Guerra y Paz. Leon Tolstoi
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Su marido la miró, como extrañado de darse cuenta de que en la habitación hubiese todavía alguien más fuera de Pedro y de él, y con una fría galantería y en tono interrogador preguntó a su esposa:
– ¿Miedo de qué, Lisa? No comprendo…
– Ya ve usted si son egoístas los hombres. Todos, todos, unos egoístas. Me deja porque quiere. Dios sabe por qué. Y para encerrarme sola en el campo.
–No olvides que estarás con mi padre y mi hermana -dijo en voz baja el príncipe Andrés.
– Como si fuera sola – contestó ella -. Sin mis amistades. Y quiere que no tenga miedo – y el tono de su voz era de rebeldía; su pequeño labio se levantaba, dándole a la cara no la expresión sonriente, sino la bestial de una ardilla. Calló, como si considerase inconveniente hablar ante Pedro de su embarazo, porque en esto radicaba todo el sentido de su discusión.
–No comprendo por qué tienes miedo-dijo lentamente el príncipe Andrés sin apartar la vista de su mujer.
La Princesa, sofocada, agitaba desesperadamente los brazos.
– No, Andrés. Te digo que has cambiado mucho, mucho.
– El médico te ha ordenado que te acuestes más temprano – murmuró el Príncipe -. Harás muy bien acostándote.
La Princesa no respondió, y, de pronto, su breve y corto labio cubierto de vello rubio tembló. El Príncipe se levantó y, encogiéndose de hombros, comenzó a pasearse por la estancia.
Pedro, por encima de los lentes, miraba con sorpresa e ingenuidad tanto al Príncipe como a su esposa. Hizo un movimiento como para levantarse, pero reflexionó y continuó sentado.
– ¿Y qué importa que esté monsieur Pedro? – dijo de pronto la Princesa; y su hermoso rostro se transformó bruscamente bajo la mueca de un fingido sollozo -. Hacía mucho tiempo que quería preguntártelo, Andrés. ¿Por qué has cambiado tanto para mí? ¿Qué te he hecho? Te vas a la guerra y no me compadeces. ¿Por qué?
– ¡Lisa! – dijo tan sólo el príncipe Andrés, y en esta palabra había al mismo tiempo un ruego y una amenaza, y sobre todo la confianza absoluta de que ella se detendría al escucharla.
Pero su esposa continuó apresuradamente:
– Me tratas como si fuera una enferma o una niña. Lo veo claramente. ¿Hacías esto seis meses atrás?
– ¡Lisa, por favor, no sigas! – continuó el Príncipe, con un gesto más expresivo.
Pedro, cada vez más desconcertado por esta conversación, se levantó y se acercó a la Princesa. Parecía que no pudiese soportar la visión de las lágrimas y que también fuese a romper en llanto.
– Cálmese, Princesa. Le aseguro que todo esto son figuraciones suyas. Yo sé por qué…, por qué… Pero perdóneme. Soy un extraño. No, no. Sosiéguese. Hasta la vista.
El príncipe Andrés le detuvo, cogiéndole de la mano.
– No, espérate. La Princesa es tan amable que no querrá privarme de la satisfacción de pasar la velada contigo.
– Solamente piensa en él – dijo la Princesa, no pudiendo detener unas lágrimas de rabia.
– ¡Lisa! – dijo secamente el príncipe Andrés elevando el tono de su voz para demostrar que su paciencia había ya llegado al límite.
De pronto, la expresión bestial, la expresión de ardilla del rostro despierto de la Princesa, adquirió otra más atrayente que incitaba a la piedad y al temor. Sus hermosos ojos contemplaban a su marido y apareció en su cara una expresión tímida, como la del perro que mueve la cola caída en rápidas y cortas oscilaciones.
– ¡Dios mío, Dios mío! -dijo la Princesa, y recogiéndose con una mano los pliegues de la falda se acercó a su marido y le besó en la frente.
– Buenas noches, Lisa – dijo el príncipe Andrés levantándose y besándole gentilmente la mano, como a una extraña.
Los dos amigos quedaron silenciosos. Ni uno ni otro sabían qué decir. Pedro miraba al Príncipe, que se pasaba la fina mano por la frente.
–Vamos a cenar-dijo con un suspiro, levantándose y dirigiéndose hacia la puerta.
Entraron en el comedor, amueblado recientemente, rico y elegante. Todo, desde la vajilla hasta la plata y el cristal, tenía ese sello particular de cosa nueva que se advierte en las casas de los recién casados. A mitad de la cena, el Príncipe se apoyó sobre la mesa. Tenía un aire de enervamiento que Pedro no había observado nunca en él; y, como un hombre que desde hace mucho tiempo tiene el corazón lleno de amargura y se decide finalmente a desahogarse, comenzó a hablar.
–No te cases nunca, Pedro, nunca. Es el consejo que te doy. No te cases nunca antes de haberte preguntado a ti mismo si has hecho cuanto has podido antes de dejar de querer a la mujer elegida, antes de verla tal como es.
Pedro se quitó los lentes y su rostro cambió, apareciendo entonces más lleno de bondad. Miró a su amigo, estupefacto.
– Mi esposa – continuó el príncipe Andrés – es una mujer admirable; es una de esas pocas mujeres con las que un hombre está tranquilo por lo que respecta a su honor. Pero, ¡Dios mío, qué daría yo por no estar casado! Tú eres el primero, el único a quien digo esto, porque te quiero.
Y al pronunciar estas palabras el príncipe Andrés era todavía mucho más distinto de aquel Bolkonski que se sentaba en una butaca en casa de Ana Pavlovna y que con los ojos medio cerrados dejaba escapar frases francesas entre dientes.
– En casa de Ana Pavlovna – siguió diciendo – se me escucha. Y esta sociedad imbécil, sin la cual mi mujer no puede vivir, y esas mujeres… ¡Si pudieses llegar a saber quiénes son todas las mujeres distinguidas y, en general, las mujeres! Mi padre tenía razón. El egoísmo, la ambición, la estupidez, la nulidad en todo. He aquí a las mujeres cuando se muestran tal como son. Cuando se les ve en sociedad parece que tengan algo, pero no tienen nada, nada. Sí, amigo mío, no te cases – concluyó el príncipe Andrés.
– Me parece divertido – dijo Pedro – que se considere usted un incapaz y tenga por destrozada su vida. Pero si todo le favorece, si usted… – no acabó la frase. Tenía a su amigo en la más alta consideración y esperaba de él un brillante porvenir.
«Pero ¿cómo puede decir todo esto?», pensaba Pedro.
Consideraba al príncipe Andrés como modelo de todas las perfecciones, precisamente porque el príncipe Andrés reunía en el más alto grado todas las cualidades que él no tenía y que podían resumirse con mucha exactitud en este concepto: la fuerza de voluntad. Pedro admirábase siempre de la capacidad del príncipe Andrés, de su comportamiento con toda clase de hombres, de su memoria extraordinaria, de todo lo que había leído; lo había leído todo, lo sabía todo y tenía idea de todo. Y, en particular, admiraba su facilidad para trabajar y aprender. Y si con frecuencia