Crónicas desde el piso de ventas. Iván FarÃas
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Estando en piso, lo primero que aprendí de mis compañeros, de los clientes y de las pilas y pilas de libros, fue humildad. No importa cuánto hayas leído, un librero sabe cuántas ediciones hubo de un título, si está fuera de catálogo y si ha salido un estudio sobre él. Un librero es capaz de tener una especie de conocimiento que podríamos llamar de cuarta de forros. No porque sepa todo sobre un libro es necesariamente que lo haya leído. La mayor parte de las veces solo se juega al bluff. Es como un buen jugador de póker, que parece siempre tener una buena mano, pero la mayoría de las veces no tiene nada. Pero, nadie le cree a un librero que no recita con convicción sus mejores recomendaciones.
Un librero se vuelve un obseso del orden, un sujeto que busca mantener, como Sísifo, en una disposición determinada mesas y anaqueles que nunca paran de moverse. Manía que una vez adquirida jamás podrá desterrarse. El librero visitará casas y tratará siempre de ordenar por alfabeto o por tamaño, los libros que estén frente a él. Recuerdo que en una ocasión, mientras viajaba en el Metro, se me metió en la cabeza que debería encontrar un título que necesitaba para algo en específico. Cuando llegué a casa, encendí la computadora y entonces caí en cuenta que el programa de búsqueda que utilizaba en el trabajo no funcionaba con los títulos de mi hogar. Me comencé a reír como tonto, yo solo frente a la computadora. Al otro día decidí organizarlos alfabéticamente y hacer una hoja de cálculo inventareando mis libros. Labor que no he terminado, pero en la que sigo. En otra ocasión, entré a una librería y al poco rato ya estaba dando orden a la mesa de novedades, ante la sorpresa de los empleados que me veían desde lejos. La librería pronto se volvió mi hogar, mi casa era solo el lugar donde dormía.
En cualquier sitio donde el dinero y el conocimiento se reúnen, se darán cita también la estupidez y la prepotencia. Pronto me di cuenta de que para mucha gente los libreros éramos solamente el receptáculo de su odio. Otras veces había que soportar la ignorancia insultante de gente que tuvo la fortuna de nacer en un hogar adinerado y la necedad de no saber aceptar su estulticia.
A veces, el trabajo de lidiar con los clientes era tan pesado que, como forma de desfogue, escribía breves estados en mi Facebook. Eran las quejas normales de alguien que no puede gritarle en su cara a los clientes so pena de ser despedido. Luego, me volví más y más observador hasta que esos breves estados eran casi una cuartilla de descripciones sobre lo que vivía.
A mis contactos les gustaba leer esas historias. Para evitar problemas en el trabajo no hacía referencia al sitio donde sucedían. Todas eran historias de clientes que buscaban un libro que había estado en la mesa de novedades hace meses, o el cambio de uno comprado hacía cinco años pero que no habían podido ir ya que radicaban en Alemania, o esa señora que te decía que después te pagaría porque ahora no quería.
Un día un amigo, editor en Playboy, me pidió una crónica sobre lo que pasaba en la librería en el mismo tono en que me quejaba en internet. Le tomé la palabra y la escribí. Extrañamente fue uno de los textos más leídos en papel y luego, al salir en su versión electrónica, tuvo otros lectores que la acogieron con gusto. El texto, con modificaciones, es el que abre este libro. De ahí en adelante todos son rigurosamente inéditos.
El resto de las crónicas las escribí en los tiempos muertos en el trabajo, cuando, cansado por el subir y bajar libros, me sentaba frente a la computadora y me ponía a escribir sobre mis clientes. Sea pues, estos textos son una memoria de lo que pasa en una librería peculiar y entrañable.
