Guerra y Paz. Leon Tolstoi

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Guerra y Paz - Leon  Tolstoi Biblioteca de Grandes Escritores

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que ya ha sido declarada la guerra – replicó la visitante.

      – Sí; hace ya mucho tiempo que se dice – repuso el Conde -; se dice, se dice, y eso es todo. Ésta es la amistad, querida – repitió -. Ingresa como húsar.

      La visitante bajó la cabeza, no sabiendo qué contestar.

      – No es por amistad – dijo Nicolás exaltándose y colocándose a la defensiva, como si hubieran proferido contra él una vergonzosa calumnia -. No por amistad, sino simplemente porque siento la vocación militar.

      Volvióse a su prima y a la hija de la visitante; ambas le miraban con aprobación.

      – Hoy comerá Schubert con nosotros, el comandante de húsares de Pavlogrado. Se encuentra aquí con permiso y se lo llevará con él. ¡Qué vamos a hacerle! – dijo el Conde encogiéndose de hombros y hablando con indiferencia de este asunto, que le ocasionaba una verdadera pena.

      – Ya te he dicho, papá – replicó el oficial -, que si no me dejabais marchar me quedaría. Pero sé muy bien que no sirvo para nada que no sea para el ejército. No soy ni diplomático ni funcionario. No quiero ocultar mis pensamientos – añadió, mirando con la coquetería de los jovencitos que se creen oportunos a Sonia y a la bella joven.

      La gatita, con la mirada fija en él, parecía a cada segundo dispuesta a jugar y poner de manifiesto su naturaleza felina.

      – Bien. ¡No hablemos más! – dijo el anciano Conde -Siempre se exalta de este modo. El tal Bonaparte se sube a la cabeza de todo el mundo; todos creen ser como él; de teniente a emperador. Que Dios haga…-dijo, sin advertir la sonrisa burlona de la visitante.

      Los mayores comenzaron a hablar de Bonaparte. Julia, la hija de la princesa Kuraguin, se dirigió al joven Rostov:

      – Fue una lástima que el jueves no hubiese usted ido a casa de los Arkharov. Me aburrí mucho sin usted – añadió sonriendo tiernamente.

      Él, halagado, se acercó a ella con la coqueta sonrisa de la juventud y comenzó una conversación aparte con Julia, que sonreía y no se daba cuenta de que su sonrisa era una puñalada de celos dirigida al corazón de Sonia, que, ruborizada, se esforzaba en aparentar indiferencia. Pero, en la conversación, la miró. Sonia le lanzó una mirada rencorosa y apasionada y, conteniendo violentamente sus lágrimas, con una sonrisa indiferente en los labios, se levantó y salió de la sala. Desapareció toda la animación de Nicolás. Esperó el primer intervalo en la conversación y, con la inquietud reflejada en el semblante, salió también de la sala en busca de Sonia.

      X

      Cuando Natacha salió de la sala, corrió hasta el invernadero. Una vez allí, se detuvo y escuchó las conversaciones del salón mientras esperaba a Boris. Comenzaba ya a impacientarse, a patear el suelo y a sentir violentos deseos de llorar porque no aparecía inmediatamente, cuando se oyó el rumor de los pasos, ni premiosos ni rápidos, pero seguros, del joven. Natacha echó a correr entonces y se escondió tras los arbustos.

      Boris se detuvo en el centro del invernadero. Con la mano se sacudió el polvo del uniforme. Acercóse luego al espejo y contempló en él su arrogante figura. Natacha le miraba desde su escondite, observando todos sus movimientos. Boris paróse aún un momento ante el espejo, sonrió y se dirigió a la puerta. Natacha intentó llamarle, pero se detuvo. «Que me busque», pensó. En cuanto Boris hubo salido, Sonia entró corriendo por el lado opuesto, sofocada y murmurando palabras de rabia a través de sus lágrimas. Natacha reprimió el impulso de correr hacia ella y no se movió de su escondite, observando todo lo que sucedía en torno suyo. Experimentaba con ello un desconocido y particular placer. Sonia musitaba algo, con la mirada fija en la puerta del salón. Por ésta apareció Nicolás.

      – ¿Qué tienes, Sonia? ¿Qué te ocurre? – le preguntó Nicolás acercándose a ella.

      – Nada, nada. Déjame – sollozó Sonia.

      – No, ya sé lo que tienes.

      –Pues si lo sabes, déjame.

      – Sonia, escúchame. ¿Por qué hemos de martirizarnos por una tontería?-preguntó Nicolás cogiéndole las manos.

      Sonia las abandonó entre las suyas y dejó de llorar.

      Natacha, inmóvil, conteniendo la respiración, con los ojos brillantes, miraba desde su escondite. «¿Qué ocurrirá ahora?», pensaba.

      – Sonia, el mundo no significa nada para mí. Tú lo eres todo – dijo Nicolás -. Te lo demostraré.

      –No me gusta que hables de este modo.

      – Como quieras. Perdóname, Sonia.

      Y, acercándola a sí, la besó.

      «¡Qué lindo!», pensó Natacha. Y cuando se hubieron alejado del invernadero, salió también y llamó a Boris.

      –Boris, ven aquí-dijo dándose importancia y con un brillo pícaro en los ojos -. He de decirte algo. Por aquí, por aquí – y atravesando el invernadero lo condujo hasta su reciente escondite. Boris la seguía, sonriendo.

      – ¿Qué es? – preguntó.

      Natacha se turbó un poco. Miró en torno suyo y, viendo a la muñeca entre las plantas, la cogió.

      – Dale un beso a la muñeca – dijo.

      Boris, con una tierna mirada de extrañeza, contempló su animado rostro y no contestó.

      – ¿No quieres…? Pues ven aquí.

      Y, acomodándose entre los cajones, tiró la muñeca.

      – Más cerca, más cerca – murmuraba.

      Cogió el brazo del oficial. En su rostro enrojecido leíase la emoción y el miedo.

      – ¿Y no quieres dármelo a mí? – susurró en voz muy baja, mirando al suelo, llorando y sonriendo a la vez a causa de la emoción contenida.

      Boris se ruborizó.

      – ¡Qué extraña eres! – dijo inclinándose hacia ella, ruborizándose todavía más, pero sin atreverse a nada y esperando.

      Natacha saltó sobre un macetero, de modo que su rostro quedase a la altura del de Boris. Abrazándolo con sus brazos delgados y desnudos en torno al cuello, lanzó hacia atrás sus cabellos con un movimiento de cabeza y le besó en los labios.

      Se deslizó por el lado opuesto del macetero, bajó la cabeza y se detuvo ante Boris.

      – Natacha – dijo éste -. Ya sabes que te quiero, pero…

      – ¿Estás enamorado de mí? – le interrumpió Natacha.

      – Sí, pero te ruego que no volvamos a hacer nunca más esto que hemos hecho ahora… Aún nos faltan cuatro años… Entonces te pediré a tus padres…

      Natacha reflexionó.

      – Trece, catorce, quince, dieciséis… – dijo, contando con sus ahusados dedos-. Está bien. De acuerdo.

      Y una sonrisa alegre y confiada iluminó su radiante fisonomía.

      – De

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