Crónicas desde el piso de ventas. Iván Farías

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Crónicas desde el piso de ventas - Iván Farías

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      La librería donde trabajo es frecuentada por diversos escritores y artistas. Muchas editoriales deciden hacer entrevistas en ella por la belleza de la arquitectura; así he tenido oportunidad de conocer a Javier Cercas, Sergio Pitol, Javier Solórzano, a Rafael Tovar y de Teresa (RIP), Joaquín Sabina, Myriam Moscona, entre otros, además de varios políticos y cineastas. Pero ninguno causó tal revuelo como la llegada de Cristian Castro, que hizo salir de todas partes gente para tomarse una foto con él. El cantante tuvo que irse al poco tiempo cansado de sonreír frente a los smartphones. Contrariamente a lo que pensaba, se llevó algunos libros de Anton Szandor LaVey, el líder de la iglesia de Satán en Estados Unidos. Luego supe por otro compañero que el cantante era muy fan del thrash y del nü metal, pero que lo que le permite comprar libros raros y asistir a giras internacionales de Tool es cantar baladitas sosas.

      Una mujer llegó un día y me pidió le enseñara el libro de poemas de Roberto Bolaño llamado Los perros románticos. Lo tomó entre sus manos y comenzó a hojearlo. Luego me enseñó uno de los poemas y me aseguró que esos versos se los había dedicado, porque él siguió enamorado de ella hasta su muerte. Le conté la anécdota a un compañero. «Lleva haciendo lo mismo desde que yo trabajo aquí», me respondió hastiado. Luego supe que había escrito dos libros sobre Bolaño y que en eso le iba la vida. Incluso, de su dinero, está pagando la preproducción para una película.

      También es muy común que los autores te pregunten por sus libros. Homero Aridjis hacía eso muy seguido, porque supongo que vivía cerca. Entre que le tomaban la orden y comía, iba al módulo, preguntaba por el nuevo libro de «un tal Aridjis». Nosotros lo reconocíamos y lo llevábamos hasta donde estaba su libro. Sonreía y se iba. Los autores desconocidos son los que causan verdaderos problemas: llegan exigiendo su título en la mesa de novedades. Se acercan, preguntan por sí mismos y cuando uno saca de las profundidades del librero a su bebé, se ponen fúricos. Te piden que lo pongas en la mejor mesa si no amenazan con enviarte a la Gestapo y a la SWAT. Como venganza, muchas veces dejamos el libro el tiempo que dure el cliente dentro de la tienda y apenas se va, lo escondemos en lo más recóndito del almacén. Nunca es bueno hacer enojar a un librero.

      2.9 libros al año

      Es lugar común decir que la gente en nuestro país no lee. Lo cual visto desde esta parte del negocio es curioso porque mi sueldo lo pagan las ventas. Cadenas gigantescas como Gandhi o El Sótano han tenido una expansión enorme en los últimos años, muchos aseguran que en detrimento de su calidad. Lo cierto es que ahora hay franquicias de ellas en lugares improbables donde antes no llegaban libros ni por equivocación. A título personal, creo que se han convertido en Walmarts de libros, privilegiando la venta masiva y descuidando al lector especializado.

      A diario veo personas que regresan cuando menos cada semana a comprar uno o dos libros, lectores voraces en los cuales no media la edad pero sí el estatus económico. Hay clientes que pueden desembolsar una pequeña fortuna en libros de Gredos o que esperan pacientemente un texto recientemente traducido de Karl Marx. Los que se dejan seducir por los libros que anuncia Brozo en la televisión o que recortan las recomendaciones de La Jornada para pedirte se los consigas. Los que solicitan la novela que está leyendo Mariano en su programa de radio o los que te piden les recomiendes algo interesante.

      Un amigo mesero que trabaja donde yo lo hago, luego de una jornada especialmente difícil, se sentó junto a mí y me confesó: «Si fuera por mí no existirían librerías. Nunca he tocado un libro ni lo voy a hacer».

