La dama joven. Emilia Pardo Bazan
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Para explicar cómo esta teoría no es un eclecticismo de ancha manga, que admita y sancione y dé por buena toda cuanta literatura existe en el orbe, necesitaría yo ahora doblar el tamaño del prólogo, y... tengo compasión del discreto leyente, que de puro bien criado no se atrevería á interrumpirme.
Emilia Pardo Bazán.
La Coruña, Setiembre 5 de 1884.
La Dama Joven
ÚN ardía el quinqué de petróleo, pero con qué Tufo tan apestoso y negro! Para alimentar la carbonizada y exprimida mecha, quedaban sólo, en el fondo del recipiente, unas cuantas gotas de aceite mineral, envueltas en impurezas y residuos. La torcida, sedienta, se las chupaba á toda prisa.
Renegando de la luz maldita, subiéndola á cada momento, cual si, á falta de combustible, pudiese mantenerse del aire, las dos hermanas trabajaban con ardor. En medio del silencio de las altas horas nocturnas, se oía distintamente el choque metálico de las tijeras, el rechinar de la aguja picando la seda y tropezando contra el dedal, el crujido de la tela á cada movimiento de la mano. ¡Qué lástima que se apagase el quinqué! Estaban en lo mejor de la faena; mas la luz, que no gastaba miramientos, parpadeó, y con media docena de bufidos y chisporroteos avisó que no tardaría en cerrar su turbia pupila. La hermana menor levantó la cabeza, respirando, y escupiendo para soltar una hebra de seda que tenía enredada entre los dientes.
—Dolores?
—Qué?—murmuró la mayor, sin interrumpir la costura.
—Que nos quedamos á oscuras, chica.
—Si no me das otra noticia...
—Pero es que yo á oscuras no coso. ¿Hay petróleo?
—Ni miaja.
—¿Cabos de vela?
—Tampoco. ¡Echa cabos!
—Pues entonces, ¿qué haces ahí, tonta? Á dormir. Á mí ya me duele el cuerpo de estar doblada.
Suspiró Dolores, y el quinqué, suspirando también estertorosamente, dió principio á su rápida agonía. Apenas tuvieron tiempo las costureras de echar la labor sobre un sofá inmediato, cubriéndola con un lienzo: tal fué de pronta la muerte de aquella angustiada luz. Al quedar en tinieblas, el primer movimiento de las dos muchachas fué soltar la risa. ¿Acertarían con la cama? Á tientas y con las manos extendidas avanzaron en busca de sus lechos, tropezándose en mitad del camino, lo cual las puso de mejor humor si cabe.
—Ahora no te equivoques y por acostarte en la cama te acuestes en el sofá—exclamó Dolores.
—Mujer... lo peor será si cojo la almohada para los piés.
Se percibía ruido de corchetes desabrochados, resbale de sayas, música de enaguas con almidón: le siguió la estrepitosa caída del calzado, y el gemido de los jergones bajo el peso del cuerpo. De una de las camas salió también un rumor confuso, como de voz que mascullaba muy bajito oraciones diferentes. La otra cama no chistó, dando motivo á una interpelación de la rezadora.
—Concha?
—Eh?
—¿No rezas hoy, ó qué te pasa?
—Mujer... tengo más gana de dormir que de rezar.
—Vaya que un credo y una salve, no te privarán el sueño.
Concha obedeció, y después del rezo dió varias vueltas en la cama, lo mismo que si alguna inquietud la desvelase. Volvió su hermana á interrogarla. ¿Qué tenía?
—No tengo sueño. Me he despabilado.
—Pues mañana ya sabes que hay que madrugar.
—Madrugar! ¿Tú qué hora piensas que es?
—Qué sé yo... ¿Las dos y media?
—Las cuatro, chica. En el reloj de la Intendencia las acabo de oir.
—¡Tú estás loca!
—Sí, sí, descuídate... Las cuatro.
—Ea, pues chitito y á dormir.
Callaron ambas, pero la excitación de la afanosa vigilia producía su efecto, y aunque rendidas y deseosas de sueño, no podían conciliarlo. Era el instante en que se piensa en todo, recordando lo pasado, evocando con terror ó ilusión lo futuro. Mientras los ojos ven en la sombra abrirse un círculo de lívida luz, una especie de foco trémulo y oscilante, verde, violado y amarillo, la imaginación exaltada acumula cuidados y memorias, un tropel de deseos, esperanzas, dolores muertos que renacen, figuras y escenas ya borradas que vuelven á tomar cuerpo al calor de leve fiebrecilla.
Dolores, la mayor, cavilaba. Tenía doce años más que su hermana, y contaba apenas trece cuando quedaron huérfanas. Se veía tan chiquilla aún, calentando el biberón por la mañanita, antes de salir para el taller donde trabajaba, y metiendo el pezón artificial, tibio y blando, en la boca del pobre angelito, para que no llorase. Los domingos era dichosa, porque podía tener en brazos todo el día á la nené. Por fin, el rollo de carne con patas echaba á andar, y Dolores, hecha ya una mujer, un tanto relevada de sus tempranas obligaciones maternales, empezaba á dejarse tentar, alguna vez qué otra, á ir á los bailes de los Circos. En Carnaval asistía á tres seguidos, con flores en el pelo y guantes prestados. Después... un episodio que Dolores no quería recordar, pero cuyos menores detalles tenía grabados, como en bronce, allá en no sé qué rincones del cerebro donde habita la memoria de las cosas tristes... Unos amoríos breves, la seducción, la deshonra, el desengaño... Historia vulgar y tremenda. La enfermedad trajo de la mano la miseria; el fruto de las entrañas de Dolores, mal nutrido por una leche escasa y pobre, languideció y sucumbió pronto, dejando contagiada á la niña de cuatro años, á Concha, con la horrible tos ferina, tos que arrancaba de sus tiernos pulmones estrías de sangre. No tuvo Dolores tiempo de llorar á su hijo: era preciso cuidar á su hermana, hacerla mudar de aires en seguida... Y no poseía un céntimo, y había empeñado hasta sus botas de salir á la calle y su único mantón. No olvidaría, no, la tarde en que á cuerpo, tiritando de frío, entró en la iglesia de San Efrén, á rezar una salve á la Virgen del Amparo. Al lado del camarín clareaba la reja de un confesonario: tras de la reja un sacerdote. Arrodillada, con inexplicable consuelo, refirió todas sus cuitas. Al otro día la visitaban dos socias de san Vicente de Paul: