La dama joven. Emilia Pardo Bazan

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La dama joven - Emilia Pardo  Bazan

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la chica como mujer. En cambio Gormaz, cuya vista penetrante de actor machucho distinguía mejor de colores, estaba muy hueco, lo mismo que si le tocase alguna parte en el milagro. Corrió á participar á Concha la opinión de Estrella, y encontró á la modista muy alterada. Al principio del entreacto, había reñido con Ramón. ¿Pues no tenía éste la peregrina ocurrencia de exigir ahora, á la hora crítica, que no se presentase escotada, que se pusiese un cuerpo alto? Por más que le hizo mil observaciones, advirtiéndole que, según decía la comedia, el escote en aquel acto era de rigor, que además no tenía otra cosa que poner, que era ya imposible discurrir un traje diferente, él, con obstinación de mula manchega, con la cabeza baja y el gesto torvo, insistió en que, si salía escotada, romperían para siempre. Así es que cuando Concha entró en el tocador vestuario, llevaba los ojos preñados de lágrimas. Dolores la interrogó, y ella contó todo en voz baja, rabiosa, prendiéndose con mano febril un grupo de camelias en el pelo y dándose polvos á puñados, sin saber lo que hacía, temblando toda de despecho. Era la primera vez que disputaban Ramón y ella ¡y en qué ocasión! Dolores trató de conciliar, de sosegar la tormenta.

      —Mujer, puedes echarte por los hombros una toquilla de encaje, la que sacó Rosalía en el primer acto... Yo se la pediré prestada... Á los hombres no les gustan estas escotaduras, y tienen razón: ¡moda más indecente!

      —Déjate de cuentos—articuló furiosa Concha...—Es un tonto; bien sabía lo del escote, y no tenía para qué darme ahora este mal rato... Pues no señor, que he de ir lo mismo que pensaba. ¡Mire Vd....!

      Y con un dedo impaciente, bajó el tul que rodeaba la línea del escote, como si quisiese aumentar el crimen. Salió á las tablas sofocada aún de haber llorado, con los ojos brillantes y las facciones animadas bajo la capa de polvos que las cubría, colérica, nerviosa, admirable en suma para aquel papel de Consuelo en el último acto, que es todo de celos y furia, primero sorda y luégo desatada. El público, advertido ya, la saludó á su entrada con un aplauso, y Estrella enarboló los gemelos. Ramón, deslumbrado por aquella aparición blanca y rubia envuelta en tarlatana azul, cegado por el brillo alabastrino de los hermosos brazos y desnudos hombros, espectáculo que hacía latir dolorosamente las arterias de sus sienes, azuzado por el rumor lisonjero que acogió la entrada de su novia, se levantó de la butaca tambaleándose y por la puerta más inmediata lanzóse al corredor. Iba tan ciego, que no vió á un caballero gordo, con melenas, que le detuvo.

      —¿Eh... amigo, á dónde va Vd.?

      —Ahí fuera... Vuelvo en seguida—contestó el ebanista reconociendo al director del Orfeón.

      —No olvidarse... Mire Vd. que la Barcarola se canta en el otro intervalo.

      Ramón salió del edificio como un loco. Al verse fuera, se paró un minuto. La corona le estorbaba allí, debajo de la levita, en el pecho. La cogió y la despidió, balanceándola por las cintas, á no sé cuantos metros de distancia. ¿Volver al teatro? ¿Oir de nuevo las voces que penetraban como lancetas en todo lo que él más quería, en la reputación, en la garganta, en la carne de Concha? Jamás. Y silbando, de puro desesperado, la Barcarola, desapareció.

