El paraiso de las mujeres. Висенте Бласко-Ибаньес

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El paraiso de las mujeres - Висенте Бласко-Ибаньес

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todos los que se movían dando órdenes ó trabajando en torno de él, llevaban pantalones y eran mujeres.

      Edwin vió que de un automóvil en forma de clavel que acababa de llegar descendían unas figuras con largas túnicas blancas y velos en la cabeza. Eran las primeras hembras que encontraba semejantes á las de su país. Debían pertenecer á alguna familia importante de la capital; tal vez era la esposa de un alto personaje acompańada de sus tres hijas. Concentró su mirada en el grupo para examinarlas bien, y notó que las tres seńoritas, todas de apuesta estatura, asomaban bajo los blancos velos unas caras de facciones correctas pero enérgicas. Sus mejillas tenían el mismo tono azulado que la de los hombres que se rasuran diariamente. La madre, algo cuadrada á causa de la obesidad propia de los ańos, prescindía de esta precaución, y por debajo de la corona de flores que circundaba sus tocas dejaba asomar una barba abundante y dura.

      Un oficial de los del casquete alado corrió galantemente á proteger á las recién llegadas, con el interés que merece el sexo débil, y las tres seńoritas acogieron con gesto ruboroso las atenciones del militar.

      Gillespie se dió cuenta de que la doctora seguía sus impresiones con ojos atentos, sonriendo de su asombro.

      —Ya le dijo, gentleman, que vería usted grandes cosas. No olvide que este es el país de la Verdadera Revolución.

      Todavía pudo hacer Edwin nuevas observaciones. Vió con estupefacción entre el público, repelido y mantenido á distancia por la fuerza armada, mujeres menos lujosas que la familia recién venida de la capital, pero igualmente con largas túnicas…. Y sin embargo parecían hombres á causa de sus barbas ó de sus rostros azulados por el rasuramiento. En cambio, todos los individuos de aspecto civil que llevaban pantalones y mostraban ser trabajadores del campo, obreros de la ciudad ó acaudalados burgueses, venidos para conocer al gigante, tenían el rostro lampińo y las formas abultadas de la mujer.

      Encontró, sin embargo, algunas excepciones, que sirvieron para desorientarlo en sus juicios. Vió verdaderos hombres, cuyo aspecto vigoroso no se prestaba á equívocos, y que, sin embargo, marchaban sin el embarazo de las faldas. Estos hombres iban casi desnudos, al aire su fuerte musculatura, y sin más vestimenta que un corto calzoncillo. Todos ellos mostraban la pasividad resignada, la fuerza brutal y sin iniciativa de las bestias de labor. Algunos acababan de desengancharse de pesadas carretas, de las cuales habían venido tirando hasta el lindero del bosque, y se limpiaban el sudoroso cuerpo. Otros lavaban y secaban los grandes aparatos que habían servido para la narcotización y el registro del gigante.

      Vió además Gillespie que la mayor parte de los jinetes que mantenían en respeto á la muchedumbre eran hombres igualmente; hombres enormes y barbudos, con una expresión de estupidez disciplinada, de brutalidad automática, reveladora de su situación inferior. A pesar de que iban armados con grandes cimitarras, su traje era una túnica igual á la de las mujeres. Todos ellos parecían simples soldados. Varias muchachas de bélica elegancia, llevando sobre sus cortas melenas el casquete alado, hacían caracolear sus caballos entre las de estos guerreros inferiores, dándoles órdenes con un laconismo de jefes.

      La doctora volvió á interrumpir las reflexiones del prisionero.

      —Antes de que emprendamos la marcha á la capital, creo oportuno que tome usted un ligero refrigerio. Mi gusto hubiese sido prepararle un desayuno al estilo de nuestro país, pero no hemos tenido tiempo para ello, pues, como lo dije, su vida estaba en peligro, y nadie piensa en dar de almorzar á un muerto. Podía haber hecho traer algunas de las latas de conserva que guarda usted en su embarcación, pero ésta se halla ya muy lejos.

