La dama joven. Emilia Pardo Bazan

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La dama joven - Emilia Pardo  Bazan

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oscuridad, aún quedaba suficiente crepúsculo para que distinguiese Concha que era una corona.

      —¿Y esto?—preguntó afanosamente, entre turbada y alegre.

      —Ya lo veo.

      —Una corona... ¿Para quién?

      —¿Para quién ha de ser?

      —¿Para mí? ¡Qué loco! ¿Y no me reñías antes por representar?

      —Una cosa es una cosa, y otra es otra... Me dió rabia ver que en el beneficio del mes pasado le echaron una corona monstruo á esa tonta de Rosalía Cañales, y á ti porque tenías un papel más corto te conformaron con un ramito de mala muerte... Y pensé para mí: no, pues como represente otra vez, no se queda sin corona mi Concha del mar... No me hace gracia que tú quedes deslucida... Ahí tienes.

      —Te lo agradezco... te lo agradezco mucho!—articuló cariñosamente ella, afirmándose más en el brazo que la sostenía.

      Él la contempló con ansia, y después miró alrededor. Ni un alma en el jardín.

      —¿Concha?

      —¿Eh?

      —¿Me quieres?

      —Sí, hombre, sí.

      —¿Te enfadas si te pido una cosa?

      —¿Qué?

      —Dame un beso.

      Soltó Concha el brazo y se hizo atrás. Parecíale que el rumorcillo de los arbustos y el manso gotear de la fuente eran ecos de la voz de Dolores... Y tapándose la cara con las manos y retrocediendo, gritó alborotada:

      —Eso no... Eso no... Estate quieto.

      —No, si no quieres no... No grites, que pensarán que te mato...

      Volvió á darle el brazo, en el cual ella se sostuvo con recelo, pero al verle triste y con la cabeza baja, se aproximó nuevamente. Una invencible curiosidad de virgen la impulsaba á desear la caricia que había rehusado. Estaban próximos ya á salir del jardín, y á corta distancia de él, comos unos cien pasos, resplandecía el iluminado portal del Casino. Inclinó un poco la frente sobre el hombro de Ramón, y éste, con arranque súbito y brioso, desprendió el brazo para rodearle la cintura, y la besó en la mejilla, con toda su fuerza, devorándola el cutis. Concha sintió una ola de caliente sangre que henchía sus venas, y percibió al mismo tiempo, con extraña lucidez, un olorcillo á alcanfor y pimienta, que debía proceder de la levita guardada hacía tiempo.

      Apresuradamente salieron del jardín, él radiante, ella aturdida y cabizbaja. ¡Si Dolores lo supiera! Las manos se le habían puesto frías, y una conmoción singular le imponía silencio. Su novio le parecía ahora, sin saber por qué, más amable y á la vez temible. Le miraba á hurtadillas, cual si no le hubiese visto bien antes. Como se aproximasen mucho al Casino, Ramón se inclinó hacia ella, y ella retrocedió instintivamente.

      —Mira, Concha, mañana puede que tenga una gran noticia que darte...

      —¿Qué?

      —No, por ahora nada... Por eso no quería hablar, hasta llegar aquí... mañana te diré... Oye, antes que se me olvide: ¿dices que tienes que salir hoy escotada?

      —Sí, hombre... En el último acto.

      —Pues cuidado cómo te arreglas... El cuerpo altito... no quiero que nadie se divierta á cuenta mía.

      —¡Jesús!—exclamó la modista.

      Y diez pasos antes de llegar al portal, soltó el brazo de Ramón y echó á andar rápidamente, murmurando:

      —Hasta luégo.

      Penetró en el edificio. El recinto del teatro se hallaba todavía á oscuras, y en los pasillos, el conserje barría con afán las puntas de cigarro y los fragmentos de papel. En el escenario ardía un quinqué puesto sobre una consola, y dos ó tres candilejas, prevenidas para alumbrar el ensayo. Concha se adelantaba medio á tientas por el final del corredor, cuando un hombre le salió al encuentro, muy apresurado y afectuoso, y le dijo cogiéndole ambas manos y estrujándoselas en expresivo apretón:

      —Hola, Conchita, hola... Bien venida, hija mía... ¿Qué tal? ¿Se ha repasado? ¿Hemos olvidado el papel? Por aquí, no tropiece Vd... Eso es... Ya estamos.

      —El papel me parece que lo he de saber, señor de Gormaz—afirmó Concha, quitándose el mantón y el manto al entrar en el escenario. Hola, chicas—añadió saludando á dos mujeres que, sentadas en un sofá, repasaban en voz baja, con un rollo de papeles en la mano.

      —Abur—le contestaron no muy cordialmente las interpeladas.

      Gormaz, previa una fricción que hizo chascar sus palmas, se dirigió á las repantigadas actrices:

      —Repasen, eso es, un poquito, mientras no vienen los caballeros... Siempre son los últimos.

      Y llamando aparte á Concha, arrimándola á un bastidor donde no alcanzaba la luz de las candilejas, cuchicheó con misterio:

      —¡Hoy hay que esmerarse, Conchita! ¡que esmerarse mucho! ¿No sabe Vd. lo que pasa?

      —¿Que va á venir mucha gente?

      —La gente... ¡bah! No; es que en cuanto ha sabido Juanito Estrella que dirijo yo esta función, como hoy no la tienen en el teatro, á pesar de que también ensayan, me ha escrito que vendría y... ¡ya ve Vd.! ¡Va usted á representar delante de un gran actor, una gloria nacional! ¡émulo de Romea y de Latorre!

      Concha sintió un poco de recelo al oirlo, y al mismo tiempo, sin darse cuenta del por qué, la noticia le fué grata. Conocía de vista á Estrella, al director de la compañía que actuaba en el Teatro Grande; había oído mil veces hablar de su fama: lo cierto es que tenía un modo de representar que á ella, sin entender gran cosa, le parecía prodigioso: ¡qué bien sabía hacer que lloraba! ¡qué divinamente se fingía moribundo y muerto! ¡qué expresión en aquella cara! Representar delante de él... ¡Qué vergüenza!

      Esto último fué lo que manifestó en alta voz. Gormaz la riñó, tosiendo como siempre que se acaloraba.

      —No se me vaya Vd. á cortar, hija... Por lo mismo que Estrella es inteligente, es indulgente: él también empezó así, de aficionado, en teatrillos y en liceos, cuando era estudiante, hasta que se aficionó y dejó la carrera para dedicarse á la profesión artística... ¡Ejeeem! Con que ya ve Vd... Ea, que ya llegan: á ver cómo salimos del ensayo.

      Arrastró casi á Concha al lado de la consola y del quinqué: en efecto, ya se agitaban allí dos ó tres sombras masculinas, charlando con las desdeñosas actrices Rosalía Cañales y Julia Marqué. Al ver á Concha, los hombres la saludaron galantemente, en especial el beneficiado, encargado del papel de Fernando, y que se creía comprometido por el texto del drama á mostrarse insinuante y tierno con ella. Todo el grupo rodeó apresuradamente á Gormaz, el cual extendiendo las manos á un lado y á otro trataba de restablecer el orden.

      —¿Don Manolo, empezamos?

      —¿Don Manolo, qué se hace?

      —¡Ensayar,

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