Cómo acertar con mi vida. Juan Manuel Roca

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Cómo acertar con mi vida - Juan Manuel Roca

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vida desde el ámbito de nuestra verdad más profunda y personal.

      • Veracidad. Encontrarse con la verdad —ya lo hemos visto— no es simplemente estar cerca de ella, sino integrarla en uno mismo, reconocerla como verdad sobre sí mismo. La verdad más radical que el hombre puede encontrar en esta vida es la verdad personal: su vocación. Y si no se llega al encuentro con la vocación, no hay una tarea asumible como sentido de la existencia, no hay coherencia posible, ni verdadera libertad: se vive de la casualidad.

      • Respeto. Respetar es estimar, estar a la vez cerca y a cierta distancia (cuando se invade posesivamente lo que se tiene cerca, se lo deforma para adaptarlo a la propia conveniencia). Toda vocación es un encuentro con Cristo y para eso es necesario estar cerca, crear vínculos. El distanciamiento, sosiego espiritual, clarifica la mirada para discernir lo que nos es dado. El respeto hace apreciar la vocación como algo tan propio y tan familiar que es mío y, a la vez, como un don recibido que no debo manipular, sino acoger y secundar.

      • Actitud de agradecimiento. Capacidad de asombrarse ante lo valioso, que lleva a aceptarse a sí mismos por ser nuestra vida un don inmenso e inmerecido. La gratitud es una de las actitudes básicas del ser humano, y se ha de dirigir hacia Dios, dador de la existencia y de la gracia, y hacia los hombres (D. Von Hildebrand). El gran enemigo del hombre es la indiferencia, porque en la indiferencia todo se reduce, todo da lo mismo porque todo es lo mismo, ya que en última instancia todo acabará con la muerte (Libro de la Sabiduría, cap. IX). Con razón se ha dicho que lo contrario del amor no es el odio, sino la indiferencia. En la gratitud viven la verdad, la libertad, la humildad, la bondad y la magnanimidad. Agradecer —como amar, alabar y glorificar— pertenece a la vida que permanecerá en la eternidad sin fin.

      • Confianza. Abrirse a la vocación significa entrega y eso implica cierta dosis de riesgo. Algunos querrían contar con una absoluta seguridad —estar, no ya seguros, sino asegurados— a la hora de decidir sobre su futuro, y la única seguridad inconmovible en esta vida es Dios: si no se pone la confianza en Dios, que no engaña ni traiciona, entonces toda seguridad parece poca —con razón— y la indecisión se instala en el ánimo.

      • Compromiso en los valores. Es necesario contemplarse dinamizado interiormente por Dios, comprender la belleza de pertenecer enteramente a Dios. La virtud de la magnanimidad —muy relacionada con la humildad y con la fortaleza— consiste en la disposición del ánimo hacia las cosas grandes y la llama santo Tomás ornato de todas las virtudes. El magnánimo se plantea ideales altos y no se amilana ante las críticas ni los desprecios, no se deja intimidar por los respetos humanos, le importa más la verdad que las opiniones. Cultiva un alma grande donde caben muchos. En sus decisiones no media la cicatería, ni el cálculo egoísta, ni la trapisonda interesada. No se conforma con dar, se da.

      • Fidelidad y paciencia. Paciencia es respetar los ritmos naturales. Es imprescindible la paciencia con nuestros defectos: estar alegres, tranquilos, contentos, a pesar de descubrir en nuestra vida tantas lagunas y de percibir, tantas veces, que podríamos amar más y mejor. No se trata de ser imperturbables o resignados: ser pacientes supone energía interior, fuerza espiritual hacia dentro de nosotros y hacia fuera, hacia el trabajo que debemos llevar adelante, pero con plena conciencia de que nada que valga la pena se consigue con sólo desearlo. La paciencia es comprender en profundidad al hombre, como lo comprende Dios, que cuenta con nuestros defectos y nos da su confianza y su gracia para vencerlos. Y la paciencia engendra fidelidad.

      II. El encuentro con la vocación

      1. La libertad que ama la verdad es el camino para la vida

      En un coro, cada una de las voces es independiente, pero se armoniza y vibra con las otras, las apoya y es apoyada. Si uno canta a capricho no contribuye a recrear la obra, más bien la destruye.