      Mientras tanto Concha experimentaba una sensación muy extraña. Aquel público, aburrido en el primer acto, vacilante en el segundo, ahora se volvía todo ojos y entusiasmo para la joven aficionada. Sólo el que lo ha presenciado puede darse cuenta de cómo se transmiten,—mucho más rápidamente que por el telégrafo,—las nuevas, en un teatro, paseo ó reunión de provincia. La muerte ó enfermedad repentina; la llegada del personaje notable; la disputa acalorada que puede parar en lance de honor; y hasta la plática amorosa, que naturalmente pasa sólo entre los dos interesados, todo corre y se sabe á los pocos minutos y es asunto de comentarios y aun suele publicarlo la prensa en velados sueltos. En el recinto donde Concha trabajaba, durante el corto espacio de un acto á un entreacto, había cundido como mancha de aceite la noticia del efecto producido en el célebre actor Estrella por la modista-actriz, y lo que decía de sus facultades; sólo que, como pasa á menudo en casos análogos, el cuento, al correr, engrosaba, engrosaba, se ponía hidrópico. Ya aseguraban sin rebozo que Estrella quería contratar á la chica, y que le ofrecía cantidades fabulosas. Y estas voces, circulando de un extremo á otro del teatrillo, picaban la curiosidad y hacían que el público, interesado en la representación, no se aburriese ya mucho ni poco. Aquel hervor, aquella vida psíquica, por decirlo así, del público, cuyo foco era Concha, se reflejaban en ella comunicándole no sé qué misteriosa animación, no sé qué hormigueo de fluido vital. Lejos de estorbarla, la atención de la concurrencia la estimulaba hasta el punto de que, excitándose al sonido de su propia voz, y al eco de los aplausos que ya fácilmente arrancaba, había olvidado por completo la riña con su novio, y embriagada y penetrada hasta lo más íntimo de su sér, sentía esas cosquillas indefinibles, esa corriente magnética que pone en comunicación, por un instante, el alma de un artista con muchos miles de almas; singular amor colectivo—pues no es posible darle otro nombre—que une al individuo con la multitud.

      Entre bastidores estaba la serpiente del florido ramo que con tanto deleite respiraba Concha. Sus dos eclipsadas rivales, que en el tercer acto apenas tenían que salir á la escena, desquitábanse hablando fuera de ella á su sabor. En el corrillo inevitable que se forma en semejantes sitios, estaban los amigotes y los parientes de las desdeñadas: ¡y cómo se esgrimían allí las lenguas! Todo salía en la colada, la actitud de Estrella, la petulancia de la chica, la precipitada fuga de Ramón avergonzado de las cosas que oía en las butacas á causa del inconveniente escote de su novia, la disputa en el entreacto... Gormaz, arrimado á no sé qué accesorio, se roía las uñas, deseoso de intervenir en la conversación; pero impedíale hacerlo el temor de recibir alguna rociada, acusándole de haberlas deslucido, á ellas, Rosalía y Julia, poniendo todo su conato en ensayar á Concha solamente.

      Hubo un momento en que el formidable corro calló de golpe: era que Dolores, deseosa de echar un ojo á la escena, rondaba por allí. Y entonces menudearon los codazos y los chsss! significativos. Resonó en el teatro una nueva salva de aplausos y su ruido dió al traste con la prudencia de las dos artistas postergadas. Dolores, haciéndose la distraída, lo oyó todo.

      Al salir Concha de la escena, contrastaba el semblante de las dos hermanas, vertiendo satisfacción el de la menor, ceñudo el de la mayor. Concha, sin repararlo, se echó casi en brazos de Dolores, con alegría de chiquilla.

      —¿Has visto cómo me aplaudieron? has visto?

      —Anda, anda, ven á desnudarte—murmuró la hermana extendiéndole por los hombros una toquilla y empujándola al tocador.

      Apenas estuvieron en él, al desabrocharle el cuerpo, le dijo en voz baja:

      —¿Y Ramón? ¿Es verdad que no está en el teatro?

      —Jesús, mujer... ¿qué sé yo? Aguarda... Sí, me parece que salió...

      —¿Que salió? ¿Á dónde? ¿Cómo es eso?

      —Siendo!! También es fuerte cosa que yo te lo he de decir!

      —Concha, Concha! No te andes con guasas... Los hombres tienen poco aguante, y se cansan pronto de ciertas cosas... Hoy has llamado la atención de todo el mundo. ¡Dicen de ti primores!... ¿Qué tienes aquí?

      —Un alfiler... Uy! Me has pinchado... No, lo que es hoy, entre el otro y tú...

      Pronunció esto la niña medio llorando, impresionada, con esa facilidad con que las personas nerviosas pasan de la expansión del placer á la del dolor. Y casi en voz alta, á pesar de que Rosalía Cañales se desnudaba allí á dos pasos con el oído en acecho, afirmó que ya la incomodaban tales majaderías, que ella no había hecho nada de malo, y si Ramón no lo quería así, que lo dejase. También era tontería

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