Te veo. Teresa Driscoll
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Sé que son ellos por lo que dice él: que hace mucho de la última vez, que está muy agradecido.
—Sarah, madre mía, Sarah…
Sí, lo admito: me he quedado muda de la impresión. La humillación que me embarga me enciende las mejillas. Estoy furiosa, con la respiración entrecortada. Me desespero: quiero huir de esos ruiditos a toda costa.
Qué vergüenza, qué inocente soy. Qué suposiciones tan ridículas he alimentado.
Sigo chocando con los asientos al recorrer el pasillo hasta el siguiente par de puertas automáticas y entro en el otro vagón, sin resuello y aturullada, mientras trato de poner tierra entre la evidencia de mi error de juicio y yo.
«¿Cómo que buenas chicas?».
En la cola de la cafetería, me vuelve a retumbar el pulso en el oído mientras me pregunto si los habrá descubierto otra persona. O si incluso ese alguien habrá dado parte.
Aunque yo misma me rebato: «¿Dar parte? ¿A quién van a dar parte, Ella? ¿Pero tú te estás escuchando? La gente hará lo que tendrías que haber hecho tú desde el principio: no meter las narices donde no te llaman».
A partir de aquí, lo que siento se transforma, y comienzo a preguntarme cómo he podido llegar a perder el contacto con la realidad, a ser tan estirada. Cómo he podido convertirme en una mujer que evidentemente no tiene ni idea de la realidad de los jóvenes. O de cualquier otra cosa.
De pronto, la cabeza se me llena de un caleidoscopio de recuerdos. De imágenes con las puntas ajadas. De las revistas que habíamos encontrado en la habitación de nuestro hijo. De aquella noche, al volver pronto del cine, cuando descubrimos a Luke intentando anular la seguridad de Sky para ver porno.
Así que en este tren del demonio me doy cuenta de que necesito hablar con mi marido con urgencia. Con mi Tony. Él me ayudará a reencontrar el norte.
Necesito que me diga si el problema no lo tienen ellos, sino yo. «¿Estoy haciendo un ridículo espantoso, Tony? No, en serio, necesito que me digas la verdad. Recuerda cuando tuvimos aquella discusión por los canales de Sky y las revistas de Luke».
¿Soy la mujer más mojigata del mundo? Lo soy, ¿verdad?
De hecho, trato de llamarlo esa misma noche desde el hotel, después de la conferencia. Quiero contarle que he hecho lo más razonable y me he ido a la otra punta del tren, que he dejado de meterme donde no me llamaban. Que es evidente que las chicas eran lo suficientemente espabiladas para apañárselas solas.
Sin embargo, parece que ha salido y no se ha llevado el móvil; es una de las pocas personas que todavía cree que el aparato provoca tumores cerebrales, así que al final termino hablando solo con Luke y me tranquiliza oír cómo describe la cena que ha preparado: un tayín gracias a una receta que se ha bajado de una aplicación nueva. Le encanta cocinar, a mi Luke, y bromeo sobre cómo habrá quedado la cocina, porque seguro que ha utilizado todos los cacharros y las sartenes habidas y por haber.
Pronto amanece en el hotel.
Detesto esta sensación: el aturdimiento provocado por la mezcla del aire acondicionado, levantarse en una cama ajena y falta de disciplina con el minibar. Es el regalo que me hago al llegar al hotel: uno o dos brandis al final de un largo día de trabajo.
Apenas son las seis y media, quiero dormir más. Tras diez minutos intentándolo en vano, me doy por vencida y echo un vistazo a las tristes bolsitas del tazón que hay junto al hervidor de agua. Siempre hago lo mismo en las habitaciones de hotel: me engaño a mí misma y me digo que voy a beber café instantáneo solo esta vez, para después tirarlo por el lavamanos.
Observo la fila de botellitas vacías y me estremezco cuando me asalta un pensamiento espantoso. Echo un vistazo al teléfono que tengo junto a la cama y me atenaza una oleada de temor: es el escalofrío que siento al haber hecho algo que me avergüenza, algo de lo que sé que me arrepentiré.
Me giro de nuevo hacia la hilera de botellitas y recuerdo que, tras tomar el segundo brandi anoche, decidí llamar al servicio de directorio telefónico para dar con el número de los padres de las chicas. Al recordarlo, me quedo helada; todavía no estoy muy segura de lo que ocurrió después. «¿Llegaste a llamar? Recuerda, Ella, venga».
Vuelvo a mirar el teléfono y hago un esfuerzo para concentrarme. Ah, vale, ya me acuerdo. Los hombros se me relajan en cuanto me viene a la memoria: tenía el móvil en la mano y, justo cuando iba a marcar, concluí que no pensaba con claridad, y no solo por el brandi. Mi motivación era otra: no quería llamarlos porque en realidad estuviera preocupada por las chicas, sino para castigarlas, porque me daba mucha rabia cómo me había hecho sentir Sarah.
Así pues, hice lo más sensato: dejé el móvil, apagué la luz y me fui a dormir.
Qué bien. Ay, sí, qué bien. El alivio que siento es tan sobrecogedor que, para celebrarlo, decido que, al final, voy a darle una oportunidad al café instantáneo.
Primero enciendo el hervidor y, acto seguido, pongo la televisión. Y justo en ese momento, aparece. El tiempo se detiene en un instante único, suspendido al principio, pero que luego se alarga y se extiende más allá de la habitación, más allá de la ciudad. Es un segundo en el que comprendo que mi vida no volverá a ser la misma.
Jamás.
El televisor no emite sonido porque anoche, de madrugada, vi la película en silencio y con subtítulos para no molestar a los vecinos.
Con todo, la imagen no se presta a confusión. Qué guapa. Es una fotografía de su perfil de Facebook. Le brillan los ojos verdes y el cabello, rubio y largo, le cae por la espalda. Está en la playa; reconozco el Monte Saint-Michel de fondo.
No sé cómo, pero tengo la sensación de que me alejo, de que atravieso la almohada, el armazón de la cama y la pared hasta que veo la pantalla desde una distancia mucho mayor. Una pantalla que muestra unos titulares horribles y espantosos: «Anna… Desaparecida… Anna… Desaparecida…». El hervidor silba con fiereza entre nubes de vapor que empañan el espejo mientras organizo mentalmente las llamadas que tengo que hacer.
Me asalta una maraña de excusas oscura y terrible. No hay ninguna que sea lo bastante buena.
Tengo que hablar con la policía. Con Tony.
«Tienes que creerme, iba a llamar…».
Capítulo 2
El padre
Henry Ballard está sentado en la terraza interior mientras trata de ignorar, con todas sus fuerzas, el repiqueteo que surge de la cocina.
Es consciente de que debería ir a hacer compañía a su mujer, a ayudarla, a consolarla, pero también sabe que no servirá de nada, de modo que lo está posponiendo. ¿La verdad? Lo único que quiere es quedarse un rato más observando el césped al otro lado del cristal. En ese extraño espacio cerrado, ese anexo a la casa que apenas ha servido de algo —siempre hace demasiado frío o demasiado calor, a pesar de las persianas y el gran ventilador antipolvo que les habían instalado por un precio exorbitante—, se las ha apañado para entrar en un estado de semiconsciencia,