Los argonautas. Висенте Бласко-Ибаньес

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Los argonautas - Висенте Бласко-Ибаньес

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el brazo, como si aquello fuese una fiesta.

      Maltrana explicaba a su amigo el orden en que iban divididos los emigrantes. La proa era para «los latinos»: españoles, italianos, portugueses, franceses, árabes, judíos del Mediodía y hasta egipcios. Nadie podía adivinar el latinismo de estas últimas gentes; pero así los había encasillado la comisaría. En la parte de popa se aglomeraban otras naciones: alemanes, rusos y judíos, muchos judíos de diversas procedencias, polacos, galitzianos, rutenos, moscovitas y balcánicos, cocinando aparte, según las preocupaciones y ritos de su religión. Los israelitas llevaban carne sacrificada por los rabinos de Hamburgo. La bulliciosa latinidad gozaba el privilegio sobre las otras castas de beber vino en las comidas dos veces por semana y tomar chocolate al amanecer otras dos veces, en vez del café habitual.

      Las lamentaciones de don Carmelo, que juraba para él solo con grandes aspavientos, interrumpieron a Maltrana.

      —¡Mardita sea mi arma! Ya me extrañaba yo que hisiésemos er viaje sin sorpresas. ¡Pero camará, que no haya medio de librarse de esa gente!...

      Cambió algunas palabras en alemán con el primer oficial y luego gritó a unos camareros españoles que estaban al servicio de «los latinos»:

      —A ve esos güenos mozos; ¡tráiganlos pa acá!

      Avanzaron seis jóvenes, con la cabeza descubierta, las ropas haraposas y los pies metidos en zapatos rotos o alpargatas deshilachadas.

      —¿De moo que no tenéis pasaje y os habéis metió aquí de polisones sin má ni má, como si esto juese la casa e toos? ¿Y creéis que esto va a quear ansí?... Tú, ¿de ónde eres?

      Y los seis polisones fueron contestando al interrogatorio de don Carmelo. Uno era de Tenerife y los restantes procedían de Andalucía y Galicia. Se habían introducido ocultamente en varios buques, que los echaron en tierra al llegar a Canarias. ¡Y a buscar de nuevo un escondrijo en la bodega de otro barco!... Así pensaban llegar, fuese como fuese, adonde se habían propuesto. Los seis querían ir a Buenos Aires; y como bestias humildes, resignadas de antemano a los golpes que creían merecer, bajaban la cabeza contentos con su desgracia si lograban alcanzar el término del viaje.

      Don Carmelo habló en voz baja con el primer oficial.

      —Está bien—dijo solemnemente—. Pero como aquí nadie viene sin pasaje y el buque no pué retroceer por vosotros, vais a golveros nadando a Tenerife. La isla está allí cerquita.

      Y señalaba la costa que se veía en lontananza, entre la borda del buque y el filo del toldo. El oficial se acariciaba impasible la barba rubia mientras el intérprete traducía sus órdenes. Las mujeres abrían los ojos con asombro y terror.

      —Que pongan una escaleriya pa que sartén con más fasiliá—ordenó don Carmelo.

      Los camareros le obedecieron, colocando una pequeña escalera contra la borda, mientras el intérprete repetía la orden. «¡Al agua, muchachos! E un remojonsito na más.»

      Los polisones de más edad seguían con la cabeza baja, entre incrédulos y aterrados, dudando de que esta orden pudiese ser cierta pero dudando igualmente de que todo fuese una burla, habituados a durezas y castigos en los buques que les habían servido de refugio. Uno que era casi un niño se atrevió a mirar por encima de la borda, apreciando con ojos de espanto la distancia enorme que se extendía entre el buque y la costa.

      —¡Yo no quiero!... ¡No quiero morir!... ¡Yo quiero ir a Buenos Aires! ¡Madre!... ¡Mamita!...

      Y se echó al suelo gimiendo, agitando las piernas para repeler a los que se acercasen. Comenzaron a partir suspiros y exclamaciones de los grupos de mujeres. Don Carmelo miró al primer oficial que seguía acariciándose la barba.

