La dama joven. Emilia Pardo Bazan

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La dama joven - Emilia Pardo  Bazan

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salir del taller, se separaron las dos hermanas, tomando cada una en opuesta dirección. Iba Concha distraída, andando rápidamente, cuando alguien emparejó con ella.

      —¡María Santísima... qué susto me has dado!

      El novio se sonrió afablemente, no sin mirar á todos lados, convenciéndose por fin de que Concha iba sola, hecho singular y extraordinario. Manifestó su admiración, diciendo:

      —¿Y Dolores? ¿Qué milagro es éste?

      —No pudo hoy acompañarme... Tenía que acabar de alistar unas cosas. Viene después.

      No puso Ramón cara compungida al oir la nueva, y siguió andando al lado de Concha por la calle Mayor, donde algunos comercios empezaban ya á encender su alumbrado. Concha se volvió de pronto toda alarmada.

      —Mira, vete, vete... No me acordaba ya... No puedes acompañarme hoy.

      —¿Por qué, chica?

      —Porque voy sola... No me hizo otro encargo Dolores.

      —¡Vaya con la ocurrencia!—exclamó él súbitamente enojado, deteniéndose ante un escaparate en que brillaba ya el gas.—¡Pues me gusta! ¡Sólo eso faltaba! No seas tonta; yo te acompaño. ¿Qué necesidad hay de que se lo cuentes á tu hermana?

      Concha le miraba con sorpresa, viéndole de levita. Era una levita negra arrugada y floja en los sobacos, que caía mal, amén de relucir demasiado, conociéndosele las dobleces de las prendas guardadas mucho tiempo en cajones; no obstante, la negrura del paño y la blancura de la pechera limpia realzaban la varonil presencia de Ramón, mocetón arrogante y guapo, aunque tosco: de ancho pecho, oscura barba, pelo rizoso y grandes y vigorosas manos. Concha se sonrió.

      —¿Por qué vienes tan elegante?

      —¿No sabes que tengo que cantar en el Orfeón? Ayer toda la noche hemos estado ensayando la Barcarola nueva.

      Ella bajó la cabeza, dándose por convencida; de repente volvió á ocurrírsele lo que diría Dolores.

      —Anda, lárgate, que no tengo gana de fiestas... No quiero oir sermones por causa tuya.

      —¿Quieres que me vaya? Corriente—pronunció él con despecho—pero también es mucha ridiculez... Seis meses que somos novios, y aún no hemos podido hablar en paz y en gracia de Dios un cuarto de hora.

      Díjolo con tal rabia, que Concha, cediendo á un movimiento compasivo, le llamó.

      —Bueno, ven... Pero no hay que contarlo ¿eh? Silencio.

      Siguieron su camino, él satisfecho ya, ella un tanto envanecida, allá en el fondo del alma, por llevar de acompañante á su novio, un novio de levita que podía confundirse con un señorito. Callaban, preocupados por la misma novedad de la situación, y sin despegar los labios salieron de la calle Mayor al paseo público, á la sazón desierto. Hacía frío. Los árboles sin hojas y las farolas apagadas se perfilaban sobre el gris ceniza del crepúsculo invernal; un pilluelo pasó corriendo, dando un empujón á Concha, que llamó á su acompañante.

      —¡Ramón! ¿tú qué tienes?

      En efecto, parecía pensativo. Con voz algo dura, contestó:

      —No tengo nada.

      —Nada, ¿y vas ahí que pareces un mochuelo? ¿Después de que te dan gusto, llevas ese gesto?

      —No tengo obligación de estar hoy tan contento como tú.

      —¿Y yo por qué he de estar contenta hoy?

      —Porque vas á lucirte, á ponerte muy maja y muy bonita para salir á las tablas.

      Echóse á reir la muchacha.

      —No te rías—articuló él con acento opaco...—Haz el favor de no reirte, que yo no hablo de broma.

      —Pero hombre... no me he de reir! Te enfadas porque me presentaré en las tablas muy compuesta... ¿Pues no vas tú también con el fondo del baúl encima? Vamos—añadió viendo la fisonomía contraída de Ramón—no seas majadero; ya sabes que trabajo por compromiso con el Vice-presidente y por complacer al señor de Gormaz... Buenos apuros me ha costado la tal función: hace tres noches que no duermo casi... Maldito el chiste que...

      —Sí, sí, dices eso, pero otra te queda... Si no te gustase no irías allí de muestra, no irías.

      —¿Tienes gana de armarla hoy? Pues para eso, pude venir sola.

      —No—replicó él con más blandura—no te digo nada, Dios me libre, haz lo que quieras; pero tengo que advertirte una cosita, eso sí: no te parezca mal.

      —Vamos á ver qué sale después de tanto aparato.

      —Cuando nos casemos...

      —De aquí allá!

      —Cuando nos casemos—reiteró con firmeza el mozo—yo no consiento que vuelvas á representar, aunque se empeñe Dios del cielo... ¿Te has enterado?

      —Bien... De aquí á que suceda eso...

      —¿El qué?

      —Lo del casamiento.

      —Yo me entiendo... Cuando menos se piensa... En fin, vé acostumbrándote á la idea, por si acaso. No me gusta á mí, ni á ningún hombre blanco, queriendo á una mujer como te quiero á ti, oir que dicen en las butacas estupideces y barbaridades... al lado de uno mismo, con la poca crianza que tienen esos brutos de señoritos, Dios me perdone...

      —¿Y qué dicen?—preguntó curiosamente Concha.

      —Mil desvergüenzas... Que si tienes buen éste, y buen aquél, y... Calla, calla, que yo paso las de san Patricio... Un día hago un disparate.

      Concha, muy colorada, bajaba la cabeza; por fin articuló entre enojada y vergonzosa:

      —¿Y á ti qué te importa lo que digan? Déjalos, hombre.

      —De otra ya pueden decir pestes... Pero de ti... que te quiero tanto como á mi madre!

      Lo pronunció con tal fuego y sinceridad, que á pesar suyo la modista se sintió conmovida y le miró dulce y amorosamente. Entraban en el jardín público, que seguía al paseo, y en el cual la oscuridad era mayor, y completa la soledad y el silencio, á menos que una ráfaga de vientecillo marino sacudiese los siempre verdes egonibus haciéndoles murmurar cosas tristes. Concha se apoyó en el brazo de su novio. Al hacerlo, su codo tropezó con algo que abultaba debajo de la levita.

      —¿Qué llevas aquí?—preguntó.

      —Nada.

      —¿Cómo nada, y sobresale que parece un mollete de pan?

      —Mujer... si no es cosa que te importe.

      —Á

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