       Cosas que hacen

       las personas mezquinas

       en las librerías

      Una cosa que odio mucho es la pichicatería, la mezquindad, el gandallismo. La librería en la que trabajo es un lugar que ha salido en muchos recuentos de las más bellas librerías por todo el mundo. Revistas de Italia, periódicos de Inglaterra, portales de Estados Unidos y, claro, publicaciones en México la mencionan como una de las librerías que debes visitar si vienes a Ciudad de México. Está en un barrio acomodado lleno de hijos de inmigrantes europeos que llegaron aquí con la Segunda Guerra Mundial. La visitan muchos extranjeros, pero también la clase política mexicana. Debido a que la librería está dentro de un café o el café está dentro de una librería, la gente llega, toma un libro y muchas veces lo abandona en la mesa o se lo lleva porque lo atrapó su lectura.

      No es de extrañar que el lugar sea motivo de visita de muchos vivos que, aprovechándose de los sillones y los libros a su disposición, lo utilicen para otros fines. Un tipo güero, flaco, de no más de treinta años, hacía citas ahí. Las chicas llegaban, les invitaba un americano y comenzaba el avance. Previamente les indicaba cuáles libros eran sus favoritos. Libros que días antes había venido a hojear o por los cuales te preguntaba santo y seña. Así, cuando la víctima arribaba, él podía dar un discurso y tratar de envolver a la incauta.

      Entre él y yo pronto se inició un odio cantado. Nunca hubo alguna declaración de guerra, nunca nos dijimos nada, solo bastó vernos a los ojos para saber que yo me encargaría de echarle a perder sus planes y que el sujeto tendría que soportar mis marrullerías. En una ocasión, mientras platicaba con una chica, le acerqué el libro Qué esperar mientras se está esperando, un manual enorme sobre cómo preparar la llegada de un bebé.

      «Mira, acá está el que buscabas la otra vez», lo cual era cierto. Hacía unos meses había venido con su esposa embarazada y se lo pidieron a un compañero de librería, pero no lo teníamos. La chica que lo acompañaba en ese momento le preguntó si tenía un hijo y él se puso tan nervioso que acabaron yéndose.

      Punto para mí.

      Un día, en el área de infantil, lo descubrí en la alfombra, sobre una chica, mientras se besaban. La chica tenía la falda levantada y él pasaba sus manos sobre sus piernas como muchachos de secundaría en el parque. Pasé sin hacer ruido y fui a llamar al gerente. El resultado es que el tipo ya no puede entrar más al lugar.

      Punto y juego para mí.

      Otro que venía era un señor de traje y ya entrado en la sexta década de su vida. Siempre pedía un café, sacaba su laptop, la utilizaba unos momentos y acto seguido tomaba uno de los libros de una colección que se llama 20 minutos, especie de breviarios sobre un autor determinado. El sujeto los leía mientras pedía una cesta de pan, un café americano y daba cuenta de un libro y el pan. Aprovechado, solo pagaba la taza. Dejaba el libro maltratado sobre una repisa o en alguna mesa y se iba impune. Muchos de los libros que el señor tomaba acababan tan maltratados que teníamos que mandarlos a ofertas. Era como si sus manos fueran una especie de llanta de tractor que pasaba por ellos dejándolos inservibles.

      El duelo estaba cantado. Afiné mis mejores armas. Tomé todos los libros de esa colección y los cerré con plástico, pero además, le agregué varios diurex para impedir que se abrieran sin el uso de alguna navaja. El tipo, al otro día, siempre muy temprano, pidió su cesta de pan, el café, respondió sus correos y cuando iba a leer su acostumbrado libro, se dio cuenta de que no podía abrirlo con la tranquilidad de un día antes. Tomó uno e intentó abrirlo con las uñas, luego con los dientes, finalmente, con el cuchillo romo de la mantequilla. Cuando se dio cuenta, llevaba más de media hora luchando con mi trampa. Vio su reloj y se fue.

      Punto para mí.

      Al otro día volvió, agarró un libro, bajó al módulo y me dijo: «¿Puede abrirme este libro?».

      Punto para él.

      Mi siguiente estrategia fue quitarlos de ese lugar. El hombre abandonó su educación de 20 minutos y decidió pasar a enciclopedias, libros de cocina y de fotografía. El resultado fueron varios volúmenes manchados de café o con hojas dobladas.

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