El paraiso de las mujeres. Висенте Бласко-Ибаньес

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El paraiso de las mujeres - Висенте Бласко-Ибаньес

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que pudiera aplastar, empezó á incorporarse. Sus piernas, tras una inmovilidad de tantas horas, estaban entumecidas y se resistían á obedecerla. Al fin se puso de pie después de largas vacilaciones, y al recobrar su posición vertical, los árboles más altos quedaron á la altura de su pecho. Todo su busto sobrepasaba la centenaria vegetación, y la muchedumbre de enanos, casi invisible bajo el ramaje, saludó con un largo rugido la cabeza del gigante al surgir ésta por encima del bosque. Podían apreciar ahora la grandeza del Hombre-Montańa mejor que cuando le veían tendido en el suelo.

      Los tripulantes de las máquinas voladoras se unieron á esta ovación haciendo evolucionar sus quiméricas bestias en torno del rostro de Gillespie. Pasaban tan cerca, que éste tuvo que echar atrás su cabeza por dos veces, temiendo que le cortase la nariz una de aquellas alas escamosas con sus puntas agudas como cuchillos. Las muchachas del casquete dorado y larga pluma saludaban con risas los movimientos inquietos del gigante. Pero una orden venida de abajo acabó con estos juegos, restableciendo el silencio. Todavía la traductora rugió su última orden, antes de partir.

      —Gentleman-Montańa, Ąlas manos atrás! Gillespie lo hizo así, y, apenas hubo cruzado sus manos sobre la espalda, sintió en torno de las muńecas algo que parecía vivo y se enrollaba con una prontitud inteligente. Era el cable metálico de la máquina que iba á volar detrás de él. Al mismo tiempo, otro monstruo del aire descendió con toda confianza al verle con las manos sujetas, y quedó flotando cerca de sus ojos.

      Ahora pudo ver bien á sus tripulantes: cuatro jóvenes rubias, esbeltas y de aire amuchachado. Gillespie hasta les encontró cierta semejanza con miss Margaret Haynes cuando jugaba al tennis. Estas amazonas del espacio le saludaron con palabras ininteligibles, enviándole besos. Él sonrió, y al oir las carcajadas de ellas pudo adivinar que su sonrisa debía parecerles horriblemente grotesca. Estos seres pequeńos veían todo lo suyo ridiculamente agrandado.

      La consideración de su caricaturesca enormidad le puso triste, pero las guerreras aéreas volvieron á enviarle besos, como un consuelo, y hasta una de ellas dirigió contra su nariz dos rosas que llevaba en el pecho. Querían pedirle, sin duda, perdón por lo que iban á hacer con él cumpliendo órdenes superiores.

      Del fondo de la máquina voladora partió, silbando, un hilo plateado, que, después de dar varias vueltas en el aire como una serpiente delgadísima, se metió por la cabeza de Gillespie, no parando hasta sus hombros. El ingeniero se sintió cogido lo mismo que las reses de las praderas americanas á las que echan el lazo. Un pequeńo alejamiento del avión, que tenía la forma y los colores de un lagarto alado, estrechó en torno del cuello de Edwin el cable metálico.

      Bajando sus ojos pudo examinarlo de cerca. Parecía hecho de un platino flexible y era inútil todo intento de romperlo. Por el contrario, un movimiento violento bastaría para que se introdujese en su carne lo mismo que una navaja de afeitar, como había dicho el profesor hembra.

      Las tripulantes del lagarto aéreo tiraron ligeramente de este hilo metálico, y Gillespie, comprendiendo el aviso, dió el primer paso. Ningún obstáculo terrestre se oponía á su marcha. La pradera estaba ahora limpia de gente, lo mismo que los linderos del bosque. Todas las máquinas rodantes, así como las tropas de á pie y á caballo, habían abierto la marcha, empujando á la muchedumbre para que se apartase del camino.

      Guiado por la máquina voladora que iba delante y dirigido igualmente por la máquina de atrás, que funcionaba á modo de timón, Gillespie sólo tenía que fijarse en el suelo para ver dónde colocaba sus pies.

