Te veo. Teresa Driscoll
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—¿Una testigo?
—Sí, una mujer que iba en el tren.
Lo nota al instante. Cómo se estremece. Cómo se delata. Cómo baja la temperatura cuando la sangre se desplaza.
Y abandona su rostro.
Capítulo 4
La testigo
No me he hecho ilusiones.
Ya sabía lo que iba a pasar esta semana. Una parte de mí lo estaba deseando: la que alberga la tenue esperanza de que el reportaje con motivo del primer aniversario pueda darle un empujón a la investigación. Sin embargo, otra parte de mí está muerta de miedo. La gente volverá a dirigirme las mismas miradas. «Es esa mujer. ¿Te acuerdas? La que no dijo nada, la del tren. ¿No lo recuerdas? De cuando desapareció aquella chica… Madre mía, ¿ya ha pasado un año?».
Con todo, no me importa, prefiero que hagan la reconstrucción de lo que ocurrió en el programa sobre crímenes Crimecatchers. Sobre todo por la familia. Por la pobre madre. Lo único que yo quiero es quedar al margen.
Me entiendes, ¿verdad? A ver, no me importó que me hicieran preguntas. Aunque Tony se puso hecho una furia cuando la policía nos llamó; estaba sorprendido por que hubieran tenido el descaro de hacerlo.
«Filtrasteis su nombre. Habéis dejado que la juzgue todo el mundo y ahora creéis que querrá salir en el programa…».
Él insiste en que la filtración fue deliberada, que alguien hizo algo para que la prensa supiera mi nombre. Seguimos sin tener pruebas, y, sinceramente, he llegado al punto en que ya no tengo claro si me importa. Lo único que sé es que no soporto imaginarme a la gente volviendo a hablar del tema, volviendo a removerlo todo. Que me juzguen. Que me odien.
Incluso los clientes más habituales de la tienda me miran un poco raro, aunque no dicen ni mu sobre el tema.
La versión oficial del gabinete de prensa de la policía es que no hubo filtración alguna; tan solo mencionaron a un puñado de periodistas que la testigo del tren «se dirigía a un congreso». Pero deben de haberles dicho de qué era el congreso, porque, si no, ¿cómo ha podido averiguar la prensa que yo era florista? Bueno, qué más da. Algún periodista debió de consultar los diferentes eventos relacionados con la floristería, buscó con atención en las listas de asistentes de Devon y Cornualles y, al final, se plantaron en nuestra puerta.
Recordarlo me sigue provocando escalofríos.
De todas formas, si yo hubiese sido más lista, no habrían podido confirmarlo. Si se me hubiese ocurrido decir «no tengo ni idea de a qué os referís», lo habrían dejado ahí. Pero no respondí eso.
Soy consciente de que esto sonará muy estúpido, pero lo que les contesté desde el umbral de mi casa, desorientada por completo, fue: «¿Quién os ha dicho quién soy?».
«Joder, ¿por qué les has dicho eso?», fue lo primero que me preguntó Tony. «Madre mía, Ella. Es que se lo has puesto en bandeja».
Pero eso no era verdad, al menos, no del todo. No había dejado entrar a ningún reportero. No había hecho declaraciones, lo juro, pero me habían sacado una foto, y nos llamaban, y venga a llamar, hasta que cambiamos el número.
—Esto es acoso —había saltado Tony. «¿Acaso no ha sufrido suficiente?». Es tan bueno. Qué bonachón es mi marido.
Después de eso, las cosas se pusieron muy feas. La gente me empezó a decir cosas horribles por las redes sociales. Al final, tuvimos que cerrar la tienda un tiempo.
Sin embargo, lo cierto es que, por muy espantoso que haya sido, creo que no he sufrido lo bastante. Esa chica preciosa sigue desaparecida. Lo más probable es que esté muerta —es casi seguro—, aunque, por lo que he oído, su pobre madre sigue aferrándose a la esperanza de que sigue viva.
Y ¿acaso se la puede culpar? Yo, seguramente, haría lo mismo.
El agente de policía de Crimecatchers me ha dicho que la señora Ballard ha ofrecido una entrevista dura y desgarradora. No creo que sea capaz de verla. La madre de Anna se ha pasado este último año recopilando información sobre casos de chicas desaparecidas que aparecieron años más tarde. Lo típico: algún lunático las había secuestrado, les había lavado el cerebro, pero, al final, habían escapado. Se ve que han tenido que cortar todo eso de la entrevista, porque la policía no quiere enfocarlo así. Es evidente que creen que, lo más probable, es que Anna esté muerta. Emitirán el programa con el objetivo de encontrar al asesino, no a un loco que retiene a una chica en el sótano.
Por pura delicadeza, han dejado todo lo que cuenta la señora Ballard de cuando Anna era pequeña. Sobre sus esperanzas y sueños. Al parecer, eso es lo que hace que la gente llame y aporte nueva información. Pero el objetivo principal es encontrar a los dos muchachos. Y encontrar el cuerpo, supongo. Se me pone la piel de gallina solo de pensarlo…
Por eso, Tony se cabrea. Cree que, si la policía no hubiera tardado tanto en lanzar la orden de búsqueda de Karl y Antony después de que yo les hubiera puesto sobre aviso, quizá los habrían detenido justo antes de largarse. Seguramente, los habrían pillado en el extranjero.
Por lo que sé, habían tardado tanto por Sarah. La policía suele actuar con diplomacia, pero, si sumas dos más dos, llegas a la conclusión de que ella, al principio, debió de negar que los hubiera conocido. A los muchachos del tren. Debió de decir que yo me lo había inventado. Hasta que no hubieron revisado las grabaciones de seguridad y encontraron también un par de imágenes de ellos mientras bajaban del tren y fuera de la estación, los policías no difundieron sus fotos. Demasiado tarde.
Aunque, claro, eso era lo que había torcido las cosas y el foco se centró en mí.
Si hubiera llamado para avisar desde el principio… Si hubiera dado un paso al frente… Si me hubiera involucrado…
«No pienses eso. No puedes culparte de todo. No hiciste nada malo. Nada, Ella. Fueron esos tipos. No tú. No puedes seguir culpándote».
«¿Tú crees, Tony?».
Y ya no soy la única.
Recibí la primera postal hace unos días.
Al principio, me afectó tanto cuando la leí que tuve que salir corriendo al baño. Vomité.
Soy incapaz de explicar por qué me asusté tanto. Supongo que me conmocionó, porque a primera vista parecía muy amenazadora, muy repugnante. Cuando al fin fui capaz de calmarme y pensar con claridad, de pronto caí en quién me la había enviado. Y eso me infundió una mezcla de alivio y de culpa abrumadora. Si te soy sincera, puede que me lo merezca.
Me la había mandado en un arrebato de furia, no era una amenaza real; solo era para desfogarse.
La primera postal estaba metida en un sobre. Era una tarjeta negra con letras recortadas de alguna revista. ¿por qué no la ayudaste? Era clavada a la típica nota que sale en las películas, pero estaba bastante mal hecha: se me pegaban los dedos al tocarla.
Fui una estúpida: la