Cómo acertar con mi vida. Juan Manuel Roca

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Cómo acertar con mi vida - Juan Manuel Roca

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quién iremos, Señor? Tú tienes palabras de vida eterna» [Jn 6, 68]). Pero el Señor es infinitamente más que el instrumento de nuestra plenitud: es el Hijo del Padre, digno de ser amado por sí mismo y no, en primer lugar, porque él colma nuestros deseos. La llamada que cada uno recibe por el simple hecho de ser criatura es más que un mero colmar los deseos del hombre; es ante todo, la libre manifestación de la gloria de Dios.

      El que yo ame a una persona podría deberse a que me atrae y me hace feliz. Esto es legítimo. Pero una persona humana es mucho más que un medio para mi completo desarrollo, por eso si amo a alguien, debería ser por sí mismo, por su propia personalidad. Esto mismo debemos aplicarlo a Jesucristo, pero en grado sumo.

      La «nueva sensibilidad» posmoderna, que es ambiental y por eso contagiosa, lleva fácilmente a considerar lógico que «mi visión» de las cosas sea la que establezca la medida de lo que Dios quiere de mí, totalizando todo en función y alrededor del yo. Como si los demás, y Dios mismo, fueran sólo el marco de mi yo, un simple momento de mí mismo.

      Qué importante es descubrir que yo soy yo porque Dios me tutea. Que valgo, que importo porque Dios me ama. Que soy libre porque Dios me invita a ser coautor con Él de una historia maravillosa: de nuestra historia.

      Con frecuencia muchos se conforman con una natural buena disposición: ¡Si yo soy bueno! Es como si les costara indeciblemente dejar entrar en su biografía un planteamiento trascendente —¿qué piensa Dios de mí y de mi vida?—, quizá por miedo a complicarse. No terminan de caer en la cuenta de que esos valores naturales que se dan en su vida pueden y deben asumirlos como dones recibidos. San Pablo, que de esto sabía un rato, nos invita a preguntarnos: «¿qué tienes que no hayas recibido?». Dones recibidos, de valor incalculable, que podrían dar un fruto maravilloso si no los dejamos enterrados.

      Algunos parecen sospechar —como aquel personaje que, lleno de miedo a las complicaciones, enterró el talento recibido— que preguntarse por la propia vocación y responder a ella generosamente supondría añadir otro aspecto de lucha y sufrimiento, de vida dura, a la ya exigente vida cristiana... ¡Qué gran equivocación! Muchos de los idolillos que nos hemos creado, a los que servimos realmente —nuestra imagen, nuestra autonomía, nuestro prestigio, nuestras ambiciones...—, suponen más esfuerzo y entrega que el verdadero amor de Dios. Y nada puede consolarnos del vacío tremendo que dejan en el alma cuando descubrimos, quizá tarde, que no han valido la pena.

      Capítulo I. Al encuentro de la vocación

      I. Itinerario para el encuentro

      1. Libertad, verdad y compromiso en el encuentro

      Dicen que los vikingos fueron los primeros en llegar a las costas de América. No pongo en duda semejante posibilidad, pero lo que sí está claro es que no encontraron América. Por el contrario, Cristóbal Colón, intentando demostrar la posibilidad de una nueva ruta hacia las Indias, fue quien verdaderamente descubrió América, aunque en un principio no supiese que se trataba de un nuevo continente. Con su proyecto propició un encuentro que ha sido uno de los sucesos más importantes de la historia de la humanidad; un encuentro entre culturas y una visión nueva que completaba el marco geográfico de la existencia del hombre sobre la tierra.

      He querido utilizar esta comparación para subrayar que sólo si sé a dónde quiero ir, estoy en condiciones de diseñar la mejor ruta y las etapas que me llevarán a mi meta. Colón diseñó un itinerario que, tal como él veía entonces las cosas, le debería haber llevado a la India. Sus previsiones no se cumplieron, pero sin semejante apertura jamás habría llegado a una meta aún más extraordinaria: el descubrimiento de un nuevo e inmenso continente.