      Empezó á marchar por un camino de gran anchura para aquellos seres diminutos, pero que á él le pareció no mayor que un sendero de jardín. Durante media hora avanzaron entre bosques; luego salieron á inmensas llanuras cultivadas, y pudo ver cómo se iba desarrollando delante de él, á una gran distancia, la vanguardia de su cortejo, compuesta de máquinas rodantes y pelotones de jinetes. A su espalda levantaban una segunda nube de polvo las tropas de retaguardia, encargadas de contener á los curiosos.

      Sólo algunos audaces, contraviniendo las órdenes, se atrevían á llegar á los bordes del camino. En torno de los pueblos de agricultores hervía el vecindario, gritando y agitando sus gorras al pasar el gigante. Su estatura permitía que lo viesen á larguísimas distancias.

      Le obligaron á marchar sin descanso, porque el Consejo Ejecutivo deseaba conocerle antes de que anocheciese. A las dos horas distinguió por encima de una sucesión de gibas del camino, penosamente remontadas por la vanguardia del cortejo, una especie de nube blanca que se mantenía á ras de tierra.

      Estaba envuelta en el temblor vaporoso de los objetos indeterminados por la distancia. Sólo él podía abarcar con su mirada una extensión tan enorme. Los tripulantes del lagarto volador examinaban la misma nube, pero con el auxilio de aparatos ópticos.

      Una de las amazonas aéreas le gritó algunas palabras en su idioma, al mismo tiempo que seńalaba con un dedo la remota mancha blanca. El gigante le contestó con una sonrisa indicadora de su comprensión.

      A partir de este momento la nube fué tomando para él contornos fijos. Salieron poco á poco de la vaporosa vaguedad grandes palacios blancos, torres con cúpulas brillantes, toda una metrópoli altísima, en la que los edificios parecían de proporciones desmesuradas, sin duda porque sus pequeńos habitantes, por la ley del contraste, sentían el ansia de lo enorme.

      Esta capital de la República de los pigmeos se llamaba Mildendo en otros tiempos. żCómo se titularía en el presente, después de haber ocurrido lo que el profesor Flimnap llamaba la Verdadera Revolución?…

       Índice

      Las riquezas del Hombre-Montańa

      El antiguo palacio imperial, construído por los soberanos de la penúltima dinastía, ocupaba el centro de la ciudad y era la residencia de los altos seńores del Consejo Ejecutivo.

      Incendiado repetidas veces en el curso de los siglos y bombardeado durante las guerras, había sufrido numerosas reconstrucciones; pero la más grande y vistosa databa de pocos ańos después de la Verdadera Revolución, suceso que había iniciado un nuevo período histórico. Los cinco seńores del Consejo Ejecutivo vivían en el centro del palacio; en una ala estaba la Cámara de diputados, y en la opuesta, el Senado.

      A la mańana siguiente de la entrada de Edwin en la capital, este palacio, que era como el corazón de la República, reanudó su vida más temprano que en los días anteriores. Fueron llegando los altos empleados del gobierno y casi todos los diputados y senadores, á pesar de que las sesiones parlamentarias sólo empezaban á celebrarse después de mediodía.

      En sus inmediaciones se aglomeró una muchedumbre de curiosos para ver cómo centenares de siervos, con la ayuda de varias grúas, iban descargando de una fila de camiones-automóviles enormes y misteriosos objetos, cuya aparición era saludada con largos murmullos de asombro. Todo el pueblo recordaba el espectáculo extraordinario de la tarde anterior, cuando llegó el Hombre-Montańa á los alrededores de la ciudad. El Consejo Ejecutivo había determinado darle alojamiento en la antigua Galería de la Industria, recuerdo de una Exposición universal celebrada diez ańos antes.

      Esta Galería era la obra más audaz y sólida que habían realizado los ingenieros del país. El Hombre-Montańa iba á pasearse por dentro de ella sin que su cabeza tocase el techo. Diez gigantes de su misma estatura podían acostarse en hilera de un extremo á otro de la grandiosa construcción. Su ancho equivalía á cuatro veces la longitud del coloso.

      Situada

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