      —Güeno, niños; será pá más tarde. A la noche os iréis nadando. Mientras tanto, que os vacunen, y luego comeréis... A ver unos pantalones viejos pa estos güenos mozos; no es caso de que vayan enseñando las vergüensas al pasaje... Pero queda convenido ¿eh, niños? a la noche os marcharéis nadando.

      Súbitamente tranquilizados, los polisones se dejaron llevar por los marineros, que los empujaban rudamente, acogiendo este trato con humildad y agradecimiento.

      —Hay que ser enérgico—dijo don Carmelo a los dos amigos poniendo un gesto feroz—. Si no fuese así, too er buque se llenaria de gente sin pasaje. Cuatro van a ir a las máquinas; siempre hasen farta fogoneros; y los dos más pequeños ayudarán a la limpiesa de las cubiertas. Podíamos desembarcarlos en Río Janeiro. Pero er comandante es güeno, y de seguro que los yevaremos hasta Buenos Aires. Los tunantes van a salirse con la suya.

      La música continuaba sonando y se reanudó el desfile de los brazos arremangados ante el grupo de blusas blancas.

      Ojeda estaba impresionado por la escena anterior. Creía oír aún los gemidos del mozuelo pataleando en la cubierta: «¡Yo no quiero morir! ¡Yo quiero ir a Buenos Aires!...». El vagabundo de los puertos tenía la misma ilusión que él y casi todos los que habitaban las cubiertas superiores. Dormitando entre los fardos y barricas de un muelle, había visto también a la diosa alada y sin cabeza; había sentido la caricia de la esperanza. Y allá marchaban todos, afrontando la nostalgia del recuerdo o las necesidades del presente; revueltos, confundidos, igualados por la ilusión común... ¡Buenos Aires! ¡Qué magia poderosa la de este nombre, que hacía correr a los miserables, como ratones hambrientos, para ocultarse en las entrañas de los buques!...

      Se impacientó Maltrana ante la monotonía del desfile.

      —Después de éstos vacunarán a los de popa: gente menos limpia y presentable que «los latinos», con largas melenas y gabanes de piel de carnero. Arriba estaremos mejor.

      Y subieron a lo más alto del buque, a la cubierta de los botes, buscando la sombra de un toldo y dos sillones libres para descansar en la soledad azul impregnada de luz. La mayoría del pasaje prefería quedarse abajo, refugiada en la suave penumbra de la cubierta de paseo.

      Maltrana saludó a una señora que leía tendida en un largo sillón, la espalda sobre un cojín, mostrando entre la flor nívea y rizada de su faldamenta el arranque de unas piernas enfundadas en seda blanca y los altos tacones de los zapatos. Fernando, advertido por el codo del compañero, se fijó en sus cabellos, de un rubio obscuro, recogidos en forma de casco; en sus ojos claros y temblones como gotas de agua marina, que se elevaron unos instantes del libro para mirarle con tranquila fijeza; en el color blanco de su cuello, una blancura de miga de pan ligeramente dorada por el sol y la brisa del mar.

      —Es la yanqui, la señora que come cerca de nuestra mesa—murmuró Isidro—. Habla con poca gente; apenas se saluda con algunas viejas de a bordo; rehúye el trato de los demás... Yo soy el único hombre con quien cambia el saludo, pero cuando intento hablarla finge que no me entiende... Y sin embargo, adivino en ella un carácter alegre y varonil: debe ser un agradable compañero; no hay más que ver con qué gracia sonríe. ¡Qué hoyuelos tan cucos se le forman junto a la boca!, ¡cómo se le aterciopelan los ojos!... Pero no hay confianza todavía entre las gentes de a bordo; parece que estamos todos de visita.

      Sentáronse a alguna distancia de la norteamericana y ésta volvió a bajar los ojos sobre el libro, ladeándose en su sillón para ignorar la presencia de los recién llegados.

      Tenían ante ellos el azul del Océano, liso, denso, sin una arruga y en el fondo, por la parte de popa, un triángulo de sombra que empañaba el horizonte, una especie de nube gris y piramidal, que era la isla... Calma absoluta... Sentados

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