A Salvo en el Paraíso. Barbara Cartland

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A Salvo en el Paraíso - Barbara Cartland La Coleccion Eterna de Barbara Cartland

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tuvo que quedarse en Londres– respondió Zarina.

      Y le sonrió al anciano cuando añadió:

      –En realidad, yo hubiera preferido venir sola. Estoy segura de que Jenkins ha estado ejercitando a los caballos.

      –Así lo ha hecho, Señorita Zarina. Y los ha cepillado hasta hacer que sus pieles brillen como el raso.

      Zarina se rió.

      Se daba perfecta cuenta de que en la casa se había hecho lo inimaginable para que su regreso a ella fuera muy feliz.

      Durante su estancia en Londres, siempre mantuvo contacto con el Señor Bennett, que estaba a cargo de la mansión y de la finca. Su padre confió en él y ella sabía que podía hacer lo mismo. El Señor Bennett le escribía todas las semanas, comunicándole cuanto sucedía en la aldea. Y ella felicitaba a quienes celebraban sus bodas de oro y le enviaba regalos a los que se casaban, al igual que a los que tenían un bebé.

      Asimismo, le había dado órdenes al Señor Bennett para que le subiera el sueldo a cuantos trabajaban para ella. Disponía de capital como para poder hacerlo y quería que la finca mejorase en todo lo posible.

      Ahora, mientras se tomaba el té, le preguntó a Duncan por la gente de la aldea. El Vicario era uno de los vecinos que más respetaba desde que éste la preparase para su confirmación.

      –El Reverendo sigue siendo el mismo– le dijo Duncan–. Está un poco más viejo y la cabeza comienza a llenársele de canas, pero continúa amable como siempre.

      Hizo una pausa antes de añadir:

      –Ha tenido últimamente algunos problemas con su hijo, pero supongo que el Señor Bennett le hablará de ello.

      –Supe que el Señor Walter tuvo tres trabajos diferentes el año pasado– señaló Zarina–. Espero que ya se haya asentado.

      Duncan hizo un gesto negativo con la cabeza.

      –Uno nunca puede estar seguro con el Señor Walter. Hablaron de la familia del Vicario durante un rato. Luego, Zarina preguntó por el médico y sus hijos, así como por otros vecinos. Le complació saber que todos seguían allí, con muy pocos cambios.

      Al terminar su té, subió al piso superior. Pasó junto a la puerta a medio abrir de su dormitorio y siguió hasta la habitación principal, que era la que ocuparan su padres.

      Ingresó y, de inmediato, sintió el aroma a lavanda. Una vez más sintió como si sus padres estuvieran allí, esperándola. Las cortinas estaban echadas, por lo que las descorrió para que entrase la luz.

      Miró la gran cama con cuatro postes.

      ¡Cuántas veces no se habría subido a ella para acostarse junto a su madre y pedirle que le contara un cuento!

      Era muy doloroso regresar y no encontrar a sus padres allí. Sin embargo, era algo inevitable. Sentía que había descuidado demasiado tiempo a la gente que trabajaba para ella y que tanto la querían.

      "Digan lo que digan mis tíos", pensó Zarina, "voy a quedarme aquí por lo menos durante todo el otoño".

      Su estancia en Londres resultó muy emocionante, eso no podía negarlo. También fue agradable haber sido el centro de atención. Pero, al mismo tiempo, era imposible no darse cuenta de que, cuando entraba en un salón, de inmediato las viudas comenzaban a decir:

      –Ahí está la heredera.

      Lo mismo ocurría cuando asistía a una fiesta, a una comida o a una recepción. Al principio, apenas hizo caso de las murmuraciones. Pero no tardó en advertir que era su dinero lo que la distinguía entre los demás.

      Y no había manera de escapar.

      En cualquier caso, Zarina se dijo que aquello no tenía por qué constituir una barrera entre ella y la demás gente. Sin embargo, no podía por menos que ponerse en guardia cuando algún joven la sacaba al jardín y, sin más rodeos, le decía:

      –La amo, Zarina, y deseo hacerla mi esposa.

      Por lo general, el pretendiente de turno parecía muy sincero y enamorado. Sin lugar a dudas parecían muy enamorados. Pero Zarina ya había sido advertida de que el mismo estaba muy endeudado, o que se trataba del hijo de algún aristócrata, pero que sería su hermano mayor el que lo heredara todo.

      Es más, Zarina sentía sospechas de cualquier proposición que le llegara después de una relación muy breve.

      ¿Cúal era la prisa, a menos que el pretendiente en cuestión necesitara su dinero?

      ¿Por qué no podía esperar hasta que se conociera mejor?

      Sólo había una respuesta a todo aquello. Los pretendientes demasiado apresurados temían que otro se les adelantara. Ser el primero significaba obtener el control de su fortuna.

      "¿Qué habría ocurrido si yo no tuviera dinero?", se había preguntado Zarina una noche.

      Acababa de regresar de un baile durante el cual recibió tres propuestas matrimoniales. Y como conocía la verdad, le resultó muy humillante.

      Ahora, mientras abría una ventana de la habitación de sus padres, se dijo que, por fin, se hallaba en su verdadero hogar.

      La gente la quería desde antes de heredar su fortuna. Y no iba a quererla más porque tuviese muchos dólares en el banco.

      Zarina observó el jardín, con sus áreas llenas de flores. Más allá estaban los árboles por los que ella había trepado cuando tuvo edad para hacerlo.

      "Amo este lugar. Amo cada brizna de hierba, cada pájaro que está en los árboles y cada abeja que zumba sobre las flores", pensó Zarina.

      "Estoy en mi casa, en mi hogar, y nadie puede evitarlo".

      Permaneció un buen rato en la habitación de sus padres.

      Luego, entró en la recámara adjunta, donde se encontraban muchos de los recuerdos de su madre, tales como adornos de porcelana, acerca de los cuales le habían contado muchas historias, y cuadros de diversos pintores franceses.

      También se encontraban allí los libros que su madre le leyera una y otra vez.

      "Voy a leerlos nuevamente", se prometió Zarina.

      Un poco más tarde, escuchó un carruaje que se detenía afuera, y supo que su tío había llegado.

      Zarina hubiera deseado volver a casa sola.

      Pero cuando sugirió que no había razón por la cual alejar a su tío de Londres, su tía se horrorizó.

      –¡Por supuesto que tienes que estar acompañada! decidió.

      –¿Aún en mi propia casa?– preguntó Zarina.

      –No eres una niña a cargo de una niñera– dijo su tía–. Eres una mujer joven. Si un caballero fuera a visitarte y no estuvieras acompañada, sería inadecuado que le hablaras.

      Era inútil discutir, por lo que Zarina aceptó lo inevitable. Ahora,

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