La dama joven. Emilia Pardo Bazan

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La dama joven - Emilia Pardo  Bazan

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apuntador comenzó á decir, sin entonación ni transiciones, el papel de cada uno, que los actores repetían paseándose con las manos en los bolsillos ó columpiándose en la silla. Las actrices, más cohibidas, no se atrevían, al recitar, á moverse del sofá, ni á descoser los brazos del cuerpo. Gormaz las tomó de la mano, suavemente.

      —Hijas, accionen Vds. un poco...

      —¿Lo mismo que después? ¿Como si ya fuese la representación?

      —No tanto, no tanto! Un poco: si la escena ha de ser de pié, no se dejen Vds. ahí quietas... Y Vds., caballeros, no alcen tanto la voz; si ahora no hay público que atienda! Eso... á ese diapasón. Ya verán Vds. cómo después hay que decirles que se esfuercen, porque no les oirá ni el cuello de la camisa... Ejeemm! Háganse cargo de que ahora no deben malgastar sus fuerzas: matizar, pero bajito... Eh... chss! caballero López, ¿á quién le cuenta Vd. eso? ¿á la puerta ó á esta señorita?

      Todo el mundo se rió. Gormaz en los ensayos se ponía nervioso, sudando, tosiendo de fatiga, pasándose á cada rato el pañuelo por la calva frente y por los turbios ojos. Quisiera él calentar aquellos cuerpos inertes, sutilizar aquellas mentes torpes, encender aquellas tardas y perezosas sangres con el fuego y la lumbre del entusiasmo artístico. Sólo que á la media hora de predicar, de espolear, de comunicar impulso, de serlo todo á un tiempo, galán, dama, barba y gracioso, de dar á éste el modelo de la expresión patética y al otro el de la indignación y al de acá el de la ironía y al de acullá el del desdén, su rostro se amorataba, el asma le subía en ronquidos y borborigmos á la laringe, se inyectaban sus pupilas, y, medio muerto, se dejaba caer en una butaca, diciendo: «Bruumm... Sigan Vds... sigan.» Cada cual seguía entonces yéndose por dónde le daba la gana.

      Frisaba Gormaz en los sesenta; era coetáneo de Romea, pero más joven, y pertenecía á aquella falange de actores, ya casi extinguida, que amaba el arte y se preciaba de entender de letras; que se asociaba á la gloria de Hartzembusch y Zorrilla por la interpretación entusiasta de sus dramas, y que tras de cantar todo el verano, como la cigarra, ha concluído como ella, muriéndose de hambre y frío, porque la vejez del actor español es penosa cuanto alegre su vagabunda mocedad. La última etapa de Gormaz, inservible ya para las tablas, fué organizar aquella sección en el Casino de Industriales. Todo el mundo le quería bien allí, por su afable carácter y su vida arreglada y modesta, pues Gormaz no tenía nada de bohemio y sus costumbres podían pasar al través del más delgado tamiz de censura.

      Lo que es la noche del ensayo de Consuelo, á Gormás debía sucederle algo raro. Estaba como vuelto al revés. Él, tan atento, tan deferente con todos los individuos de la sección, sin distinción de sexos ni categorías, apenas contestaba y sólo se dedicaba á ensayarle bien el papel á Concha. Las otras mujeres que tomaban parte en la representación no tardaron en notarlo, y en amostazarse. La encargada del papel de Antonia, Julia Marqué, catalana ingerta en gallega, hija de un almacenista, era una morena hombruna, con gruesa voz y no leve bozo, muy aplaudida por lo campanudo de su órgano, que daba tono profético y sentencioso á sus menores palabras; la que había de hacer la criada andaluza, Rosalía Cañales, era una estanquerilla redicha, delgada y chatuela, que giraba los ojos, apretaba la boca y manejaba mucho el abanico; teníanse ambas por dechados respectivamente del género trágico y cómico, y en los ensayos se apoderaban del director, crucificándole á preguntas y no dejándole respirar. Viendo que no les hacía caso, cuchichearon en voz baja y señalaron á Concha. ¡Qué tonta y qué presumida! Porque había atrapado el papel principal, estaba dándose una importancia! Mucho de salir hoy elegante y de cola, y mañana se casaría con un ebanista miserable, y calentaría las sopas en la trastienda sin más cola que la de pegar madera! Y ambas hacían un gesto desdeñoso, indicando que ellas no aceptarían seguramente por marido á hombre de tan poco fuste.