      La noticia hizo perder su calma al gigante…. ĄVerse privado de un bote que representaba la única probabilidad de volver al mundo de sus semejantes!…

      —Poco después de la salida del sol—continuó la traductora—se han encargado de remolcarlo hasta el puerto de la capital los navíos de nuestra escuadra del Sol Naciente.

      Gillespie necesitó mostrar su mal humor con palabras ofensivas.

      —żY qué navíos son esos?… żCómo unos barquitos iguales á juguetes, con sólo la fuerza de sus velas, van á poder remolcar mi bote, dentro del cual cabe amontonada toda esa escuadra del Sol Naciente?…

      —Gentleman—dijo la profesora con sequedad—, nuestros buques no tienen velas; eso fué en tiempos remotos. Nuestros navíos navegan á voluntad sobre el agua y por debajo del agua. La misma energía que mueve nuestras máquinas terrestres y aéreas agita las colas de ellos con igual fuerza que las de los peces más veloces…. De su tamańo no creo necesario hablar. El tamańo no significa nada. Nosotros hemos llegado á poseer navíos más grandes que el que le trajo á usted, y los suprimimos por inhábiles para defenderse.

      Hubo un largo silencio después de las palabras poco cordiales cruzadas entre los dos. Pero la doctora no parecía tenaz en sus rencores y siguió hablando:

      —He tenido que improvisar un ligero desayuno con lo que encontré más á mano. Perdone usted su frugalidad y su monotonía. Cuando estemos en la capital (si es que los altos seńores del Consejo Ejecutivo quieren concederle la vida á perpetuidad, ó sea hasta que perezca usted de muerte ordinaria), estoy seguro de que comerá mejor.

      Sin separarse el portavoz de la boca, empezó á rugir otra vez una serie de palabras desconocidas, que despertaron gran actividad en los linderos del bosque.

      Un grupo de aquellos hombres bestiales y semidesnudos, fuerzas ciegas y sometidas como los constructores de las Pirámides faraónicas, avanzó por la pradera tirando de un enorme cilindro vertical. Era una bomba rematada por un largo pistón. Esta bomba la acababan de limpiar los vigorosos siervos, pues había servido durante la noche para inyectar al gigante su dosis de narcótico. Poco después empezaron á salir de la selva rebańos de vacas bien cuidadas, gordas y lustrosas. Parecían enormes junto á los hombrecillos que las guiaban, pero no tenían en realidad para Gillespie mayor tamańo que una rata vieja. A los pocos momentos eran centenares; al final llenaron la mayor parte de la pradera, siendo más de mil.

      Numerosos enanos, que por sus trajes parecían hombres de campo y en realidad eran mujeres, silbaron y agitaron sus cayados para ordenar y agrupar á estos animales.

      —Es todo lo que hemos podido reunir—dijo la profesora—. El Comité de recibimiento del Hombre-Montańa, nombrado anoche por el gobierno, no ha tenido tiempo para preparar mejor las cosas. Sin embargo, en pocas horas nuestras máquinas terrestres y aéreas han llegado á requisar todas las vacas existentes en un radio de diez millas, como diría usted. Y ahora, gentleman, vuelva á tenderse; adopte su primera postura para tomar un poco de leche.

      Pero Gillespie estaba pensativo desde mucho antes. Se dispuso á obedecer la orden y luego se detuvo para mirar con una expresión interrogante á la universitaria.

      —Una palabra nada más, y en seguida me tiendo.

      La doctora le hizo ver con un gesto que estaba dispuesta á escucharle. El americano mostró con un dedo los automóviles que le rodeaban, después las máquinas aéreas inmóviles en el espacio, y finalmente las esbeltas muchachas del casquete alado, armadas con lanzas, arcos y sables.

      —No comprendo, profesora….

      —Llámeme profesor—interrumpió la dama universitaria—. Profesor

       Flimnap.

      —Está bien—continuó el americano—. Digo, profesor Flimnap, que no puedo comprender todas esas armas primitivas al lado de tanta máquina terrestre y aérea, que me parecen

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