      Mi vida y la tuya son también un apasionante viaje que, teniendo el mismo destino, presenta siempre un camino particular para cada uno. Y es necesario que cada cual asuma la responsabilidad de proyectar y trazar su ruta para llegar a ese destino: sólo con esa actitud de empeño personal nos ponemos en condiciones de ir más allá, de descubrir verdaderamente el valor insospechado de nuestra vida y los horizontes inmensos que se abren ante ella.

      A ésto llamo el encuentro. Se podría definir como el acontecimiento que me hace capaz de descubrir los valores que se encierran en la realidad. Es una luz sobre mi vida, en todas sus dimensiones, que me permite ordenar y diseñar las etapas de un viaje personal extraordinario. Para entender la existencia humana es necesario entender ese encuentro, que es algo mucho más rico que un simple choque entre dos objetos. El encuentro implica intercambio de posibilidades, capacidad de iniciativa; es una realidad dinámica y con mucho de aventura. Es saber descubrir mi lugar y mi función dentro de la vida. No es lo mismo llegar a las costas de América que descubrir América.

      Es indudable que ese encuentro ha de darse en apertura hacia el exterior. Yo actúo como persona cuando no me muevo sólo a impulsos de mis propias pulsiones, creando la realidad desde mí mismo, desde mi parecer, pues entonces jamás podría reconocer que eso que yo creía la India es algo abso­lutamente distinto. Soy más libre cuanto más acepto la verdad que se evidencia ante mí, aunque se oponga a lo que en un principio tenía por definitivo. Por eso, al ser libre, escojo las acciones que me permiten crecer y no encerrarme en la cámara oscura de mi subjetividad. Amar la verdad es condición de mi libertad.

      Es cierto que esto se percibe con mayor claridad cuando se trata de realidades físicamente abarcables, como en el caso del descubrimiento de América. Pero ¿qué sucede con el conocimiento de realidades de carácter espiritual, como las artísticas y las religiosas? El encuentro con esas realidades no es tan materializable como en lo físico: no se me imponen por sí mismas, como la ley de la gravedad o el tamaño de un continente, de manera que si no busco personalmente conocerlas y asimilarlas, su verdad puede no afectar a mi vida en cuanto se configura basándose en decisiones libres.

      En definitiva, el conocimiento propio de las rea­lidades espirituales supone una opción personal, una actitud comprometida ante la verdad que tiene estos rasgos principales: humildad, disponibilidad, entrega, voluntad de entrar en una relación de trato y participación, compromiso, amor.

      Ya se ve que, aunque no es extraño que muchos confundan este tipo de conocimiento con algo meramente subjetivo, una especie de gusto o sensibilidad peculiar de cada persona, nada hay más lejos de la realidad. Una persona que se comporta como dueña absoluta de su vida, aunque se mueva con una libertad de maniobra total, poniéndolo todo a su servicio y decidiendo exclusivamente según sus preferencias —gustos, sensibilidad— de cada momento, no ha comenzado aún a ser libre.

      El mero elegir libremente es condición para la libertad, pero no constituye la verdadera libertad interior. Soy libre cuando estoy en disposición de asumir libremente como proyecto personal el reto de llegar a ser en plenitud lo que realmente soy. Sólo estaré en condiciones de hacer un uso correcto de la libertad, y por tanto de ser plenamente libre, si el conocimiento de mi realidad es verdadero y si mis elecciones me llevan a realizar verdaderamente la vocación y misión de mi vida, a ser libremente quien soy.

      Es esencial, por tanto, la exigencia de apertura al exterior, sólo posible desde la realidad de mi libertad. Por eso, para que el hombre pueda encontrarse a sí mismo, en su plenitud humana, debe alcanzar una madurez personal que se manifiesta en disposiciones y virtudes tan fundamentales como la veracidad, la apertura de espíritu, la confianza y la sencillez, la tenacidad y la fidelidad, la magnanimidad y la generosidad, de las que luego hablaremos.

      Ya hemos visto que no existe verdadera libertad cerrada en sí misma: lo que constituye en tal al hombre es la asunción de valores, de encuentros, la práctica de virtudes. La verdadera libertad va unida al compromiso y a la vinculación con lo que encierra un valor. El encuentro lleva al hombre a dar lo mejor de sí mismo y lo edifica en la doble vertiente personal y comunitaria. Por eso, en el plano religioso, ante la posibilidad de escoger, quien es verdaderamente libre escoge aquello que más

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