Vida De Azafata. Marina Iuvara
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Buenas capacidades atléticas y nadadoras.
Ausencia de tatuajes visibles.
Todo coincidía con nuestras características y aspiraciones. Podíamos probar, podíamos lograrlo.
—Mandemos una solicitud a la compañía aérea con nuestros currículos lo antes posible —dije.
Dicho y hecho.
Stefania rellenó los formularios de participación a pesar de recibir amenazas veladas por parte de su novio, y juntas preparamos todo, acompañado de fotos que sacamos con diligencia y atención.
No dije nada a mis padres, porque estaba convencida de que ni aprobarían ni respaldarían esta idea.
«Venga, hazla, ¡hazla ahora!».
Habíamos escogido nuestra vestimenta con sumo cuidado: el estilo es importante en estos casos, el business-dress era lo ideal.
«Ciérrate la camisa, por favor».
«No, gira un poco la cara a la derecha y mantén los brazos ligeramente flexionados con las manos detrás de la espalda».
Tras quitarnos los vaqueros rotos, la camiseta vintage que escogimos juntas en el mercadillo del viernes y las zapatillas color rosa shocking de algodón de la marca Superga, nos pusimos un horrendo traje de chaqueta azul que habíamos lucido en la boda de Agata, una pariente lejana, que quedó olvidado en el armario durante años; una bonita camisa blanca, pantis transparentes y zapatos del mismo tono que el vestido completaban el conjunto.
Nos recogimos el pelo y lo fijamos con laca y gomas elásticas negra, maquillaje ligero, una radiante sonrisa falsa y andando:
«¡Haz la foto!».
«¡Perfectas!».
Cosa de un mes después, recibimos las cartas con las invitaciones para participar en las primeras pruebas.
Me temblaban las piernas al abrir el sobre; Stefania casi se desmaya.
Cogimos un par de días para hacer un curso intensivo con el que refrescar nuestro inglés, que estaba bastante oxidado.
Estaba decidida a convencer a mis padres, al menos para participar en el proceso de selección. Mi obstinación superó la suya; no lograron impedírmelo y esperaban, como el novio de Stefania, que no consiguiera pasar las pruebas.
Cogimos un avión para llegar a Roma, la ciudad escogida para nuestro importante encuentro.
Stefania tenía que comprarse un atuendo adecuado para la ocasión. Se decantó por un traje de chaqueta negro, bien ajustado, pero un poco rígido, porque no le proporcionaba naturalidad ni comodidad al moverse; yo arreglé el mío debidamente.
En el avión no era la primera vez que contemplábamos con admiración a aquellas mujeres uniformadas que paseaban con gran soltura y profesionalidad por la cabina, pero aquella vez sentí envidia sana.
Justo después de despegar, miré por la ventana del avión.
Vi cómo se encogían los mismos automóviles, siempre en fila, que veía cada mañana de camino al trabajo y apreté con fuerza la mano de Stefania.
Pasamos, sin problema, casi todas las pruebas, que se desarrollaron a lo largo de varios días, impulsadas por las ganas, las agallas y un entusiasmo inimaginables, vencimos nuestra timidez y demostramos, también a nosotras mismas, una insólita tendencia hacia el liderazgo.
La prueba con el psicólogo fue, para Stefy, la más dura.
Yo fui la primera en entrar a una sala luminosa donde se hallaba un hombre que tenía la misión de último examinador, antes del meticuloso reconocimiento médico final.
Para mí fue una charla agradable y relajante, pero noté que aquel hombre quería incomodarme, aunque yo intentaba no ceder a sus intenciones.
Estaba feliz.
Inesperadamente, y tras una breve entrevista inicial de presentación, afirmó que no creía que yo fuera aquella persona positiva, correcta y sociable como me había descrito; le contesté que lo lamentaba, pero que no me preocupaba y que su opinión, tal vez, se debía a que nos habíamos conocido muy apresuradamente.
Me invitaron a participar en la siguiente prueba.
Al salir, le guiñé el ojo a Stefy.
—Nada de qué preocuparse, ve tranquila —le dije.
Stefania entró justo después.
Pasaron pocos minutos y la vi salir con mala cara.
—A la mierda, ¿quién se piensa que es este maleducado?
—Stefania, dime, ¿qué ha pasado?
—¡No sé quién es, pero no quiero volver a tratar con un tipo así! ¡Ha dicho que llevo el pelo desaliñado y que mi ropa es no es adecuada!
—¡Qué maleducado! ¡Cómo se atreve!
—Me ha hecho preguntas inapropiadas, por decirlo suavemente, muy privadas, ¡y yo le he respondido que no era asunto suyo! Después me ha dicho: «Pero ¿quién te crees que eres?». Y yo, llegados a ese punto, encolerizada e histérica le he dicho que cuidara sus palabras, y a continuación le he cerrado la puerta en las narices.
Era la prueba que comprobaba nuestro grado de tolerancia al estrés. Con un trabajo con un contacto continuo con el público, esta era una habilidad necesaria.
No hace falta decir que no invitaron a Stefania a la siguiente prueba.
Regresó a casa pasmada, preguntándose qué había hecho mal. Su novio fue el único satisfecho con el desenlace negativo de la prueba, y sus preguntas quedaron para siempre sin respuesta.
Por el contrario,yo en mi caso inicié un curso de tres meses de duración donde me enseñaron a apagar incendios y a cómo actuar en caso de emergencia.
Estudié, además, las características técnicas de varios tipos de aviones y la composición de las tripulaciones, alguna pincelada de medicina para la habilitación en tareas de primeros auxilios y, tras aprobar los exámenes de técnica, medicina e inglés de Civilavia (el organismo italiano competente para la concesión de patentes), estaba lista para subir a un avión desempeñando el papel que tanto había ansiado: el de azafata.
En el curso conocí a tres chicas y nos hicimos amigas: Eva, Valentina y Ludovica.
Compartimos la misma habitación de hotel durante aquel período y, tras ser contratadas, decidimos alquilar una casa en Fregene, una localidad marítima situada cerca del aeropuerto de Roma Fiumicino, nuestra base de partida.
Así empezó nuestra aventura.
Eva, Valentina, Ludovica y yo
La casa tenía dos habitaciones, cada una con una cama de matrimonio, y el único baño