      —Aún sabe Dios si se casará—silabeó en voz baja la estanquera.

      —Pero mira don Manolo... No hace sino enseñarle, como si fuese á sacar de ahí una cosa que asombre á todo el mundo.

      En efecto, á Gormaz todo se le volvía: «Conchita, ese brazo. Hija, repita Vd. esa frase. No, así no: un poquito de energía, ¿está Vd.? Esa escena hay que moverla... debe Vd. levantarse, volverse á sentar, mostrándose dudosa. ¿Á ver cómo escribe Vd. esa carta?... Bien, bien... así debe Vd. hacerlo después; no hay que olvidarse.

      Concha, sorprendida también de aquel interés exclusivo, sentía que poco á poco se le comunicaba el entusiasmo de Gormaz, contribuyendo á su excitación el instinto femenino, el espectáculo de las dos rivales acurrucadas en el sofá, nerviosas como dos gatas que se disponen á sacar las uñas, y mirándola de reojo con pupila fosforescente. Un sutil calor empezó á difundirse por su alma, transformándole la voz, que con sorpresa de ella misma se timbró en notas penetrantes y apasionadas. Gormaz, observando esta favorable metamórfosis, aplicaba leña á la hoguera.

      —Ya ve Vd. que en este acto está Vd. celosa... Hay que revelar esos celos en el acento, en la fisonomía... Su marido de Vd. la está engañando; Vd. no se ha de quedar tan fresca!

      Á veces Concha, cuando decía una frase con vehemencia, avergonzábase un poco y soltaba la risa.

      —Ay, Dios mío... Don Manolo, estoy exagerando, ¿verdad?

      —No, hija, no... En esa situación hay que poseerse, así como en el primer acto debe Vd. más bien aparecer fría y coqueta... Bien dicho, bien! Ánimo... á la escena con la criada... Rosalía, hija, ¿me hace Vd. el favor?

      —¿Eh?—murmuró Rosalía con displicencia.

      —Pues ahora es la escenita de Vd... La carta.

      —Ay... Vd. dispense... Como no se ha fijado usted nada en lo que dije antes, creí que...

      Encogióse Gormaz levemente de hombros, y resignándose, prestó alguna atención al dejo sevillano contrahecho de la estanquera. Era preciso activar porque la hora de la función se aproximaba, y ya dos ó tres músicos, con sus instrumentos muy enfundados en bayeta verde debajo del brazo, se asomaban por la puerta de entrada, retirándose después de escuchar algunos minutos curiosamente. El último acto se atropelló un poco, pero Concha sabía al dedillo el papel y Gormaz, como de paso, pudo aún indicarle algunos toques maestros. Al final le apretó misteriosamente la mano.

      —Hasta luégo... y á ver cómo nos lucimos!

      Concha se dirigió al tocador, donde la esperaba su hermana vigilando la cesta de los trajes, mientras Rosalía y Julia, ocupando todo el hueco del espejo, se daban polvos de arroz por quintales, limpiándose después cejas y pestañas con la tohalla húmeda. Como no tenían trazas de hacer sitio, Dolores gritó á Concha en voz alta:

      —Hija, arrímate al espejo... Estás sin peinar aún, acuérdate...

      Las dos usurpadoras del tocador se desviaron con majestuoso paso de reinas ofendidas, y empezaron á calzarse en un rincón, secreteando y sin dejar su actitud hostil. El tocado de Concha fué corto; su juventud y su fresca tez no requerían gran afeite. Sus ojos brillaban y sus mejillas estaban algo sonrosadas. Al remangarse el pelo con unas agujas de azabache, recordó el beso de Ramón, y se enrojeció hasta la frente. ¡Qué poco había durado! ¿Lo sabría Dolores? ¡Bah! ¿Cómo lo había de saber? Esforzóse en desechar aquel orden de ideas, recordando que era preciso hacer un esfuerzo para representar bien y que don Manolo no se quejase de ella.

      Cuando puso los piés en la escena, el corazón le latió, según costumbre, un poquillo, al ver el aspecto imponente del teatro. Sin que pudiese precisar quiénes eran los espectadores que llenaban

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