerle otro candado.
Inesperadamente, reventó, se abrió, escuché gritos, llantos, sollozos, como si pertenecieran a una niña que, pidiendo auxilio, suplicar salir, ser ella misma.
Una vez más, cerré el cajón por la fuerza.
Pero aquellos sonidos y aquellas imágenes trataban de salir y liberarse.
Eran insoportables.
Mi corazón latía cada vez más fuerte para abrumar todo y aturdirme para olvidar.
¡Era un cajón, solo uno!
Había hacinado en él tantos sueños, pensando que así podría ser una mujer serena y feliz.
¿Tendría que haberme preocupado?
¿Qué habría pasado de haberse abierto una vez más, y puede que otra de nuevo?
Eso me aterrorizaba, pero no puedo obviar que empezó a tentarme cada vez más.
Un día me pregunté quién era yo en realidad.
Me pregunté a dónde me dirigía y quién había escogido mi camino.
¿Qué descubriría al abrir el cajón?
¿Podría revivir mi verdadera esencia reducida a agonía por el condicionamiento externo?
¿Sería capaz alguna vez de superar mis debilidades y de afrontar mis miedos?
Soy una persona optimista, amo la vida; soy sociable y considero que la amistad es tan importante como fundamental.
Entre mujeres, no obstante, no es raro que se creen sentimientos desagradables e inútiles a la par como la envidia y los celos. Por ello, encontrar la solidaridad especial y la complicidad que une de verdad se vuelve sumamente raro.
No es fácil encontrar a una auténtica amiga, pero cuando se tiene, la suerte, el orgullo y la competición desaparecen, nace un respeto absoluto y crecen la confianza ciega y la lealtad.
La unión se torna indisoluble; la amistad se convierte en un bien que hay que proteger de acontecimientos negativos, improbables, raros y excepciones que tendrían la fuerza de debilitarla, pero que, normalmente, no son rivales para el agradable bienestar que se siente al estar unidas, al confiarse los secretos más íntimos, al compartir las risas, las pruebas de la vida, las emociones, así como las críticas mutuas y encontrar soluciones comunes. El objetivo principal es la unión y la fuerza de la pareja.
Conozco a una persona especial que muestra estas características. Stefania no es solo una amiga, a veces hace de madre que da consejos, a veces es la hija a la que doy mi amor; puede parecer extraño, pero verla desempeñar el papel de la novia celosa no es inconcebible, sobre todo si la desatiendo un poco, pero siempres es la espalda sobre la que apoyarse, una palabra de consuelo, el respeto a mi silencio, la comprensión de mis debilidades, así como un dulce carga a los hombros.
Stefania tiene un físico atlético, es muy alta, algunos centímetros más que yo.
Su cabello es castaño y brillante, con matices que tiran al rojo oscuro, parecidos a los de la madera de amaranto, que normalmente lleva recogido en una trenza que se mueve sinuosa sobre su espalda. Suele vestir de forma casual; en su vestuario lo práctico tiene prioridad. Yo, por el contrario, prefiero ponerme prendas más femeninas, que a su parecer son cursis y finolis.
Su exuberante sinceridad combinada con una rectitud natural da pie, en ocasiones, a comentarios despiadados.
A pesar de que cientos de kilómetros nos separan, sé que siempre puedo contar con ella, y viceversa.
Nos aguantamos, nos criticamos con obstinación, nos condenamos con dureza, nos elogiamos y nos mandamos a la… siempre con