Crónicas desde el piso de ventas. Iván FarÃas
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Punto y juego.
El último fue el más complicado. Era un joven empresario, bien parecido y muy amable. Siempre llegaba y te saludaba con una amplia sonrisa. Subía, pedía de comer y en el ínterin, tomaba un libro y se ponía a leerlo. El libro, al otro día, aparecía en su sitio sin ningún problema, por lo que no le dijimos nada. Un día llegó un cliente a regresarnos una copia de Los pilares de la tierra. El tomo estaba lleno de anotaciones y manchas de comida. Entonces nos dimos cuenta que el joven empresario aparte de leerlos y no pagarlos, hacía anotaciones en ellos.
El indicado para hablar con él, en su siguiente visita diaria (porque hay gente que vive ahí, que incluso pasa más de una jornada laboral pegado a la computadora), fui yo. Le expliqué que los libros podían revisarse siempre y cuando no los dañara, que no era una biblioteca, sino una librería, que él, como cliente, no le gustaría pagar por un libro nuevo y, por el contrario, adquirir un libro ya usado.
Amable y serio me dijo que mientras él pagara la comida iba a leer todos los libros que estuvieran ahí y cuantas veces quisiera, que era abogado y no quería meterme en problemas al discriminarlo. Y bajó la vista hacia un título de superación personal que tenía en las manos.
Punto para él.
La guerra había sido declarada. Cada vez que él tomaba un libro, nosotros lo cambiábamos de lugar. Si venía a pedirlo al módulo, le decíamos que ya no había. Él comprendía la jugada, tomaba otro y se iba. Luego comenzó a esconder los libros en los anaqueles, debajo de los sillones, entre otros libros. Teníamos que vigilarlo constantemente para saber qué libro escondía y buscarlo.
Los títulos que leía eran baratos, cosas de no más de doscientos pesos, que fácilmente podía pagar. Una persona que come a diario en un restaurante puede hacerlo, pienso. Pero era mezquino.
Él, como muchas otras personas, me dejan pensando en cómo la lectura en las clases altas, en este momento de la historia, es algo accesorio y poco deseable. Antes, los ricos buscaban rodearse de intelectuales o artistas, presumir ser mecenas de músicos y dramaturgos. Ahora son orgullosos de ser ignorantes.
«¡Tan caro!», gritan cuando les dices el precio de un libro, pero llevan en las manos bolsas de Zara con pedazos de tela o zapatos que cuestan una fortuna. «No voy a pagar eso», me dijo un tipo cuando vio la edición de Acantilado de los Ensayos de Michel de Montaigne. De la manga de su saco sobresalía un reloj de oro con incrustaciones.
El cliente en cuestión habría seguido viniendo a hacer uso de la librería como su biblioteca personal, pero una compañera, que ya no está más, se enamoró de él. Ella era, digámoslo con tiento, muy extraña. Tenía un sobrepeso más que evidente, casi mórbido y gustaba de inventar enamoramientos y orígenes familiares imposibles. La chica comenzó a asentarse en la mesa del tipo apenas aparecía. Un acoso sencillo y sutil. Un día, simplemente ya no regresó.
Punto para ella. Ganamos el juego.
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