      Del mismo modo, el camino de una vida lograda es recorrido por la libertad en armonía con la verdad. Nuestra verdad plena es una sinfonía que cada uno debe interpretar a su manera, usando su libertad. No es autónomo el hombre para establecer lo que está bien o mal, sino para adecuarse a la realidad; el hombre descubre la verdad, no la crea: sin su aceptación activa la verdad no se le revela, pero él no es su dueño: se la apropia adecuándose a ella libremente.

      Vemos, así, que la verdad —libremente aceptada, pero sólo porque es la verdad— se hace camino para la vida: «La entrega libre y necesaria al enamoramiento auténtico es la forma suprema de aceptación del destino y eso es lo que llamamos vocación» (J. Marías).

      Dicho de otra manera, cada uno se encuentra ante la necesidad de decir libremente sí o no al modo en que Dios ha decidido, amorosamente, organizar las cosas y, especialmente, al modo en que Dios lo ha querido a él. El descubrimiento de la vocación será, entonces, el encuentro de cada uno consigo mismo, la mirada sobre sí mismo, tal como Dios le ve. Para verse así, hay que descubrir el «porqué» y el «para qué» de la propia vida.

      El porqué es fácil: se nos ha revelado. Dios creó las realidades inanimadas, los vegetales y animales, mandándolas existir («Dijo Dios: Hágase la luz, y se hizo la luz» (Gn 1, 3) al servicio del hombre. Pero al ser humano lo creó llamándole por su nombre, por amor, y lo ha hecho partícipe de su propia vida. Cada ser humano, único y e irrepetible —lo ha recordado tantas veces Juan Pablo II—, recibe la vida de Dios para ser no algo, sino alguien: alguien a quien Dios se dirige hablándole de tú y le llama a vivir con Él para siempre. Alguien que puede llamar Tú a Dios.

      Tener conciencia de esta realidad significa reconocer a Dios como nuestro origen y nuestro fin. Dios en la creación no ha hecho más que iniciar algo que completará después con la colaboración del hombre: ese es el para qué. Por eso nuestra norma primaria de actuación es vivir la libertad conscientes de nuestro origen y nuestro fin: en actitud de entrega, de diálogo con Dios, de correspondencia.

      2. La verdad impulsa al amor

      No hay nada más íntimo en el hombre que lo que constituye en cada momento el impulso interior de su vida (Dios). Lo explica muy bien Juan Miguel Garrigues, en su libro Dios sin idea del mal, cuando dice: «Dios quiere que su proyecto de amor bondadoso pase por nuestra imaginación, a través del instrumento de nuestra libertad. Quiere que juguemos con ese instrumento; no quiere escribirnos una partitura o un guión de antemano y pedirnos que los ejecutemos. Para Dios, no hay un guión escrito por anticipado porque la paternidad divina tiene esa cualidad única comparada con nuestra paternidad humana, que siempre vive en el presente de la libertad de sus hijos».

      Las normas divinas, su voluntad, no son externas o ajenas al bien propio del hombre, como la partitura y el poema no lo son al bien del músico y del declamador: se obedece, pero no desde fuera sino desde dentro de la obra creada.

      Alejandro Llano explica que el yo humano no es un recinto cerrado y agobiante: es un vector de proyección y de entrega. En cierto modo, es un vacío que clama por su plenificación. Ahora bien, para que esta plenitud de la vida lograda comience a desarrollarse es necesario proceder, simultáneamente, al vaciamiento de uno mismo y a la apertura amorosa. Mi peso interior no son mis ocurrencias, experiencias o caprichos, de los que más bien he de liberarme; lo que me afirma en la vida y me aporta voluntad de aventura —pasión por usar la vida y la libertad de un modo que valga la pena— es mi amor personal, definitivo e irreversible.

      Porque, en efecto, cuando el ser libre encuentra la verdad, tiene lugar el enamoramiento. En la persona la verdad y el amor están unidos. Afirma Polo que la verdad en el hombre es indisolublemente amor, superabundancia, más que un remedio necesitado. Someter la verdad al criterio de certeza —tratarla como un medio o instrumento para conseguir seguridad— constituye un error (es lo que les sucede a los que exigen una garantía abso­luta para decidirse a actuar). La verdad no está destinada primariamente a aquietar la sospecha o la duda, sino a movilizar. No deja de ser curioso que el padre de la mentira, que es Satanás,

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