Te veo. Teresa Driscoll
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Por eso, ni me sorprende ni desapruebo en absoluto que los dos muchachos se levanten y el guapo se incline por encima de los asientos para preguntar a las chicas si quieren algo de la cafetería, «aprovechando que voy para allá».
A continuación, se presentan y, tras unas cuantas risitas, empieza el espectáculo.
Después de dos cafés y cuatro cervezas, los chicos ya se han sentado con ellas; el grupo está lo bastante cerca para que pueda seguir la conversación con todo detalle.
Sí, ya lo sé: no debería aguzar el oído, pero de eso ya hemos hablado. Recuerda que estoy aburrida y que son unos escandalosos.
Pero volvamos al tema. Las chicas confirman lo que yo ya había intuido mientras ellas charlaban. Esta es la primera vez que viajan solas a Londres para visitar la capital: es un regalo de sus padres para celebrar que han terminado el bachillerato. Se alojarán en un hotel barato, tienen entradas para Los miserables y les hacía muchísima ilusión.
—Es coña, ¿no? ¿En serio nunca habéis estado en Londres solas? —Karl, el muchacho que parece haber salido de una boy band, se ha quedado pasmado—. Sabéis que puede ser un sitio peligroso, Londres, ¿eh? Tenéis que ir con cuidado. Cuando salgáis del teatro, pillad un taxi, no el metro. ¿Vale?
Karl me empieza a caer bien. Les recomienda tiendas y ciertos tenderetes del mercado y también una discoteca donde, según él, no correrán ningún peligro si les apetece bailar al son de música decente después de haber visto el musical. Les apunta el nombre en un trocito de papel. Se ve que conoce al portero.
—Decidle que vais de mi parte, ¿vale?
Y, entonces, Anna, la más alta de las dos amigas de Cornualles, les pregunta por las bolsas negras, algo que agradezco, porque a mí también me pica la curiosidad. Esbozo una sonrisa al imaginarme como ellas les tomarán el pelo.
«Ay, hombres, siempre tan desorganizados. Cómo sois, ¿eh?».
Nada más lejos de la realidad.
Los chicos acaban de salir de la cárcel. Las bolsas negras contienen sus efectos personales.
En ese momento, oigo con claridad el ruido que hago al tragar: una bocanada de saliva me inunda la parte de atrás de la garganta. Se me acelera el pulso y me retumba, desagradable, en el oído.
La conversación se detiene durante unos segundos, pero no los suficientes. Con demasiada presteza, las chicas vuelven a la carga:
—Es broma, ¿no?
No, no es broma. Se ve que han decidido ser francos con todo el mundo. Han cometido errores y han pagado por ello, pero no van a avergonzarse.
Bueno, chicas, terminemos de mostrar sus cartas. Karl ha cumplido condena en la cárcel de Exeter por agresión; Antony, por robo. Karl solo defendió a un amigo, tío, y —jura y perjura que— volvería a hacerlo. Estaban en un bar y se empezaron a meter con su colega, y Karl no soporta a los matones.
Mientras, yo trato de comprender la paradoja de agredir a los matones para detenerlos, y dudo sobre si de verdad meten en la cárcel a gente por pequeños altercados. Sin embargo, parece que las chicas están fascinadas y, llenas de una inocencia dulce y generosa, les responden que ser leal es bueno y que una vez un tipo había ido a su instituto para explicarles cómo le había cambiado la vida después de cumplir condena por temas relacionados con las drogas. Se ve que tenía el cuerpo entero lleno de tatuajes. «Pero todo entero, ¿eh?».
—Bua, la cárcel. ¿Cómo es?
Entonces, decido plantearme mi papel es esta situación.
Me imagino a la madre de Anna de espaldas a su cocina tradicional, calentándose ante los hornos Aga, mientras le pregunta a su marido, preocupada, si su pequeñina estará bien, y él le contesta que se tranquilice: «Crecen muy rápido. Son sensatas. No les va a pasar nada, cariño».
No obstante, yo creo que sí les va a pasar algo, ya que ahora Karl sugiere que lo mejor sería que alguien que conozca bien Londres las acompañe durante el viaje por la capital.
Karl y Antony se quedarán en casa de unos amigos en Vauxhall y les apetece montar una fiesta en condiciones para celebrar la puesta en libertad. ¿Por qué no quedan cuando ellas salgan del musical y van todos juntos a la discoteca?
Llegados a este punto, decido que tengo que llamar a los padres de las chicas. Han nombrado el pueblo del que son y resulta que Anna vive en una granja. Vamos, que no hay que ser un genio. Podría llamar a la oficina de correos o al pub de la localidad: ¿cuántas granjas puede haber?
Con todo, ahora Anna ya no lo tiene tan claro. Al contrario. Les dice que deberían acostarse pronto para poder ir de compras temprano al día siguiente. Es que, claro, ya lo han planeado y primero tienen que ir a Liberty porque Sarah está empeñada en probarse algo de Stella McCartney y hacerse una foto con el móvil.
«Qué buena chica», pienso. «Qué sensata. Ahórrame el tener que intervenir, Anna». Pero la cosa se complica, porque, al parecer, Sarah le ha echado el ojo a Antony. Vuelven a ir a la cafetería y, cuando regresan, se intercambian los asientos: ahora Anna está sentada junto a Karl, y Sarah, junto a Antony, que le está contando a esta última lo mucho que se arrepiente de haberse jodido la vida. Según él, había recurrido a la delincuencia por pura desesperación, porque no encontraba trabajo y no podía mantener a su hijo.
«¿Hijo?».
Ahora sí que estoy consternada. Al amparo del cobijo que me ofrece mi vida de color de rosa, me achico cada vez más al oír cómo Antony le cuenta a Sarah que está luchando con su ex para que se le conceda el derecho de visita, y que de ninguna manera va a permitir que su hijo crezca sin conocer a su padre:
—¿No te parece que sería horrible, Sarah? ¿Que mi hijo crezca sin siquiera conocer a su padre?
Esta vez es Sarah quien me sorprende: tiene la voz entrecortada y responde que cree que es muy guay que se preocupe tanto, porque no todos los padres jóvenes harían lo mismo, sino que rehuirían su responsabilidad.
—Y nosotras dando la lata sobre Stella McCartney; me siento fatal.
La verdad es que ahora ya no sé qué pensar. ¿Qué sabré yo, que soy madre de un hijo y que solo trato de evitar que no vea películas para mayores de dieciocho?
Comienza entonces una hora de susurros durante la que hago lo posible por ponerme a leer de nuevo, por intentar comprender las ventajas de la generación más silenciosa de aerogeneradores del mercado, pero, en ese momento, Antony y Sarah vuelven a la cafetería. «Más cerveza», pienso. «Muy mal, Sarah». Y, en este instante, tomo una decisión.
Sí. Yo también voy a ir a la cafetería con el pretexto de que necesito café, y en la cola o por el pasillo voy a fingir que tengo problemas con el móvil. Le pediré ayuda a Sarah, con la esperanza de alejarla de Antony y poder hablar con ella en privado, y la avisaré de que o se deja ya de tonterías o llamaré a sus padres. «Ahora mismo, ¿te queda claro, Sarah? Puedo averiguar su número de teléfono».
Tres vagones nos separan de la cafetería. Voy topando con los asientos al pasar por el segundo vagón, me doy golpes en los muslos y, cuando atravieso las puertas automáticas hacia la zona del acople, busco el móvil que llevo en el bolsillo de la chaqueta.