Crónicas desde el piso de ventas
Memorias de un librero
Un hombre vestido con camiseta a cuadros y pantalón de mezclilla raído llegó un día a la librería en donde trabajo y me exigió Los cuatro acuerdos en inglés. Le dije que no lo teníamos pero que contábamos con dos ediciones en español; una de ellas especial de aniversario. El hombre se enfureció. Nos dijo que deberíamos tenerlo en inglés para que más gente lo conociera. «La obra del maestro Miguel Ruiz debe conocerse en todo el mundo», gritó y se fue muy enojado.
En otro momento de mi vida me hubiera alterado, pero no ahora. Llevo trabajando en una librería poco más de un año y esos exabruptos son moneda corriente. Cuando entré imaginaba que las personas que la frecuentan serían personas inteligentes y con un gran bagaje cultural, lo cual en muchos casos es cierto, pero también es un foco para atraer personalidades, digamos, extrañas.
Lo más común es que llegue un cliente, por lo regular alguien no muy familiarizado con la literatura, y te pregunte sonriente: «Joven (uno es joven pese a peinar canas), no tendrá un libro del que no me acuerdo el nombre ni el autor pero era rojito y lo tenían acá hace como seis meses». Una librería promedio maneja una flotación de tres mil libros al mes. Todos los días llegan nuevos títulos que buscan su acomodo en la mesa de novedades y que antes de dos semanas deben ir a una sección (literatura norteamericana, hispanoamericana o donde pertenezca) para prepararse a su inminente devolución, lo cual hace imposible que recordemos con esas señas cualquier título.
Alguna vez a una compañera le hablaron por teléfono y el cliente le inquirió por un libro en inglés que vio en diciembre (el periodo de más venta). Ella se quedó callada esperando le dijera más datos. Al no haber respuesta, el sujeto al teléfono preguntó: «¿Qué, si es muy necesario el título?».
Cuéntame tu vida
Muchas veces los clientes buscan a alguien con quién platicar. En una ocasión sonó el teléfono y un cliente me preguntó por un título de Sherlock Holmes en inglés. No lo teníamos, pero le advertí que era difícil de conseguir porque era de una pequeña editorial inglesa. El hombre montó en cólera contra los maestros de la escuela de su hijo, los cuales habían pedido el título para leerlo en clase. Se quejó que era común pidieran cosas imposibles de adquirir. Sin detenerse, continuó soltando pestes del colegio privado y de sus directivos; acabó contándome sobre su vida, sus problemas financieros y las dificultades con sus hijos. No encontraba una forma amable de cortarlo; la gente se acumulaba en el mostrador, así que abruptamente le dije que necesitaba colgar. Me preguntó mi nombre y se despidió con un: «Gracias, Iván, a ver qué otro día platicamos».
La gente recurre al librero como lo hace con el doctor o el psicólogo, para escuchar una orientación y poder charlar. Sin embargo, esta figura va desapareciendo de las grandes librerías. La actual política es contratar jóvenes explotables que puedan ser corridos a los pocos meses. La figura del librero, con una amplia cultura y total conocimiento de su surtido, va quedando en el pasado y ha sido suplida por adolescentes que necesitan buscar todo en la computadora.
Shakespeare, hazme el amor
La ignorancia es altanera, dice el dicho, y en muchas ocasiones se confirma. Es común que un cliente llegue a buscar un libro de Pedro Páramo, confundiendo el autor con el personaje, o que quiera leer Crimen y castigo en inglés porque prefiera los libros en su idioma original, pese a que Dostoyevski siempre escribió en ruso. Una amiga librera de Guanajuato me contó una anécdota que supera en creces cualquier cosa que yo haya vivido en este negocio. Dice que en su pequeña librería de Celaya presentaron una edición comentada de las obras de William Shakespeare. Entonces hizo su aparición una señora que compró el libro y quería que el bardo inglés se lo firmara. Mi amiga le explicó que los presentadores eran el traductor y el redactor del estudio preliminar porque Shakespeare se había muerto hace siglos, lo cual hacía imposible que firmara su ejemplar. La señora montó en cólera. Le gritó a mi amiga porque, según ella, le estaban negando la firma. Llamó al gerente y entre él, mi amiga y otras personas intentaron hacer entrar en razón